viernes, 30 de septiembre de 2011

De sobreprotección y otros demonios




Surveillance camera, de tungsphoto
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Creo que el miedo a criar niños sobreprotegidos es algo que tengo en común con buena parte del resto del mundo (de ahora en adelante, los otros); sin embargo, los otros y yo diferimos (para variar) en nuestras respectivas definiciones de sobreprotección.
Para mí, sobreproteger a los hijos significa protegerlos en exceso, controlarlos, asfixiarlos, tomar decisiones que les corresponderían a ellos, imponerles nuestros puntos de vista en vez de aceptar los suyos; en cambio, para los otros, sobreproteger significa mimar, cuidar y fomentar el apego.
Por tanto, yo creo que mis hijos no están sobreprotegidos; los otros probablemente piensen que sí lo están.
Para mí, un niño sobreprotegido es aquél al que no se le permite correr en el parque por miedo a que se haga daño; para los otros, es aquél cuya madre corre a consolarle cuando se cae en vez de decirle que no llore por tonterías o regañarle por no haber tenido cuidado.
Los otros creen que sobreprotejo a mis hijos porque no los dejo llorar, no les doy cachetes, no les marco límites (entiéndase por "límite" cualquier norma absurda y arbitraria que se le pueda ocurrir a un adulto y cuya única finalidad es entablar una lucha de poder que debe absolutamente ganar), no los dejo al cuidado de familiares a no ser que sea estrictamente necesario, les cojo en brazos cuando me lo piden, les acompaño si me quieren enseñar algo en vez de pedirles que no me molesten para quedarme de charla con la abuela (o con quien se tercie), juego con ellos en vez de acostumbrarles a jugar solos y un largo etcétera.
A veces parece incluso que tengan razón, porque mi niña tiende a buscarnos con la mirada, a su padre y a mí, y no se queda tranquila hasta que no nos ve; porque prefiere jugar conmigo que sola y tenerme siempre dentro de su campo visual. Los otros se llenan la boca y son incapaces de resistir la tentación de avasallarme con predicciones tremendistas del estilo "ya verás cuando sea mayor y por tu culpa no sea capaz de hacer esto o lo otro". Ahora me río, pero tengo que admitir que hace unos años no podía evitar una punzada de preocupación.
Ya he pasado por eso, todavía me quedan muchas etapas pero a estas alturas puedo ir haciendo balance.
Cuando mi hijo mayor tenía un año, se comportaba de forma muy parecida a como se porta su hermana ahora. Me decían que le estaba sobreprotegiendo porque le cogía en brazos demasiado; en cambio, los otros no tenían a sus niños en brazos nunca, para no malacostumbrarles. Lo máximo permitido era cogerles como si fueran macetas para pasarlos de la cuna a la trona, de la trona al cambiador, del cambiador al carrito o del carrito a la hamaca.
