miércoles, 29 de junio de 2011

Un día glorioso

Ayer fue un día glorioso, y si no lo cuento, reviento. Acudí a una reunión con las profesoras de mi hijo para intercambiar opiniones acerca de su evolución a lo largo de este curso.
Tengo que decir ante todo que para mi niño este año académico no ha sido fácil, pues nada más empezar de nuevo el colegio tuvo que asumir el reto de convertirse en hermano mayor, con todo lo que eso conlleva. Estoy asombrada ante la madurez con la que ha aceptado el cambio, la paciencia que demuestra con su padre y conmigo cuando nos ve desbordados y le pedimos que espere un momento y las muestras de cariño que dedica a su hermanita. Como hija única, se trata de algo que no experimenté y que por lo tanto solo entiendo a medias: observo con fascinación esta nueva relación de complicidad que mis hijos empiezan a establecer ahora que la pequeña interactúa cada vez más con el entorno, pero al mismo tiempo me doy cuenta de que para mi hijo mayor tiene que ser muy difícil renunciar a ciertos privilegios que ha tenido hasta ahora y más aún hacerlo con una sonrisa en los labios.
Sapling in hand, de zirconicusso
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Así se lo hice saber a sus profesoras, y coincidieron conmigo en que mi niño es muy maduro y responsable para su edad. Me explicaron que le han visto evolucionar muchísimo estos últimos meses, sigue siendo algo tímido pero poco a poco se ha ido soltando, ahora se le ve muy motivado, ha desarrollado un sentido del humor peculiar, sabe lo que quiere pero está dispuesto a negociar para conseguirlo, le gusta dialogar, debatir y cuestionarlo todo pero huye de los conflictos, tiene un sentido de la justicia implacable, es sincero a pesar de las consecuencias y posee una empatía fuera de lo común (a este respecto, me contaron que suele defender a un compañero si otros le molestan, o si ve llorar a otro niño acude a consolarle).
Por un lado, siempre he sabido que sería así, porque su alma está hecha con trocitos de cielo, pero por otro no paro de sentirme agradecida por el privilegio de ser su madre.
Mi hijo no es perfecto, tiene sus defectos, fallos y limitaciones como todo el mundo: a veces puede ser desobediente y respondón, deja los juguetes tirados por el suelo, si se aburre empieza a trepar por el sofá y cuando su hermana se acaba de dormir se pone a saltar en la cama o a hablar a voz en grito. Pero su sensibilidad, su generosidad, su buen corazón, su mirada traviesa hacen que se lo perdone todo, que los enfados se nos pasen mutuamente con un abrazo.


Este es el niño que iba a convertirse en un tirano porque yo me negaba a imponerle normas arbitrarias y sin sentido para desarrollar su tolerancia a la frustración; este es el niño que iba a chantajearme emocionalmente porque no le dejaba llorar para que aprendiera a dormir, a no molestar, a dejarme "hacer mis cosas"; este es el niño que iba a tener unas rabietas de espanto porque no le enseñaba lo efectivo que puede llegar a ser un cachete a tiempo; este es el niño que se volvería inseguro, desvalido y dependiente porque le tenía enmadrado; este es el niño que se convertiría en un inadaptado porque decidí no mandarle a la guardería desde bebé para que socializara; este es el niño al que he malcriado, malacostumbrado, mimado y consentido hasta la saciedad.
Sin quitarle mérito a mi hijo, a la vista de los resultados, me alegro de educarle tan mal.

viernes, 24 de junio de 2011

La dictadura de los sentimientos

Hand and heart, de idea go
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A estas alturas, todos los que hayáis seguido el caso ya sabéis que Habiba ha podido reunirse con su hija. No se puede decir que se haya hecho justicia, porque la verdadera justicia no habría tardado tres semanas en poner remedio a semejante atropello; digamos entonces que, afortunadamente, las aguas han vuelto a su cauce.

