jueves, 26 de mayo de 2011

El juego de los prejuicios




Destination, de anankkml
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Tengo mucha imaginación y desde siempre me gusta hacerla volar. Cuando era niña, uno de mis pasatiempos favoritos consistía en intentar adivinar qué pensaba la gente que veía por la calle con solo mirarles a la cara. Nunca he tenido un talento especial para la telepatía, así que se trataba más bien de inventar. Más adelante, mi juego se volvió más elaborado, y además de la expresión facial empecé a tener en cuenta su aspecto, su forma de caminar. A veces también me entretenía analizando palabras sueltas, retazos de conversaciones que llegaban hasta mis oídos y trataba de imaginarme el contexto en el que habían sido dichas, qué sentía quien las pronunciaba o a quién iban dirigidas.
En ocasiones, lograba que mis amigas participaran en mi juego, y eso lo hacía incluso más divertido, porque la misma persona, la misma escena o las mismas palabras pueden dar lugar a interpretaciones completamente distintas según la percepción de quien esté observando.
Confieso que seguí haciéndolo durante toda la adolescencia y también al llegar a la edad adulta, de hecho no he dejado de hacerlo hasta hace poco, cuando me paré a reflexionar acerca de las auténticas implicaciones de mi pasatiempo. Fue cuando le di nombre y entendí lo que realmente es: es el juego de los prejuicios, la tendencia a atribuirle a una persona toda serie de características basándose únicamente en un aspecto, que bien puede ser accidental.
Siempre había considerado mi juego algo inocente que no hacía daño a nadie, y de hecho así fue, porque los interesados nunca llegaron a enterarse de lo que pensaba de ellos. Pero me di cuenta de que es así como nace el racismo, el odio y (para no ponerme tan filosófica) los cotilleos del entorno que tanto suelen molestar. Simplemente se trata de escoger el detalle más insignificante y construir un mundo imaginario a su aldrededor.
Ya no voy a entrar en ese juego, porque lo han jugado conmigo muchas veces, demasiadas. Desde que tengo memoria me he negado a entrar en el molde que otros tenían preparado para mí, pero el ser fiel a mis principios no ha impedido que se me haya mirado según el rasero de quien me juzgaba, que se me haya metido en un saco que no me pertenecía.
Desde que me he dado cuenta, intento no fijarme en gente que no conozco, no entregarme a deducciones que no llevan a ningún lado, pero sinceramente en ocasiones me cuesta mucho contenerme, porque tengo que admitir que me resulta divertidísimo. Estoy segura de que mucha gente piensa cosas parecidas y lo considera entretenido, aunque no conozco a nadie que lo admita.
Me pregunto si efectivamente nuestros gestos, forma de hablar y atributos varios son igual de elocuentes que nuestras palabras, o si en realidad son un espejismo que se convierte en una realidad ficticia tras pasar por el tamiz de un simple observador. Quizás deberíamos aprender a convertirnos en libros cerrados.


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