Con un año y medio, mi hijo me llamaba varias veces en medio de una comida familiar para enseñarme lo que había descubierto o para que jugara con él; los niños de los otros nunca hacían eso, porque les habían enseñado a no molestar a sus papás mientras comían.
Con dos años, mi hijo prefería jugar con nosotros que solo, mientras los niños de los otros jugaban solos desde hacía mucho tiempo o se entretenían viendo la televisión.
Pero luego llegaron los tres años, y con ellos el cambio: mi hijo empezó a querer jugar con otros niños y dejó de llamarme durante las comidas familiares; eso sí, de vez en cuando venía a contarme a qué estaban jugando o a decirme, entre risas, la palabrota que le habían enseñado para asegurarse de que realmente estaba muy mal decir eso; los niños de los otros no se acercaban, ni siquiera para decir que otro niño les había pegado. Si mi hijo hacía algo mal, venía a contármelo; los niños de los otros negaban la evidencia o mentían por miedo a las consecuencias.
Ahora que tiene cinco años, muchos de los otros se declaran sorprendidos por la independencia que muestra mi niño, por lo razonable que es y las pocas rabietas que ha tenido; es curioso, yo me lo esperaba. Ha tenido todo el tiempo necesario para fortalecer sus alas y ahora está listo para volar.
Los niños de los otros han tenido que volar antes de tiempo y sus alas no son muy fuertes, a veces se dan un batacazo contra el suelo o no consiguen encontrar el nido.
Pero luego me pongo a pensar en la sobreprotección y llego a la conclusión de que yo no he sobreprotegido para nada, los que sobreprotegen son los otros.
Mis hijos tienen desde siempre libertad de movimiento; los niños de los otros pasan muchas horas en la cuna o en el carrito.
Mi hijo mayor puede elegir el plato que va a tomar cuando vamos a un restaurante, y su hermana también lo hará cuando le llegue la edad de hacerlo, los hijos de los otros tienen que comer lo que sus padres eligen y tomar la cantidad que sus padres consideran aceptable.
Leo y releo esta entrada y empiezo a pensar si no debería borrar todo lo que he escrito: las comparaciones son odiosas. En realidad, no hago las cosas de esta manera por intentar conseguir un resultado. Me limito a hacer lo que me sale del corazón, y además está dando buenos resultados, así que me siento doblemente afortunada, primero porque no me traiciono a mí misma, y segundo porque encima resulta ser una forma acertada de criar a mis niños.
Para evitar malentendidos, aclararé que cuando hablo de los hijos de los otros me refiero, para ser sincera, a un par de otros en concreto, que posiblemente no sean representativos de toda la población española ni mucho menos. Sin embargo, se trata de un par de otros que me criticaron a más no poder por ser tan "blanda", y han tenido que tragarse sus comentarios. Va a ser verdad que el tiempo siempre nos da la razón.