Habiba y Alma disponen ahora de toda una vida para recuperar el tiempo perdido. Deseo a ambas, de todo corazón, que puedan reanudar la lactancia, que al abrazarse por la noche se fijen en el brillo de las estrellas y no en la negrura de las tinieblas, que logren encontrar la paz interior que merecen, y que con el tiempo consigan perdonar.
Espero que la pequeña Alma llegue a olvidar lo sucedido, y que su herida consiga sanarse; por desgracia, Habiba jamás podrá olvidar la pesadilla en la que se ha visto envuelta.
Espero que las dos puedan reconstruir su relación lo antes posible, redescubrir los momentos mágicos, tan corrientes y al mismo tiempo tan especiales, que hacen de cada relación algo único e irrepetible.
Y mientras Habiba y Alma se entregan otra vez a la feliz cotidianidad que nadie debería haber interrumpido, creo que lo correcto sería empezar a depurar responsabilidades. Alguien puso en marcha la maquinaria insensata que estuvo a punto de cortar para siempre el cordón que unía Habiba a su hija, alguien lubricó los goznes para que la máquina siguiera su camino durante tres semanas. Esta tremenda historia tiene que haber dejado un rastro de papel, unas pruebas, algo tangible que se pueda utilizar para que semejante injusticia no se vuelva a repetir.
No existe tema que me aburra más que la política, y no creo que el problema se solucione a base de arremeter contra un grupo u otro. Detrás de los políticos, de los partidos y de las instituciones hay personas que viven, piensan y sienten igual que todos nosotros.
Ya lo comenté en otra entrada, lo que realmente me ha dado miedo de la historia de Habiba es que ha sido traicionada por quienes deberían haberla ayudado. No consigo entender que un programa de habilidades maternales trate de convencer a las madres a ignorar el llanto de sus bebés, a reemplazar brazos y teta por cuna y chupete, a aceptar como única opción correcta una visión sesgada y a mi modo de ver bastante simplona de la maternidad.
Empezamos pensando; después, decidimos que por pensar así somos superiores a los que opinan de forma diferente; entonces tratamos de obligar a los demás a pensar igual que nosotros; finalmente, decidimos castigar a los que siguen pensando con su propia cabeza.
Así funcionan las dictaduras y el fanatismo religioso; así es como funcionaba el famoso programa de habilidades maternales que trató de someter a Habiba y la "castigó" por hacer más caso a su instinto que a unos dictámenes de dudosa eficacia.
Siempre he pensado que para aprender a ser madre no hacen falta libros, ni tratados, ni programas, ni consejos, ni expertos: la maternidad es lo más intuitivo y visceral que existe, es amor y simbiosis en estado puro. La única dictadura a la que pienso estar sometida es a la de los sentimientos.


miércoles, 22 de junio de 2011

Buenas noches

Mis padres no me leían cuentos antes de ir a dormir, ni me acompañaban para ayudarme a conciliar el sueño: tenía que aprender a dormirme sola, se suponía que era bueno para mi independencia, así que les daba un beso de buenas noches y me iba a la cama. Nunca me detuve a pensar si me hubiera gustado tener alguna rutina de buenas noches, y como no podía echar de menos algo que nunca había experimentado, lo asumí con naturalidad.
Aurora borealis, de nixxphotography
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Sin embargo, nunca he sido capaz de quedarme dormida sin más, así que me inventaba cuentos para dormir. Cuando veía sombras moviéndose en la oscuridad, o escuchaba ruidos que me aterraban, trataba de reconducirlos a algo conocido y por tanto tranquilizador. Cuando no me acechaba ningún peligro imaginario, me imaginaba historias rocambolescas, situaciones estrambóticas en las que yo era la protagonista y la heroína de turno. Quizás fuera mi forma de procesar los acontecimientos del día, de reparar de algún modo las pequeñas y grandes injusticias que a veces me tocaba sufrir.
Mantuve esa costumbre durante muchos años, era mi manera de contar ovejas. Conseguí dejarla de lado cuando la cambié por una sesión de mimos con mi marido, porque me resultó más agradable quedarme en silencio abrazándole y notando como se me cerraban los ojos al entrar lentamente en estado de somnolencia. El amor es el mejor narcótico que existe.
Ahora que soy madre, duermo a mis hijos todas las noches. Hubo un tiempo en que lo hacía porque necesitaban sentirse acompañados; pero hace mucho que ese tiempo ha quedado atrás, ahora lo hago simplemente porque todos lo disfrutamos. Suelo dormir a ambos a la vez, la pequeña se me duerme en la teta, y al mayor le cuento historias, las mismas historias raras que antaño inventaba para mí misma, pero adaptadas a la fantasía de un niño de cinco años. Imaginamos cuentos sobre ruidos cuando oímos alguno, convertimos los acontecimientos del día en un relato de aventuras, inventamos historias de fantasmas ridículos que no espantan a nadie para ahuyentar los miedos y llenamos la habitación de seres fantásticos que los demás nunca podrán ver.
Soy incapaz de leerle un libro por la noche, me es incómodo leer con un bebé mamando, pero sobre todo, mi imaginación no se deja someter por el yugo de las palabras escritas, así que esa parte se la dejo a papá, que imita las voces mucho mejor que yo y sabe hacer comentarios graciosos que a mí no se me ocurren.
Lo mío es el reino de la fantasía, ir fabulando sobre la marcha, inventarme cuentos que se puedan medir (los cortos solo llegan hasta el garaje, los más largos llegan hasta China).
Después, cuando se duermen, permanezco inmóvil durante unos minutos, saboreando ese momento tan especial, escuchando sus respiraciones pausadas mientras les abrazo. Los caballeros, magos, piratas, dragones, exploradores y animales que hemos conjurado se difuminan y se escabullen para esconderse en el saco de los cuentos, y solo queda una oscuridad cálida y envolvente.
Para contar un cuento, solo hay que poner palabras a los sueños.

