sábado, 29 de octubre de 2011

La momia feliz



Cuando empezó a arraigar aquí la costumbre de celebrar Halloween, hará unos diez años (creo), al principio no me gustó nada. No era una festividad con la que hubiese crecido, no la había celebrado nunca, con lo cual me pareció igual de absurdo que si me obligasen a conmemorar el Cuatro de julio o el día de Acción de Gracias. Además, a diferencia del Samhain celta, que tenía un profundo significado espiritual (se creía que la noche del 31 de octubre los espíritus de los muertos volvían a la tierra, y se adoptó la costumbre de disfrazarse de muertos para confundirlos y evitar su venganza), el día de Halloween ha sido degradado a mísera feria comercial, una especie de carnaval tétrico del que se benefician las grandes superficies y demás vendedores de disfraces y calabazas.
Momia, E.A.B. 2011
Pero, al igual que en muchos otros aspectos, convertirme en madre me está haciendo cambiar el prisma a través del cual observo la vida. Para mí, Halloween es una festividad impuesta a la que no le veo el sentido (más o menos como San Valentín o el 8 de marzo), pero para mi hijo no lo es. Cuando él nació, ya habían implantado Halloween, para él es algo tan castizo como Navidad o Semana Santa.
Ayer, cuando le vi salir del colegio con su disfraz de vampiro, las mejillas sonrosadas por el frío y la alegría de la fiesta, tuve que admitir que mi corazón se enternecía y la celebración de Halloween me pareció algo menos absurda; y más aún cuando me enseñó con orgullo los trabajos que había preparado en clase para la ocasión. El dibujo en el que pintó toda una legión de criaturas terroríficas lleva su sello particular: todos los monstruos, fantasmas, vampiros y demás seres sobrenaturales llevan una gran sonrisa en la cara. Imaginé una noche de Halloween en la que los espíritus vinieran ya no a asustar o a vengarse de los humanos, sino a divertirse con ellos, a celebrar una fiesta de unión de ambos mundos.

En cambio, su explicación es más mundana: cuando le pregunté porque la momia que he reproducido al lado está sonriendo, me contestó que sonríe porque tenía hambre y acaba de ver un gran trozo de jamón.

martes, 25 de octubre de 2011

Ramas

Hace tiempo que no actualizo el blog. Cuando lo creé, me prometí a mi misma que le dedicaría tiempo con regularidad e intentaría publicar nuevas entradas de forma asidua. Sin embargo, algunos días no tengo tiempo; otros, no tengo ganas. Hoy me dedico a escribir sin saber muy bien qué es lo que voy a publicar y por qué.
Stack of fellet wood, de Joseph Valks
http://www.freedigitalphotos.ne
Me siento desmotivada, pesimista; no me siento así a menudo, y detesto que me ocurra. Miro a mi alrededor y solo veo problemas: en mi vida, en vidas ajenas. Problemas de salud, familiares, sentimentales, laborales, económicos, anímicos. Ninguno de ellos es grave, por lo menos los que afectan mi propia existencia no lo son, pero cuando se acumulan, molestan.

Siempre que tengo estos pensamientos me viene a la mente un cuento que leí estando en el instituto. Es obra de un escritor de la antigua Grecia, cuyo nombre he olvidado hace tiempo.
El cuento narra la historia de un anciano que tenía tres hijos que se peleaban constantemente. Un día, el anciano cogió tres ramas, las ató y pidió a sus hijos que intentasen romperlas. Ninguno de ellos lo consiguió, así que el anciano desató las ramas, entregó una a cada uno de sus hijos y volvió a pedirles lo mismo. En esta ocasión, los hijos consiguieron quebrarlas con facilidad, y el anciano les explicó que ellos eran como las ramas: si se mantenían unidos, nadie podría con ellos, pero estando separados sería muy fácil vencerlos.
Soy hija única y me es difícil empatizar con un cuento que trata de transmitir una moraleja que nunca me ha hecho falta. Pero aún así la traslado a mi propia vida, convierto las ramas en problemas y descubro que el cuento tiene mucho sentido: si nos enfrentamos a los problemas por separado, conseguiremos romper todas las ramitas, pero si dejamos que se nos acumulen, llegará un momento en que no podremos con tantas a la vez. Además, creo que la comparación es acertada, porque los problemas son como las ramas: pueden ser frágiles ramitas o enormes troncos de encina, algunas veces son quebradizos y otras flexibles.
Hoy es uno de los días en los que me hace falta un hacha y una aspiradora para no dejar restos.