martes, 27 de septiembre de 2011

La esencia del unicornio

Confieso que nunca he entendido el arte. Es decir, puedo llegar a comprender una obra de arte (se trate de un cuadro, una escultura, un libro o una película), pero mi primer y único planteamiento es siempre me gusta o no me gusta. Si me transmite emociones positivas, lo considero arte; si me deja indiferente, o me genera una sensación de rechazo, tiendo a calificarlo de esperpento, digan lo que digan los críticos.
Y con perdón de los críticos que puedan estar leyéndome, pienso que el arte es algo subjetivo, impalpable, abstracto y cuestionable, por eso no entiendo el afán de analizarlo según unos parámetros preestablecidos. Digamos que mi enfoque suele ser intuitivo y visceral.
Desde mi ignorancia, de entrada no entiendo cómo puede uno extasiarse al ver unos manchurrones en un lienzo, pero cuando vi la Piedad de Miguel Angel me saltaron las lágrimas. Es una incoherencia que me acompaña en casi todas las facetas de mi vida, no suelo utilizar mucho la cabeza, digamos que prefiero recurrir al corazón y al estómago.




La imagen que he elegido para acompañar esta entrada es un dibujo de mi hijo de 5 años.
Unicornio, (c) E. A. B. 2011
Para poneros en antecedentes, os diré que al comienzo del curso sus maestras nos comentaron que a partir de la segunda semana de clase iban a traer deberes.
A decir verdad, yo no estaba muy conforme ante la idea de que unos niños para los que la educación todavía no es obligatoria, y que pasan un total de 7 horas diarias en el colegio, tengan que trabajar también en casa. Sin embargo, decidí no protestar y darles un voto de confianza: estoy encantada con el colegio, con la calidad humana y la profesionalidad que han demostrado siempre sus maestras, me reafirmo cada día en que ha sido una elección muy acertada al ver la sonrisa con la que mi niño me recibe habitualmente cuando voy a recogerle.
También hay que decir que los deberes que trae son sencillos, no tarda más de 10 minutos en hacerlos y tiene toda la semana para entregarlos.
Además, mi hijo está encantado y orgulloso de su nueva responsabilidad de niño mayor, y lo primero que hace todos los lunes es contarme qué deberes le han mandado; en cuanto llega a casa, se pone a hacerlos y después me los enseña.
Ayer le mandaron dibujar y escribir 3 palabras que empiezan por la letra U. Estuvo charlando todo el camino, emocionado porque ya había encontrado dos de las tres palabras que necesitaba, y un poco preocupado hasta que encontró la tercera.
Una vez en casa, se puso manos a la obra. Una de las palabras que eligió fue unicornio: me sorprendió por su complejidad, porque supo escribirla él solo sin consultarme, y sobre todo por el dibujo que he reproducido aquí.
En cuanto lo vi, me vinieron a la mente las cuevas de Altamira. Será que estoy leyendo (con mucho esfuerzo y poco entusiasmo) La tierra de las cuevas pintadas, pero encuentro el dibujo de mi niño muy parecido al arte prehistórico, a aquellas imágenes que sorprenden por su variedad.
Luego recordé los dibujos que yo hacía de pequeña, totalmente carentes de perspectiva y la envidia sana que sentía hacia el talento de mi madre, que pintaba cuadros que nunca llegó a exponer (y que para mí son arte, porque me transmiten algo). Entonces volví a mirar el dibujo de mi hijo, tan parecido y al mismo tiempo tan distinto a lo que me esperaba, y me maravillé aún más.
Tengo que decir que no se esmeró mucho, tardó medio minuto a lo sumo en terminarlo. Pero va a ser que mi niño también es un artista, porque su dibujo me ha llegado.
Es un dibujo tosco, lo admito, pero me parece espectacular por su aparente sencillez. Con unos trazos rápidos y sencillos ha conseguido captar la esencia del unicornio, animal entre mito y realidad ("se parece a un caballo, pero con un cuerno en la frente") y lo ha pintado de rojo, su color favorito.
Hace unos años escribí un libro; no lo he publicado y puede que nunca me atreva a hacerlo. Pero mientras lo escribía me imaginaba a mí misma pintando un cuadro, dando forma a la historia que querría contar: algunos pasajes los escribía utilizando un pincel muy fino y otros a brochazos. Luego me quedé contemplando mi obra y la guardé en un cajón: tengo miedo al fracaso y también miedo al éxito, así que ante la duda elegí no hacer nada.
Si algún día encuentro el valor de buscar un editor que quiera creer en mí, habré conseguido transmitir la esencia del unicornio.

martes, 20 de septiembre de 2011

¡¡Un año!! (Desde el valle verde)

Hoy es el primer cumpleaños de mi hija. Ella cumple un año, mi marido y yo cumplimos un año como padres de dos y mi hijo cumple un año como hermano mayor.
Y luego está ella, mi polluela, mi princesita, la reina de la casa, que desde hace un año nos regala amor y felicidad.
También cumplimos, ella y yo, un año de lactancia, y teniendo en cuenta lo difícil que lo tuvimos al principio, me parece poco menos que un milagro. Esa experiencia fue el primer texto mío que apareció publicado en internet, primero en el blog del grupo de lactancia Madres de la leche, a petición de una amiga, después en otros, cuyos autores apreciaron mi historia y pidieron permiso para reproducirla. Ahora, la incluyo también aquí, porque al ser el cumpleaños de mi hija es también una forma de felicitarla por el camino recorrido.

