viernes, 22 de julio de 2011

Malos hábitos

En cuanto oigo hablar de malos hábitos a la hora de dormir, me viene a la cabeza mi abuela materna, que después de cenar se preparaba una cafetera triple porque decía que el café la ayudaba a conciliar el sueño. Curiosamente, yo también heredé esta costumbre y en mis años mozos podía tomarme una taza de café a las tantas de la noche y después dormía como un tronco. Supongo que si intentara hacerlo ahora, me pondría como una moto (me pongo nerviosa solo de pensarlo).
Pero objetivamente, tomar café antes de ir a la cama es un mal hábito.
Sin embargo, los que hablan de malos hábitos no suelen referirse a mi abuela, sino a mis hijos, los dos, que necesitan dormirse acompañados.
En realidad, sospecho que mi hijo mayor no lo necesita, porque cuando fue de excursión con el colegio durmió fuera de casa sin ningún problema y regresó más feliz que una perdiz. Pero creo que le gusta, le resulta agradable que papá le lea un cuento, que yo le cuente dos más y después le abrace y le duerma con mimos. A mí también me gusta, y admito que echaré de menos esta costumbre cuando él ya no quiera mantenerla, así que cabe preguntarse quién de los dos tiene malos hábitos.
Mi hija también no puede dormir si no es conmigo, o mejor dicho con mi teta. Me dicen que está malacostumbrada, y que debería sustituir la teta por un chupete o un biberón de cereales. Teniendo en cuenta que mi hija es más lista y no se dejaría engañar tan fácilmente, admito que también me resulta agradable dormirla a ella.
Para mí, no existe nada más relajante que observar a mis hijos dormidos y escuchar su respiración pausada, lo que significa que he elegido conscientemente malcriarlos, con nocturnidad y alevosía (nunca mejor dicho).
Door in the sky de Danilo Rizzuti
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Mis padres me sacaron de su habitación cuando tenía 6 semanas, porque el Dr. Spock así lo recomendaba; cuando yo fui madre, me propuse al principio un plazo más largo, digamos 3 meses. Pero luego llegaron los 3 meses y seguía viendo a mi bebé tan chiquitín e indefenso que me remordía la conciencia dejarle solo en una habitación a oscuras; además, tener que levantarme una y otra vez para atenderle me cansaba solo de pensarlo, con lo cual decidí alargar un poco el plazo. El sueño del bebé evoluciona, pero en realidad la que más ha evolucionado he sido yo: con el tiempo, dormir a mi hijo dejó de ser un deber, casi una obligación, para convertirse en un maravilloso momento de complicidad que nos une.
Así que todas las noches, cuando papá termina su cuento, nos vamos a su cama los tres, nos apretujamos (él cerca de la pared, yo en medio y la niña mamando) y empezamos el ritual. Me pide cuentos, ahora que se ha hecho mayor los quiere de piratas, caballeros y dragones, aunque a veces también le gustan las historias de ranitas traviesas que cruzan el río o de conejitos que forman una cooperativa para cultivar zanahorias. Algunas veces me interrumpe para sugerir alternativas; otras, lo hace porque en su cabecita se arremolinan docenas de preguntas que necesitan salir: ¿qué es el gas? ¿por qué no podemos tener un pony? ¿por qué las personas cuando mueren suben al cielo y las hojas se caen del árbol? ¿por qué los bebés no saben hablar?

Poco a poco, los ojitos se le empiezan a cerrar. Dejamos de hablar y se acurruca contra mí mientras le hago mimos hasta que le vence el sueño.
Es nuestro momento. Es cuando más consciente soy del grandísimo amor que siento hacia él, la admiración y sorpresa que me producen sus progresos, las preguntas que hace, sus observaciones, a veces tan ingenuas y al mismo tiempo impregnadas de una sabiduría que yo no poseo, o quizás he olvidado hace tiempo. En esos momentos es cuando me doy cuenta de que todo ha merecido la pena, despertarme en medio de la noche para estar a su lado si me necesitaba, los litros de café que tomé en el trabajo para mantenerme despierta, las vueltas por el pasillo con él en brazos a pesar del dolor de espalda, la preocupación por los dientes que no le dejaban dormir, las canciones que he vuelto a cantar cuando casi había olvidado la letra y la melodía, el sentimiento de inutilidad cuando seguía llorando y no era capaz de adivinar lo que tenía que hacer para calmarle, el estrés, el cansancio, las ojeras.
Ha merecido la pena no escuchar a los que me decían que el método Estivill es mano de santo, que no pasa nada porque llore un poco, que cogiéndole en brazos ya no dormiría de otro modo. Porque si hubiera hecho caso, ahora no disfrutaría de su compañía todas las noches.