viernes, 14 de octubre de 2011

Ya verás



La primera vez que intenté reconectar con mi vida social después de convertirme en mamá fue un par de meses después de haber dado a luz. Acababa de dar mis primeros, tímidos pasos en un camino que iba a cambiar mi existencia por completo, pero por aquel entonces lo desconocía. De hecho, miro hacia atrás y apenas me reconozco. Estaba luchando por superar la muerte de mi madre y por adaptarme a mi nueva situación, tenía la cabeza como un bombo por todos los consejos que recibía y lo único que quería era hacer las cosas "bien", sin saber exactamente lo que eso podía significar.

3D Family de David Castillo Dominici
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Por aquel entonces, nunca había oído hablar de Carlos González ni de Rosa Jové y si hubiera oído la expresión "crianza con apego", me habría sonado a chino. Lo único que sabía era que mi instinto me obligaba a ir contra corriente en algunos aspectos: mis emociones más primitivas no residen en el cerebro y ni siquiera en el corazón, sino en el estómago. Cuando mi estómago se rebela ante la sola mención de una idea, lo mejor que puedo hacer es olvidarme de ella.
Así que aquel día, cuando unos amigos nos propusieron salir a cenar, mi marido y yo decidimos aceptar. Me vino a la memoria uno de los famosos consejos recibidos, "no debéis dejar que el bebé os cambie la vida, él debe adaptarse a vuestro ritmo, no vosotros al suyo", sin embargo el restaurante elegido era un lugar tranquilo, fresco, con terraza, al lado de un pequeño parque donde pasear. Mi estómago no tuvo nada que decir al respecto, así que aceptamos la invitación.
Los amigos en cuestión fueron los primeros de nuestro grupo en convertirse en padres (nosotros fuimos los segundos) e iban acompañados de su hijo, que tendría unos dos años. Al principio, la velada transcurrió sin incidentes, vino el camarero, nos tomó nota, nos trajo las bebidas.
Pero entonces mi bebé empezó a llorar y de pronto me sentí fuera de lugar en aquel sitio. Me fui con él, ahora ya no recuerdo si tenía hambre, sueño o qué le pasaba; cuando se calmó, volvimos al restaurante.
Entonces nuestra amiga me dijo, con ademanes conciliadores: no hace falta que te levantes, a mí no me molesta que llore. En ese momento olvidé todos los modales que mi madre trató de inculcarme (sin éxito) durante años, y solo se me ocurrió contestarle: a mí me importa un bledo que te moleste o no, lo que no quiero es que lo pase mal. Lo que suele suceder cuando mi estómago se rebela ante una emoción indeseada es que tiendo a soltar lo primero que se me pasa por la cabeza.
Mi desafortunada frase dio lugar a una interminable lección sobre crianza que se prolongó todo el tiempo que duró la velada. Nuestros amigos consiguieron exponer, en un tiempo relativamente breve, la colección completa de disparates adultocéntricos que detesto desde siempre: un azote en el pañal no duele y es bueno para educar, no hay que coger a los niños en brazos para no malacostumbrarles, no pasa nada porque lloren un rato, los niños hacen chantaje emocional y un largo etcétera que me niego a detallar porque me aburro solo de pensarlo.
Fue, sin embargo, mi primer instante de autoafirmación maternal: me puse a rebatir todos y cada uno de los puntos, sin argumentos ni citas que en aquel tiempo desconocía, pero con toda la fuerza de mi convicción.
Nuestro amigo dudaba, en especial, de mi determinación a no dar cachetes a tiempo (o a destiempo), predijo que en algún momento acabaría por perder la paciencia y darle un par de azotes (¿pero no se daban para educar?), y puesto que le seguía rebatiendo, decidió rematar su discurso con ejemplos significativos:
Ya verás cuando se niegue a comer y tire el plato al suelo.
Ya verás cuando tenga que dormir y no quiera.
Ya verás cuando te monte un pollo por la calle o en el super.
Ya verás cuando tenga que ir al colegio o a la guardería y no le dé la gana.
Cinco años y dos hijos después, creo que hemos cumplido todos los "ya verás" y puede que alguno más que no estaba en la lista, y me sigo reafirmando en que he cometido muchos errores con mis hijos, pero nunca jamás les he puesto la mano encima, y estoy determinada a poder seguir diciendo lo mismo cuando se hayan hecho adultos.
Aquel día, mientras escuchaba esas sombrías predicciones, me prometí a mí misma que llegaría un momento en que se lo haría saber, en que les diría: he pasado por todo eso y más y nunca se me ha ido la mano, como veis es posible hacer las cosas de otro modo. Pero, como he dicho al principio, he cambiado mucho desde entonces. No me interesa demostrar nada a nadie, solo quiero ser fiel a mi instinto.