La cima de la montaña
En junio de 2005, cuando me quedé embarazada de mi hijo mayor, lo tenía claro: quería amamantar. Por desgracia, no pudo ser. Mi madre falleció dos meses antes de que yo diera a luz, y creo que eso afectó seriamente mis niveles de prolactina; el resto lo hizo una mezcla de ignorancia, inexperiencia, miedo y malos consejos.
En diciembre de 2009, cuando volví a quedarme embarazada, tuve claro de nuevo que iba a darle el pecho a mi bebé. Y esta vez, estaba decidida a conseguirlo. Pasé buena parte del embarazo recopilando información sobre lactancia, posturas, técnicas, posibles problemas y soluciones, leí y releí "Un regalo para toda la vida" hasta casi aprendérmelo de memoria. Pensaba que la información es la clave de todo, que ya poseía toda la información necesaria, que todo iba a ser fácil, solo tenía que ponerme al bebé al pecho nada más nacer y la naturaleza haría el resto.
Pasé las primeras horas con mi hija recién nacida tumbada sobre mi pecho, mientras la habitación se llenaba de visitas y las primeras críticas no se hacían esperar ("¿qué haces con la niña encima todo el rato? La niña hay que dejarla en la cuna y ponerla al pecho solo cuando le toca".)
A decir verdad, desde el principio tuve la sensación de que algo no marchaba bien. Por lo que había leído, pensaba que la niña iba a querer estar enganchada al pecho a todas horas, pero no era así: apenas se cogía, chupaba durante un par de segundos y a continuación se soltaba. Se lo comenté al personal del hospital, pero me tranquilizaron diciéndome que era normal, que el bebé solo mamaría unas pocas gotas de calostro, y estas serían suficientes para alimentarle.
De vuelta a casa, esperé ansiosamente la subida de leche, comprobando compulsivamente mis pechos una y otra vez. Viejos recuerdos afloraron a mi memoria: mis pechos vacíos, mis intentos de sacarme leche con un extractor, las pocas gotas que conseguía tras media hora de tortura, mi hijo llorando de hambre, todo el mundo diciéndome que renunciara porque yo no tenía leche, los suplementos de fórmula que acabaron por ganar la partida.
Pero esta vez fue diferente. La segunda noche empecé a notarme los pechos más calientes, más llenos. Pensé que ya no habría ningún problema, que por fin podría conseguir mi deseada lactancia.
En realidad, los problemas no habían hecho más que empezar. La niña lloraba mucho, apenas dormía, le ofrecía el pecho a todas horas pero no se enganchaba. Tres días después fuimos a la clínica donde nació para que le realizaran la prueba del talón y pedí que la pesaran. Al principio se negaron, dijeron que tenía buen aspecto y nos recomendaron ir a urgencias en caso de dudas; ante mi insistencia, acabaron pesándola, y descubrí con horror que había perdido 700 gramos, casi un 20% de su peso al nacer.
De camino a casa con un biberón de leche de fórmula que nos dieron, me sentí la peor madre del mundo porque había estado a punto de matar de hambre a mi hija. Por un momento pensé que se había acabado todo, que tendría que darle ese biberón, y luego otro y otro, como ya me había ocurrido con mi hijo mayor.
Es difícil explicar lo que se siente a quien no haya pasado por algo similar. Cuando pones toda tu ilusión y tu lactancia fracasa, nadie se para a escucharte, pero todo el mundo acude a ti con palabras de falso consuelo. Siempre hay almas caritativas que intentan levantarte el ánimo enumerando las supuestas ventajas del biberón, y entre ellas nunca suele faltar la de "es muy cómodo porque se lo puede dar cualquiera, así tú descansas o te diviertes". Te dicen que deberías alegrarte por poder hacer lo que hace cualquiera, ya que no has podido hacer lo que solo una madre puede hacer.
Ya lo había vivido, y me volvió a ocurrir.
Al principio los sentimientos fueron muy confusos, una mezcla de preocupación, miedo, incredulidad, culpabilidad, impotencia, derrota, tristeza y rabia, todo ello junto a una curiosa sensación de dejà-vu: otra vez, no. Luego llegaron las ganas de luchar, de imponerme al destino, y con ellas las largas horas que pasaba sacándome leche hasta rellenar un biberón mientras al mismo tiempo atendía a la peque o jugaba con mi hijo, con los mismos pensamientos rondando por mi cabeza sin parar.
Las críticas, crueles como siempre, resonaban en mis oídos: "no puedes", "no sabes", "la otra vez no pudiste, ahora tampoco podrás", "si no lo has conseguido hasta ahora es que es imposible, no te obsesiones, dale el biberón".