Con mi niña, vuelvo a buscar las huellas que dejé en el camino. Por ahora, no necesita cuentos, solo mimos y teta, pero es probable que con el tiempo el ritual se vuelva más elaborado. Cuando le llegue el momento, imagino que me pedirá sus propios cuentos e inventaremos nuestras propias tradiciones. Pero con ella lo tengo más claro, soy consciente de que quiero que tengamos estos malos hábitos, ya no hay dudas ni reivindicación alguna, solo una serena aceptación de lo que es natural, del instinto que ata mi corazón a mis entrañas.
No me engaño, sé que esto también es pasajero, algún día mis niños serán adolescentes y después adultos que querrán dormir solos en su cama, sin cuentos, sin canciones, sin charlas y sin mimos de mamá. Cuando llegue ese día, luciré mi mejor sonrisa, les diré que me alegro mucho y les felicitaré por ser tan mayores, mientras un trocito de mi corazón se encogerá de pena al ver que mis niños se alejan.
Respetaré su independencia, me levantaré una docena de veces por noche para ir a verles y comprobar si respiran bien, si están tapados, si no tienen pesadillas, si no se han levantado. Pero lo haré sin que se den cuenta, para que no digan que mamá es una pesada que no les deja en paz. Y sentiré esa indefinible mezcla de orgullo por la etapa que sobreviene y tristeza por la que se esfuma.


martes, 12 de julio de 2011

Heroínas sin rumbo

Book with bookmark, de digitalart
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A los ocho años, contraje una enfermedad infecciosa (ya no recuerdo si escarlatina o rubeola) que me obligó a guardar cama durante un par de semanas. Es curioso, pero esas dos semanas fueron agradables: imagino que, tras la alegría inicial por haberme librado del colegio, lo pasaría mal por la fiebre y los picores, sin embargo lo que se me ha quedado es la sensación de haber sido mimada y querida, como siempre pero más que nunca.

Recuerdo esa ocasión en concreto porque mi madre, en un intento de hacer más agradable mi convalecencia, localizó un viejo libro de cuentos de los hermanos Grimm y pasó unas cuantas tardes sentada a mi lado leyéndomelo. Era un libro viejo, grueso y de páginas amarillentas; en la portada, un hada se inclinaba sobre una niña mientras la apuntaba con su varita.
Nunca supe de quién era ese libro, ni cómo acabó en mi casa. Tampoco entendía por qué había un hada en la portada, y decidí que quien la había diseñado no se había molestado en leer el libro, pues ni uno solo de los cuentos hablaba de hadas. Eran cuentos de princesas, pensados para otras generaciones, otros tiempos y otra sociedad, llenos de moralejas trasnochadas, de frases que destilaban sexismo, racismo, clasismo en cada palabra. Mi madre y yo acabamos partiéndonos de risa con aquellos cuentos, y yo, envalentonada por esa repentina e inesperada complicidad, empecé a detestar a las princesas.
Hoy en día, está de moda criticar los cuentos tradicionales porque las heroínas se limitan a esperar a ser salvadas por el príncipe, sin poner nada de su parte. Sin embargo, las razones de mi animadversión por aquellas criaturas imaginarias eran más profundas (o por lo menos, así las consideraba mi mente infantil).
Para empezar, todas las princesas de aquel libro eran rubias y de ojos azules. Por lo tanto, no conseguía identificarme con aquellas criaturas etéreas y angelicales: la naturaleza ha decidido bendecirme con unos ojos del color del mar pero los ha compensado con un pelo lacio a la vez que rebelde, de un castaño anónimo que odié durante toda mi infancia.
También detestaba su pasividad, la resignación con la que aceptaban todos los reveses que les deparaba la vida. Yo solía reaccionar con cierta contundencia ante las tropelías y no conseguía entender cómo esas heroínas podían esperar tranquilamente a que la situación se resolviera por si sola. Todavía no lo había entendido con claridad pero ya empezaba a percibir que para reparar una injusticia a menudo hay que luchar con uñas y dientes.
Años después, en plena rebeldía adolescente, decidí teñirme el pelo de rubio, un experimento que duró más bien poco: lo hice para dar forma al ser transgresor y anticonformista que había en mi interior y pugnaba por salir a la luz, pero en realidad fue una torpeza que me convirtió temporalmente en una princesa de pacotilla.
Mi inquina hacia las princesas imaginarias me acompaña hasta el día de hoy: hace mucho que no leo cuentos de hadas, pero me las sigo encontrando, disfrazadas de heroínas pluscuamperfectas en las novelas y obras más variadas. Son esas protagonistas supuestamente modernas y liberadas a las que todo el mundo adora, por las que todo el mundo se siente atraído, que encuentran el gran amor al que estaban predestinadas y nunca discuten con él, que no tienen defectos (como mucho un pelín de tozudez), que desprenden carisma y serenidad por cada poro de su piel. En realidad, no dejan de ser la versión actualizada y políticamente correcta de los viejos cuentos de los hermanos Grimm, las eternas heroínas ñoñas y sin rumbo que flotan alegremente por el río dejándose llevar por la corriente en vez de tirarse de cabeza por la cascada para ver qué hay debajo.