martes, 11 de octubre de 2011

¡Vivan los padres sin sentido común!

Este manifiesto no es mío, lo redactó mi amiga Mon en un arrebato. No es mío, pero como si lo fuera, pues ha sabido decir lo que yo quería decir, y además lo dice mucho mejor. Os pido que lo leáis, y si os gusta y estáis de acuerdo, que lo publiquéis en vuestro blog, en vuestra página web, en vuestra cuenta del facebook o que lo enviéis por mail a vuestros contactos. Así, entre todos, podremos llenar la red con nuestra disconformidad, hacer oír nuestra voz, dejar claro que los padres que critican ciertos métodos somos unos cuantos. Unámonos bajo el lema ¡Vivan los padres sin sentido común!

Mi manifiesto, por Mon
Sobre los métodos científicos del Dr. Estivill.

Leo en la Red que el Dr. Estivill dice que aquellos que rechazan su metodología para enseñar a dormir carecen de rigor científico.
Bien, pues no sé si me he perdido algo. ¿La única verdad universal, "verdadera verdadera" como diría mi hijo, es la ciencia para absolutamente toda nuestra vida y en todas nuestras facetas?
De ser así me siento un poco, cómo explicarlo, en un mundo encorsetado y sintético, como hagas algo no avalado por un par de estudios científicos por lo menos... "te la cargas". Pero los estudios son eso, estudios, para bien y para mal. Los hay del mismo tema y conclusiones diferentes, por ejemplo.

La ciencia…. Bien está poder echar mano de ella, que nos ayude, que mejore la calidad de nuestra vida y lo que me alegro de vivir en el siglo que me ha tocado... pero en este caso concreto me pregunto:

Dios mío ¿y como ha sobrevivido la Humanidad hasta ahora o hasta el siglo pasado que nacieron Ferber y compañía?

La crianza es, como todos los padres saben (iba a añadir con ¿fina? Ironía, “con sentido común”), mucho más compleja que la ciencia. Nos guste o no es más antigua, primitiva e instintiva de lo que algunos quieren hacernos creer. Porque además de instinto, señores, no nos falta sentido común.

No entiendo por qué me tienen que explicar paternalmente nada si soy adulta, medianamente sensata (salvo por el amor a mi familia que me aloca) y MADRE. Y me niego a imaginar un mundo tan falto de imaginación, de improvisación, de empatía y de respeto.

De todos modos y en contestación a su afirmación: SÍ EXISTE una bibliografía científica, sí hay una corriente científica que no avala sus métodos: J. Bowlby, Mc Kenna, Alice Miller, Margot Sunderland, W. Sears, Eduard Punset, Sue Gerhardt, Jay Belsky, Jean Liedloff por poner unos ejemplos. O podemos enlazar, vía Internet, perdón (que es sólo Internet), con la siguiente noticia del siguiente estudio:

Estudio:” Los bebés se estresan si su llanto es ignorado durante dos minutos”.

http://www.dormirsinllorar.com/pq11.html

La neurobiología, la antropología, la psicología, la medicina, la psiquiatría le contestan. ¿Es suficiente ciencia?

Posdata: escribo mientras mi hijo pequeño de 6 meses se duerme tomando teta.