Dejé de hablar del tema, todos los días después de llevar a mi hijo al colegio me encerraba en casa con la peque, piel con piel, esperando un milagro, conociéndonos, descubriéndonos, aprendiendo a luchar, a sentir, a sufrir juntas.
Las críticas seguían, impertérritas: "no te encierres en casa todo el día, tienes que llevar a la niña al parque", lo mismo que las intromisiones: "¿cuándo le toca? ¿le toca comer? ¿le das el bibe, no? Trae, que se lo doy yo".
Los primeros dos meses fueron muy duros. Los avances eran muy pocos, iba de un grupo de apoyo a otro, de un médico a otro pidiendo ayuda, buscando una explicación. Cada uno tenía una teoría diferente y me dejaba más confundida que antes.
De repente un día, casi a finales de noviembre, ocurrió el milagro por el que tanto había rezado: mi bebé se enganchó al pecho que le ofrecía, pero en vez de soltarse a los pocos minutos siguió mamando. Lo hizo durante una hora y ocho minutos: lo sé porque no podía despegar los ojos del reloj. Ese mismo día no volvimos a lograrlo, pero sí al día siguiente.
Poco a poco, las tomas fueron aumentando en duración y frecuencia. Irónicamente, este avance también significó el fin de la lactancia materna exclusiva que habíamos logrado hasta entonces: la niña mamaba a todas horas, yo ya no tenía tiempo de sacarme leche porque se ponía nerviosa, también tenía que atender a mi hijo mayor y encargarme de la casa. Empezamos a suplementar con fórmula: al principio un refuerzo después de cada toma, poco a poco los fuimos reduciendo.
A día de hoy, confieso que no los hemos abandonado del todo. Algunos días no los necesita, otros sí. Me planteo incluso que ese biberón que todavía se nos resiste pueda ser psicológico, que responda a nuestra propia necesidad, mía y de mi marido, de comprobar con nuestros ojos a través de las rayitas que la peque está bien alimentada. Por otra parte, en ocasiones llora y no encontramos la causa. Sé que parezco novata, que a lo mejor solo es cuestión de seguir investigando, que puede haber múltiples razones. Pero a veces se pone a llorar, le doy teta, teta y más teta hasta que no quiere más; al rato vuelve a llorar e intento jugar con ella o animarla, pero sigue llorando; trato de que duerma y vuelve a llorar; me pregunto si son gases, dolor de tripa, aburrimiento, estrés... pero nada funciona, sigue llorando o al rato vuelve a hacerlo. Entonces se toma el biberón y se queda tranquila.
He pensado en volver a sacarme leche. La cantidad que toma no es mucha y si yo la tengo, comprobaré con mis propios ojos que dispongo de ella y me animaré a tirar el biberón a la basura; si no la tengo, en cuestión de días empezaré a producirla.
No he renunciado, pero ya no tengo prisa. Simplemente, llevo 3 meses intentando llegar hasta la cima de una montaña, todavía me faltan unos pocos metros y quiero parar para descansar un poco. Porque de tanto subir, no he tenido tiempo de ver lo bonito que es el paisaje.
Ya no oigo voces, ni críticas, ni consejos no solicitados. Aún no lo hemos logrado del todo pero he conseguido lo que les parecía imposible, y ahora me miran con extrañeza, con asombro.
A nivel anímico, mi viaje ha terminado. Las que hayáis pasado por una relactación, o la habéis presenciado, estaréis de acuerdo conmigo en que psicólogicamente es durillo. Sin embargo pienso que siempre se puede aprender algo, y este revés me ha dado también la oportunidad de crecer como persona, de conocerme mejor a mí misma, de descubrir facetas que desconocía y de sorprenderme con otras que creía ya olvidadas.
También he tenido la oportunidad de revivir mi anterior fracaso en la lactancia. He podido reabrir las viejas heridas y he conseguido curarlas. Ahora han cicatrizado, siempre estarán allí pero ya no me duelen.
Durante todos estos años no he parado de preguntarme cómo habría sido mi relación con mi hijo mayor si hubiera podido darle el pecho. Evidentemente, si lo hubiera conseguido, habría contado con ciertas ventajas, por lo menos a nivel nutricional e inmunológico. Pero lo que realmente me interesaba era saber qué nos habíamos perdido a nivel emocional y afectivo. La verdad es que no lo sé, que nunca lo sabré. Pero también me he reconciliado con la vida en ese sentido. Antes mi hijo pensaba que todos los bebés tomaban biberón, ahora, tras verme sacarme leche y darle teta a su hermana infinidad de veces, sabe que hay bebés que toman pecho. Alguna vez quiere hacer el "juego de la teti" y se me engancha. No saca nada, no sabe mamar, quizás nunca supo o quizás lo olvidó hace mucho. Pero nos une una corriente de amor que va mucho más allá de la leche. Ha probado mi leche, ha saboreado unas gotas. No le gusta, pero la ha probado.