sábado, 18 de junio de 2011

Desorden y felicidad

Confieso que al escribir la entrada anterior, acerca del caso de Habiba, sentí miedo. Si la lactancia a demanda e intentar construir una relación materno-filial basada en el cariño y el apego fueran razones de peso para privar a una madre de su bebé, más de una y más de dos acabaríamos en la lista negra de las madres en peligro de perder la custodia de sus hijos.
Quiero pensar que el caso de Habiba ha sido un monstruoso error administrativo, una aberración que ya no se va a repetir, una tremenda injusticia que será reparada con prontitud (espero). Porque de lo contrario, miedo me da que el estado, o quien por él, se crea con derecho a husmear en nuestra cotidianidad y decidir si nuestra forma de hacer las cosas es acorde a la corriente dominante.
Bastante tenemos ya con escuchar y rebatir las opiniones, a menudo no solicitadas, de familiares que quieren imponernos como ley de vida las recomendaciones de hace treinta años, de la vecina del quinto que piensa que lo que hacía con su hijo es de aplicación universal para toda la población infantil, de las docenas de expertos de todo tipo, con y sin cualificación, que salen de debajo de las piedras para decirnos cómo tienen que comer o dormir nuestros hijos, cada cuánto tienen que ir al baño o lo que tenemos que hacer en caso de rabietas.
Nos quieren proponer una educación rígida y encorsetada, donde todo esté bajo control y sometido a un sinfín de normas y reglas (por no mencionar los tan cacareados límites). Pienso en eso e imagino una familia como las de los anuncios, una casa impoluta donde la mamá pasa la aspiradora con zapatos de tacón mientras los niños, repeinados y vestidos con la ropa de los domingos, esperan tranquilamente sentados en el sofá a que se les dé permiso para ir a su habitación a jugar mientras esperan a que llegue el papá para saludarle con una sonrisa.