viernes, 8 de julio de 2011

Profesión: mamá


Cuando comento que he cogido un año de excedencia para cuidar de mi hija, la gente habitualmente me felicita por haber tomado esa decisión: suelen decirme que es una suerte poder encargarme de la niña sin necesidad de pedir favores a los abuelos o de recurrir a una guardería. Sin embargo, cuando añado que, si la economía lo permite, pienso alargar ese tiempo dos años más, es decir hasta el máximo legal permitido, las miradas se vuelven incómodas y las felicitaciones cesan por completo. Se supone que debería estar muriéndome de ganas de volver a mi vida de antes, que me estoy sacrificando por el bien de mi familia pero no debería pasarme, y cuando digo que disfruto de cada minuto del día, me suelen mirar con una mezcla de incredulidad y desdén.
Me parece que he topado con una de esas innumerables normas sociales no escritas que nunca he entendido y siempre me he negado a cumplir.
Por alguna extraña razón, pedir un año de excedencia es una opción respetable, pero una duración superior entra en el terreno de lo políticamente incorrecto. Mucho me temo que, cuando se me acabe el año, dejaré de ser una madre responsable, entregada y comprometida con su familia para convertirme en un parásito perezoso y descuidado que no tiene ganas de trabajar.
Vaya por delante que mi trabajo no me disgusta. No es lo que siempre soñé, pero tengo un empleo decente, medianamente cualificado, bastante bien pagado. Tengo la suerte de poder trabajar a jornada reducida y de elegir el horario que mejor se adapta a mis necesidades sin que me pongan malas caras ni me hagan la vida imposible. Tenía buen feeling con algunos compañeros, y sinceramente en ocasiones echo de menos los cafés de media mañana, los cotilleos en el pasillo y echarnos unas risas. Sin embargo, ahora estoy centrada en otras cosas y no tengo prisa por volver. Mi trabajo no salva vidas ni afecta al futuro de la nación, simplemente vuelve a la empresa que me contrata un poco más rica que antes, así que alargar mi paréntesis laboral no me supone ningún cargo de conciencia.
Lo que me cansa es tener que explicar que estar de excedencia no significa que no esté haciendo nada. No me toco las narices, no me paso el día delante de la televisión comiendo galletas, no soy una mantenida: mi profesión es la de mamá, con todo lo que conlleva.
Ser mamá es mucho más que cambiar pañales o ir un rato al parque. Ser mamá debería ser considerada una formación en toda regla, puesto que capacita para muchas profesiones que tienen reconocimiento oficial.
En calidad de mamá, me estoy sacando un doctorado en psicología infantil, a la vez que estoy haciendo prácticas en muchos campos.
He hecho un master en lactancia, me he especializado en relactación y ahora tengo mis miras puestas en conseguir el título en lactancia prolongada.
También tengo formación en endocrinología y nutrición infantil, conozco de memoria las tablas de introducción de alimentos y las pautas de la OMS para la introducción de sólidos; ocasionalmente, me entretengo con la cocina creativa para hacer más atractivos los alimentos que no suelen ser del agrado de mi hijo mayor.
También trabajo como maestra, ayudo a leer, a pintar, a dibujar; sé contestar a un montón de preguntas, incluso a las más embarazosas y sin sonrojarme siquiera.
Por las tardes y los fines de semana suelo hacer prácticas como psicomotricista y durante los meses estivales me convierto además en monitora de natación.
Ocasionalmente, hago incursiones en los campos de pediatría, puericultura y enfermería. Puedo diagnosticar una fiebre sin recurrir al termómetro, consigo dosificar correctamente los medicamentos y decidir si la patología requiere acudir a urgencias o es suficiente un poco de reposo.
En mi tiempo libre, trabajo como animadora de fiestas infantiles, especializada en diseño de vestuario y en decoración y restauración de interiores.
Como datos de interés, añadiré que conozco los nombres de todos los Gormitis, de los Invizimals y de los personajes de Bob Esponja; puedo hacer hamburguesas de plastilina y sé montar un castillo de Playmobil sin apenas mirar las instrucciones.
A cambio, obtengo la mejor remuneración del mundo, la más valiosa: besos y sonrisas, ver cómo a mi hija se le ilumina la cara de felicidad cuando la cojo en brazos y oír decir a mi hijo que soy la mejor mamá del mundo.
Me encanta ser mamá.