Así que al fin y al cabo, quizás no nos hayamos perdido nada, ni ahora ni entonces. Decir lo contrario sería pensar que, si las cosas hubieran sido distintas, mi relación con él ahora sería mejor, o que él sería de algún modo diferente, y mi hijo no podría ser mejor de lo que es.
Miro a mi hijo mayor y veo a un niño entrañable, bondadoso, responsable, maduro, reflexivo, razonable, simpático, alegre, altruista, lleno de empatía y de buenos sentimientos. Y sí, le he criado a biberón pero se lo he dado con amor, sentándole en mi regazo, rodeándole con el otro brazo, manteniendo el contacto visual y cubriéndole de besos cuando terminaba. Durante todo este tiempo siempre pensé que la lactancia iba a ser, entre otras cosas, una forma de crear ese vínculo tan soñado, y por fin me doy cuenta de que ese vínculo siempre ha estado allí.
Llegados a este punto, no quiero dar la impresión de haberlo conseguido yo sola. Nada más lejos de la realidad. Es más, si no hubiera contado con el valiosísimo apoyo y con la inestimable ayuda de muchas personas, esta historia no habría podido ser contada. Desde aquí, les quiero agradecer públicamente todo lo que han hecho por mí:
- A mi princesita: yo he puesto la teta, pero tú has puesto las ganas y la determinación. Sin ti no lo habría conseguido: juntas nos vamos a comer el mundo. Te quiero preciosa.
- A mi hijo mayor, mi ranita salvaje de los bosques: gracias por tu paciencia, tu madurez, tu comprensión. Eres el mejor hijo que una mamá puede tener. Te quiero hasta el infinito y más allá.
- A mi marido: gracias por estar a mi lado, por enseñarme que existen muchas formas de amar, por intentar protegerme de todo, incluso de mí misma.
Ad astra per aspera. Te quiero más de lo que imaginas.
- A Núria: gracias por tu tiempo, tus conocimientos, tu cariño. Sin ti no solo no lo habría logrado, no habría empezado siquiera.
-A Rafi y a todas las moderadoras de DSLL: gracias por acompañarme en este proceso, por reír y llorar conmigo, por escuchar, aconsejar, acompañar y sobre todo por estar allí. ¡Y yo que pensaba que era hija única!
- A Mon, por todo lo anterior y por haber aguantado la respiración todo este tiempo, por creer que mi historia merecía ser contada y por darme la oportunidad de verla publicada.
- A mi padre por ser un aliado inesperado, por animarme a luchar por mis ideales y a ir contra corriente.
- A Claudia por creer en lo que haces, por demostrarme que no estaba loca. Un día me pasaré para contártelo en persona.
- A Kika por el empujoncillo final.
Es curioso, pero también debo un agradecimiento a los criticones y a los detractores de siempre: si me hubieran apoyado, el miedo a no estar a la altura me habría hecho fracasar. En cambio, se empeñaron en demostrarme que si no se puede, no se puede, y yo quise demostrarles que querer es poder. La rabia fluía dentro de mí y se transformaba en obstinación, que junto a una pizca de locura era justamente lo que necesitaba para seguir adelante: la única batalla que se pierde es la que se abandona.
Si habéis leído hasta aquí, espero que mi historia no os haya dejado indiferentes. Por mi parte, no pretendo dar lecciones ni mucho menos. Tengo entendido que lo que me ha ocurrido es más frecuente de lo que parece. Pero para mí es algo único, porque es mi historia, una historia en la que el dolor y el sufrimiento acabaron por dejar paso a la esperanza.
Os la dedico a todas, a las que estáis pasando por algo parecido, a las que lo habéis vivido, a las que lo habéis conseguido y a las que no lo habéis podido lograr.
Pero sobre todo, se la dedico a mis hijos, mis niños, alimentados de forma diferente pero unidos a mí por el mismo lazo de amor.
Solo me queda añadir que escribí este relato el pasado mes de enero; hace mucho que hemos alcanzado la cima de la montaña, y nuestra vida (no solo en lo que concierne a la lactancia) es ahora un valle verde lleno de felicidad. Las montañas han quedado atrás, las sigo viendo a lo lejos, y de vez en cuando no puedo evitar mirarlas con una sonrisa, pensando que si no las hubiera cruzado, no habría encontrado mi valle.