Easter rabbit in grass, de patou
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Pues yo no quiero un mundo así, prefiero una casa patas arriba, cojines de todos los colores tirados por el suelo, juguetes que aparecen en el lugar menos pensado, la cama sin hacer porque siempre hay alguien en ella, una cama que es el centro neurálgico de la vida familiar, un lugar donde dormir, amar, comer, jugar y hablar. Prefiero una mamá con chandal y coleta que se tira al suelo para hacer puzzles y carreras de coches, que cuando pierde los estribos es capaz de pedir perdón, que olvida el reloj y mide el tiempo escuchando los latidos de su corazón. Prefiero unos niños sudados de tanto correr, que montan en bici por el pasillo y patinan por el salón, que pintan en la pared y después ayudan a limpiarla, unos niños inquietos, despeinados y con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo y la alegría. Prefiero un papá que nada más llegar a casa tira el maletín al suelo y se pone a jugar a las cosquillas mientras se le iluminan los ojos de felicidad.
Recuerdo que una vez, cuando era pequeña, en ocasión de una regañina mi padre me dijo que yo necesitaba disciplina, y le contesté: la disciplina es buena para los soldados, pero el mundo lo cambian los pensadores. Enmudeció, no sé si por la prontitud de mi respuesta o por la declaración de intenciones que se escondía tras ella.
He tratado de hacer de ella mi bandera: hace mucho que he entendido que no puedo cambiar el mundo, pero puedo negarme a que el mundo me cambie a mí. Quiero que el día de mañana mis hijos recuerden su infancia como una etapa que ha merecido la pena vivir.
No quiero que me enseñen rutinas y trucos para vivir mi maternidad desde la distancia, el desapego y el autoritarismo. Reivindico mi derecho a vivir mi vida como yo he elegido vivirla, no quiero un páramo aséptico vacío de sentimientos, prefiero mil veces mi desorden, mi mundo imposible con sorpresas detrás de cada esquina, donde las heridas se siguen curando con un beso.


lunes, 13 de junio de 2011

Ayudemos a Habiba

En esta ocasión, voy a dejar de lado mis reminiscencias de juventud para dedicar unas palabras a un caso del que últimamente se han hecho periódicos, redes sociales, blogs y demás medios de comunicación.
Siempre he pensado que lo peor que le puede pasar a uno en la vida es perder a un hijo. La muerte es caprichosa e irreversible, pero una desaparición puede ser incluso peor, deja la misma sensación de vacío sin la certeza del fin.
Algo parecido le ha ocurrido a Habiba, separada de su bebé sin ni siquiera una orden judicial, por el capricho absurdo de una institución. Cuando el caso salió a la luz y antes de que el IMMF (Instituto Madrileño del Menor y la Familia) enturbiara las aguas con afirmaciones vagas, se dijo que Alma, la hija de Habiba, había sido arrebatada de los brazos de su madre porque ésta la amamantaba "de forma caótica y no alimenticia", es decir a demanda, tal y como recomiendan la OMS y otros organismos oficiales.
Sin embargo, la historia de Habiba es mucho más que la reivindicación de la lactancia: la suya es una lucha contra el sistema, una negativa a doblegarse ante unas exigencias que no comparte ni comprende.
Si hay algo que he conseguido aprender en la vida, ha sido a luchar por mis ideales. Cuando nos enfrentamos al sistema, corremos el riesgo de ser pisoteados por una maquinaria implacable, pero desde que tengo memoria me produce cierta repugnancia la idea de verme obligada a adoptar unas normas que no me benefician en nada.
Entiendo a Habiba, entiendo su rechazo, el rechazo íntimo, profundo y visceral que toda madre debería sentir a la hora de obedecer unas imposiciones que solo causan dolor y sufrimiento, para adquirir unas "habilidades maternales" preconcebidas por quien considera la maternidad un desierto de hielo, frío y uniforme.
Habiba ha sido coaccionada por el centro de acogida en el que residía, ha sido traicionada por quienes deberían haberla apoyado.
Heart rotto, de idea go
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Mucho se ha escrito ya sobre ella desde ese terrible lunes de finales de mayo, cuando su pequeña fue arrebatada de los brazos en los que había encontrado amor y cobijo a lo largo de su corta vida. Ahora yo también me sumo, por lo menos oficialmente, a la multitud de voces que claman al cielo, decididas a intentar convertir este mundo en un lugar que merezca la pena vivir.
Aparte de indignarme, me pregunto qué se puede hacer. En realidad me temo que no mucho, salvo difundir la noticia, enviar cartas de protesta y acudir a manifestaciones pacíficas. Se ha creado una petición para que el IMMF reúna a Habiba con su hija que se puede firmar online: hacen falta 25.000 firmas, hasta la fecha se han recogido algo más de 7.700. Se puede firmar la petición haciendo clic en este enlace. Espero que nuestras firmas consigan que se haga justicia.Como decía Madre Teresa, a veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota.