Firmado: una ignorante

jueves, 6 de octubre de 2011

Pediatría sin sentido

Yo también lo he leído. Entero no, por supuesto (comprarlo sería una forma bastante absurda de perder tiempo y dinero), pero no he podido resistir la tentación de hojear las primeras 40 páginas, que están disponibles de forma gratuita en internet.
El blog Reeducando a mamá ha publicado un excelente artículo sobre el (escaso) sentido común de algunos pediatras al que podéis acceder desde aquí.
Por mi parte, tengo claro que carezco del sentido común al que apelan los autores del libro, así que, a falta de sentido común, he tratado de recurrir al sentido del humor e intentar leerlo en clave cómica, pero sin éxito: si bien algunos pasajes podrían ser desternillantes leídos en voz alta por algún monologuista del Club de la comedia, los consejos del libro van en serio, muy en serio.
Por tanto, viendo que me falta sentido común y también sentido del humor, no me ha quedado más remedio que intentar leerlo con calma para que no me hierva la sangre.
Para empezar, el estilo utilizado es una mezcla de campechano, simpático y graciosete, similar al del Duérmete niño y demás despropósitos de uno de los coautores. Sin embargo, bajo esa pátina de amabilidad y de corrección política se esconde el mismo refrito de topicazos adultocéntricos al que nos tienen acostumbrados: nos dicen que el contacto físico es muy importante para establecer un buen vínculo con el bebé y a continuación nos alerta sobre los peligros de dormirle en brazos, nos hablan de las etapas del sueño infantil para después decirnos que si un recién nacido se despierta, los padres no deben intervenir sino esperar a que vuelva a coger el sueño por si solo (en otras palabras, hay que dejarle llorar hasta que se harte), nos explican las ventajas de la lactancia materna pero añaden que el biberón es una opción igual de válida si la madre no quiere o no puede dar el pecho. (De hecho, dan a entender que algunas "no pueden" por una especie de castigo divino, puesto que ni siquiera mencionan los problemas más frecuentes ni la existencia de grupos de apoyo que pueden ayudar a solucionarlos).
La frase que más me chirría, debido a mi experiencia personal, es "la mamá debe seguir las normas de la lactancia materna a demanda o biberón, según su deseo y las recomendaciones de su pediatra", sobre todo porque no explica qué debería hacer la mamá cuando su deseo no coincide con las recomendaciones de su pediatra. Lo digo porque tuve un pediatra que estaba claramente en contra de la lactancia, a juzgar por algunas de sus frases ("si la niña no engorda un mínimo de 200 gramos a la semana, vamos a destetarla y darle biberones", "las asesoras de lactancia creen que lo único bueno es la leche materna, cuando existen muchas otras buenas opciones", "si la niña regurgita, con el pecho no va a mejorar, pero si le dieras biberón te puedo mandar una leche específica", y la gota que colmó el vaso, cuando mi hija tenía 4 meses y después de haber engordado 800 gramos en el último mes: "tenía que haber engordado más, así que vamos a darle cereales en todas las tomas"). Por tanto, a falta de sentido común, y de sentido del humor, decidí cambiar de pediatra, y afortunadamente la actual es más afín a mi manera de ver las cosas.
Después de este inciso, otra cosa que me llama la atención es que, al tratarse de un libro que teóricamente habla de pediatría, a juzgar por el índice, solo 142 de las 487 páginas están dedicadas a enfermedades y accidentes varios, que a mi entender entran dentro de las competencias del pediatra. Las 345 restantes hablan de los temas más variados, cómo se cambia un pañal, cómo elegir un buen colegio, cómo es el sueño, la socialización y (como no) la disciplina. Los hay que tienen mucho sentido común, pero poco sentido del ridículo.
En resumen, lo que he leído parece una recopilación de consejos de la suegra (escritos de forma elegante, eso sí), con algunos guiños a la corrección política para quedar bien con todos los bandos, y totalmente contraindicado para estómagos sensibles. Y solo he leído 40 páginas, pero a mi modo de ver suficientes para querer cambiarle el título de Pediatría con sentido común... a Pediatría sin sentido.