martes, 13 de septiembre de 2011

Amo ser tu almohada: 10 razones para practicar el colecho

El blog Amor maternal acaba de lanzar una interesante propuesta, que resume del siguiente modo:
Amo Ser Tu Almohada: 10 razones para practicar el colecho es un Carnaval de Blogs iniciado por Amor Maternal para tratar de romper con el tabú social que existe en torno a dormir con los hijos, dar a conocer esta opción tan sana y natural como agradable tanto para el niño, como para sus padres y proporcionar información fiable y experiencias personales al respecto.
Amo ser tu almohada: 10 razones para practicar el colecho


Lo he leído y no he podido resistirme a la tentación de aportar mi granito de arena.
En realidad, el colecho es un armario del que no necesito salir porque nunca he entrado en él, lo considero un hábito natural y un arreglo satisfactorio para todos; puesto que lo declaro con toda seguridad, admito que las críticas que recibo son escasas, así que he tenido pocas ocasiones para justificarme, explicar mis motivos o tan solo pararme a pensar en ello. Por este motivo, agradezco esta oportunidad de exponer mis reflexiones. Aclaro que hago referencias a mis dos hijos a pesar de que el mayor decidió "independizarse" y ya no colecha conmigo. Vamos allá, desde un punto de vista totalmente egoísta, estas son mis razones:

 
Amo ser tu almohada:
10 razones para practicar el colecho.

1. Porque no tengo miedo a malcriar: malcriaré a mis hijos si un día les compro un móvil de última generación en vez de hablar cara a cara con ellos, si atiborro su habitación de juguetes para no tener que participar en sus juegos o si decido apuntarles a un montón de actividades para dedicar mi tiempo libre a otros quehaceres. No los malcriaré si les ofrezco mi amor y mi cariño, sin límites y de forma incondicional, de día y de noche. Mañana recogeremos lo que sembramos hoy.

2. Porque no tengo vocación de mártir: levantarse varias veces por la noche para atender a un bebé que parece despertarse constantemente tiene que ser agotador. No me gusta sufrir gratuitamente y menos aún hacer sufrir a un bebé aplicándole métodos de adiestramiento para que no me moleste. En cambio, el colecho minimiza los desvelos y los despertares y todos descansamos más.

3. Porque así duermo mejor: sufro de insomnio desde que tengo memoria, no me sirve contar ovejas ni ningún otro remedio conocido, y tampoco me gusta tomar somníferos. Escuchar la respiración de mi bebé que duerme plácidamente a mi lado mientras su aroma me envuelve y me transmite su calor es lo más relajante que he probado en la vida y me ayuda a conciliar el sueño.

4. Porque así me levanto mejor: confieso que tengo un mal despertar, y no soy persona si no tomo una taza de café bien cargado. Pero cuando abro los ojos y le veo dormir junto a mí, o directamente me despierta mirándome con los ojos como platos y su sonrisa traviesa, el mal humor se esfuma como nieve al sol.

5. Porque no sigo las modas: periódicamente, algún comité de expertos se dedica a explicarnos cómo deberíamos educar a nuestros hijos, y estas opiniones se difunden a la velocidad del rayo, ya sea a través de la televisión, de los periódicos o de las webs de pañales. Si escucho a estos expertos es bastante probable que, dentro de unos años, se reúna otro comité y decida que lo he hecho todo fatal y tenía que haber actuado de otro modo, con lo cual es posible que me arrepienta de haber seguido unos consejos que no acababan de convencerme; en cambio, si escucho a mi corazón, no hay comité que valga.

6. Porque me hace sentir importante: cuando mi hijo tenía una pesadilla y se despertaba asustado, le volvía a dormir abrazándole mientras le daba besitos en la cabeza. Mi hija a veces se desvela y al verme a su lado se me acurruca, mama un poco y se vuelve a dormir. Me encanta pensar que mi sola presencia consigue tranquilizar a mis hijos de esa manera.

7. Porque es bueno para los viajes: desde siempre, mis hijos no relacionan el dormir con la cama, sino con nosotros. Las veces que nos hemos ido de viaje apenas han notado el cambio de ambiente.

8. Porque soy una vaga: suelo comprobar, de forma casi compulsiva, que duermen bien. El colecho me permite hacerlo sin necesidad de ir de una habitación a otra.

9. Porque nos hace felices a todos: como ya he dicho, dormimos todos mejor. Así somos más felices los cuatro; y ya puestos, también hacemos felices a los criticones y a los detractores de siempre, dándoles una razón más para ponernos a caldo.