miércoles, 8 de junio de 2011

Cuestión de pelos

Hair, de Graeme Weatherston
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Cuando era pequeña, mi madre solía contarme la historia de Sansón y Dalila, o mejor dicho, una versión edulcorada y menos sangrienta de la misma. Nunca supe si era una historia con moraleja, una advertencia a no compartir mis secretos con personas indignas de confianza o si me la contaba simplemente para entretenerme. Fuera como fuera, a mí me fascinaba, mi imaginación infantil fantaseaba con un Sansón de melena salvaje, me parecía de lo más natural que la fuerza de uno dependiera de su pelo.
De niña solía llevar el pelo corto, y lo odiaba. Según mi madre, era "una medida higiénica", pero nunca consiguió explicarme qué ventajas veía en ese corte andrógino y anónimo. Yo recuerdo que lo detestaba con todas mis fuerzas.
Supongo que en cierto modo quería ser Sansón, el héroe capaz de destrozar un templo con la sola fuerza de sus brazos. Cuando tuve edad para elegir, exigí llevarlo largo, aunque eso supusiera tener que soportar largas sesiones de cepillado, algún que otro tirón y una serie de peinados francamente horribles (cuando yo tenía 8 años, una farmacéutica tuvo la brillante idea de decirle a mi madre que una coleta tirante y trenzada en lo alto de la cabeza era muy efectiva para evitar el contagio de piojos y me "castigó" con ella durante un año escolar entero).
Desde entonces, siempre he tenido el pelo largo; a veces un poco por debajo de los hombros, a veces hasta la cintura, pero decididamente largo. No es por estética, sinceramente creo que me favorecería más otra medida, pero el pelo largo se ha convertido en parte de mi personalidad: bastan tan solo unos centímetros menos para sentirme desnuda e indefensa. He acabado por convertirme en Sansón, mi fuerza vital reside en el cabello. Voy a la peluquería con cierta regularidad para mantenerlo sano, pero aborrezco las peluqueras creativas y las que me cortan las puntas cuando no hace falta, "solo para sanearlo", y me cortan cinco centímetros cuando solo ha crecido tres. En mi vida de adulta, solo me lo he cortado tres veces, y ahora que lo pienso, las tres ocasiones han coincidido con cambios importantes en mi trayectoria vital.
La primera vez fue a los once años. En realidad, no lo quería cortar, pero quería cambiar de imagen, dejar atrás mi aspecto aniñado, sustituirlo por un peinado más sofisticado, más acorde a la adulta en la que me quería convertir. Quería que fuera una especie de rito iniciático, pero tuve mala suerte: en vez del corte moderno y transgresivo con el que había soñado, salí de allí con un rapado a lo chico bastante vergonzoso.
La segunda vez fue con veinte años, tras una ruptura para mí muy dolorosa. Imagino que fue mi manera de romper definitivamente con el pasado, de intentar convertirme en una persona capaz de comerse el mundo, alguien que dejaría de sufrir. Esta vez tuve más suerte, porque en la peluquería respetaron mis deseos y me cortaron el pelo exactamente como les pedí. Aún así, solo tardé un día en arrepentirme, en comprender que había permitido que me arrebataran parte de mi ser.
La tercera y última fue unos meses después de fallecer mi madre y convertirme en madre yo misma. Fue un gesto desesperado, dictado por la voluntad de romper con mi dolor, de gritarle al mundo, a través de mi apariencia, mis ganas de luchar contra el destino. De camino a casa, me miraba disimuladamente en todos los escaparates, pensando que esa persona a la que apenas reconocía podría con lo que yo no había podido. Había olvidado que me había convertido en Sansón, y que esos tijeretazos habían robado mi energía. Las dos veces me arrepentí amargamente al día siguiente, y me he jurado que si un día decido cambiar de imagen me haré un piercing, pero no volveré a tocar mi pelo.
Así que tras muchos meses de espera y unas cuantas sesiones de peluquería cortando solo las puntas, vuelvo a tener el pelo largo, y a sentirme como Sansón, que pudo aguantar lo suyo.
Ahora parece que la historia se repite, porque mi hijo también ha decidido que se va a dejar crecer el pelo. Afortunadamente, él no se identifica con Sansón, le gustan la Edad Media y las leyendas de caballeros, y quiere el pelo largo para parecerse a Lancelot. Por mi parte no hay problema, lo arreglaremos periódicamente hasta dejarle una melena digna de un buscador del Grial. Todavía le queda un largo camino para lograr su objetivo, pero ya ha conseguido una medida que roza la irreverencia, y de la que me siento orgullosa como si fuera un logro mío. A quien me pregunta, digo que es su pelo y su decisión y que respetaré ambas cosas, pero en realidad es más que eso, me encanta ese ramalazo rebelde que atisba de vez en cuando, es cuando más me doy cuenta de que es hijo mío, un pequeño guerrero dispuesto a romper moldes como en su momento hizo Sansón.