10. Porque siento que es lo correcto: lo siento, lo percibo, lo intuyo. Es un impulso innato, inexplicable y visceral. En realidad no necesito explicaciones para colechar, las necesitaría para dejar de hacerlo.




miércoles, 7 de septiembre de 2011

Camino de redención


Fairy wood, de Evgeni Dinev
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La descripción del blog Reeducando a mamá, del que soy asidua, dice: Antes de ser madre yo pensaba que a los niños había que criarlos a golpe de: "Quién bien te quiere te hará llorar" y que "la letra con sangre entra". Pero mis hijos lo han cambiado todo. Ahora sé que tengo que sostenerlos, nutrirlos, amarlos sin límites y dejarme llevar por mi deseo maternal. Como hija del patriarcado conductista necesito reeducarme. Y en esta reeducación necesito vuestra ayuda: la de esta “tribu” virtual defensora de nuestra capacidad natural para vivir en el AMOR.
Me permito copiarla porque me identifico totalmente con lo que la autora quiere expresar. Se suele decir que quien no tiene hijos tiene normas, y antes de ser madre tenía clarísimo que dejaría a los niños con la abuela para irme de vacaciones con mi marido, que los niños necesitan mano dura, que no permitiría que un bebé me cambiara la vida.
En realidad, no tuve que esperar a convertirme en madre para darme cuenta de la cantidad de sandeces que defendía con cierta arrogancia: en cuanto me puse de parto, se borraron de mi mente las técnicas de relajación que me enseñaron en los cursillos, las teorías de las revistas sobre bebés y los consejos recibidos. En ese momento conecté con mi parte más animal, la más instintiva y al mismo tiempo la más sabia de todo mi ser, mientras rezaba una silenciosa plegaria a mi madre para que me ayudara en ese trance que se me antojaba tan aterrador. Evolucioné, crecí, me descubrí, envejecí mil años en pocos minutos.
Ahora me siento libre de ataduras mientras recorro este camino de redención en compañía de mis cachorros (y de su padre, por supuesto). Las críticas y las opiniones ajenas resbalan sobre mi piel como si fueran gotas de lluvia, caen al suelo y forman charcos que no resistirán el calor del sol.
Ya no me interesan las teorías ni las experiencias ajenas, me dejo guiar por mi instinto porque sé que no me fallará. A veces cometo errores y tropiezo, pero mi familia está a mi lado, tendiéndome la mano para ayudarme. Lo más importante no es llegar, sino disfrutar del viaje.

jueves, 1 de septiembre de 2011

¡Mi primer premio!



Os anuncio con orgullo mal disimulado que acabo de recibir mi primer premio. Me lo ha otorgado Marián, autora del blog De repente mami, del que soy fiel seguidora, y desde aquí le agradezco públicamente el reconocimiento.
Hace poco más de tres meses que he empezado este blog, puede que no sea muy conocido pero me consta que muchas amigas virtuales me visitan con asiduidad, desde aquí les mando un grandísimo abrazo virtual.
Según tengo entendido, después de aceptar el premio tengo que hacer lo siguiente:

1. Agradecerlo a la persona que me lo ha concedido y enlazarla.
2. Compartir 7 cosas sobre mí.
3. Concederlo a 15 blogs que haya descubierto recientemente.

Así que allá vamos. Ya he cumplido con el punto 1, ahora el siguiente:

7 cosas sobre mí que a lo mejor no sabéis:
  • Me gusta mucho conducir, me relaja y me ayuda a pensar.

  • Soy extremadamente supersticiosa. (Creo que ser supersticioso es señal de ignorancia, pero no serlo trae mala suerte).
  • Me encanta leer, devoro cualquier libro que caiga en mis manos: últimamente estoy leyendo La tierra de las cuevas pintadas, pero confieso que me aburre soberanamente.
  • Tengo tres tatuajes y me planteo seriamente hacerme más.
  • Soy incapaz de pelar una pipa. Me lo han explicado y enseñado en un sinfín de ocasiones, pero se me resiste. Creo que hay que haber nacido aquí para dominar este arte. De todas formas, las odio.
  • Colecciono imanes de nevera y siempre compro uno o dos como recuerdo de mis viajes.
  • Hace muchos años escribí un libro, lo tengo guardado en el ordenador, pero no he tenido (y no sé si tendré) el valor de buscar un editor que quiera publicármelo.
15 blogs que me encantan y que merecen este premio (por orden alfabético):
Esto me recuerda que tengo que actualizar mi lista de blogs.
Un beso.