miércoles, 1 de junio de 2011

Chispas de luz


Mis mayores alegrías fueron, sin duda, los nacimientos de mis hijos. Mi mayor dolor fue, también sin duda, la muerte de mi madre.
Desde la muerte de mi madre hasta el nacimiento de mi hijo mayor solo pasaron dos meses y medio.
Bright white star in space de nuttakit
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Para describir a mi madre haría falta muchísimo más que una entrada en un blog: intento hacerlo y me bloqueo, las palabras se quedan cortas, incapaces de captar el núcleo de una persona que tanto ha significado para mí. Tuvimos una relación complicada, con muchos altibajos, llena de complicidad y reproches, remordimientos y gratitud mutua. Con el tiempo, tuvimos el valor de acercarnos, analizarnos, comprendernos y pedirnos perdón.
Cuando por fin las cosas se habían encauzado y nos habíamos encaminado hacia una relación más igualitaria y adulta, una maldita enfermedad se interpuso en el camino. Después de horas de quirófano intentando derrotar a un enemigo que no quería dejarse vencer, un mes de hospitalización y varias sesiones de rehabilitación llegó el desenlace, abrupto, inesperado y no por ello menos desgarrador: un infarto en plena noche, dos días antes de empezar un ciclo de radioterapia que, según nos dijeron los médicos, iba a ser su salvación. Mi madre se fue de este mundo del mismo modo en el que siempre había vivido: de puntillas y sin hacer ruido.
Tengo recuerdos vívidos de los dos días siguientes. Me movía como un autómata de una habitación a otra, de una casa a otra, mientras saboreaba mis lágrimas saladas y acariciaba mi barriga de embarazada preguntándome cómo afectaría todo aquello a mi bebé. Recuerdo el entierro, flores que estaban fuera de lugar, palabras vacías y mi silenciosa despedida, musitada en voz baja porque solo nos pertenecía a nosotras, a mí y a ella, y a nadie más. Recuerdo que volví a casa en el asiento de atrás de un coche, sentada entre mi padre y mi marido, a mi padre diciéndonos, con lágrimas en los ojos, ahora sí que se ha acabado todo.
Lo siguiente que recuerdo es el día en que nació mi hijo. Hay un intervalo de dos meses y medio que está escondido en las profundidades de mi mente, a salvo de mis reminiscencias. Me dijeron que se llama síndrome de estrés postraumático, pero mi explicación es más sencilla: cuando murió mi madre, yo morí con ella. Cuando nació mi hijo, yo renací con él. Entre un acontecimiento y el otro, solo fui una cáscara vacía.
No consigo contener las lágrimas cuando recuerdo a mi madre acariciando mi incipiente tripa de cuatro meses, saludando al nieto al que no llegó a conocer. Mi bebé, que hasta entonces había aleteado en mi interior como una mariposa, al notar la mano de su abuela respondió con dos toques bastante fuertes, como si llamara a la puerta. En ese momento, decidí que si le bautizábamos, mi madre sería su madrina. En cambio, el destino la eligió para que fuera su ángel de la guarda.
Esas dos almas, una que dejaba este mundo y otra que todavía no habitaba en él, tuvieron que cruzarse en algún lugar del plano astral y emitir chispas de luz, mientras cada una dejaba una huella indeleble en la otra. Lo sé porque a veces miro a mi hijo y veo las chispas de luz que ha traído consigo: el mismo gesto cuando se enfada, las mismas posturas imposibles para dormir, la misma forma (peculiar donde las haya) de tomar la sopa.
Nadie muere del todo mientras siga viviendo en el recuerdo de otra persona.
Tutto resta, y ella sabe lo que quiero decir.