sábado, 28 de enero de 2012

Aprender


Cuando era pequeña, al igual que todos los hijos únicos, soñaba con tener más de un hijo.
Al hacerme mayor, fui añadiendo más detalles a mi fantasía infantil: tendría dos, niño y niña para más señas, preferentemente por ese orden. Decidí que los educaría como me educaron a mí, con una mezcla de cariño y disciplina, sería una madre moderna y autosuficiente, porque la maternidad no me impediría volver a trabajar en cuanto pudiera, y por supuesto mantendría mi identidad y mi vida de pareja, pues yo iba a ser una de esas madres liberadas que dejan a los niños con los abuelos para hacer una escapada con su marido de vez en cuando.
Como siempre, como en todo, la vida no ha sido como la soñaba, ha demostrado ser muchísimo mejor. A veces pienso que debería haber sido madre antes, pero aún así no me arrepiento. Me digo a mí misma que podría haber tenido hijos en otro momento, pero en ese caso no serían los mismos niños, y como no los cambio por nada, he llegado a la conclusión de que al fin y al cabo he elegido el momento perfecto para ser madre (o tal vez ellos han elegido el momento perfecto para venir al mundo).
Estaba escrito en el gran libro del destino que algún día sería madre, que en realidad había nacido para eso, y que todas las quimeras que perseguí hasta ese momento eran meros espejismos, espirales de humo de colores llamativos, incorpóreas e insustanciales, pero no lo supe hasta que llegó el momento.
La maternidad me descubrió mi sitio en el mundo. Es curioso, pero cuando pensamos en la relación de unos padres con sus hijos habitualmente damos por sentado que los padres son los que enseñan, los que trazan el camino, los que guían a los niños debido a su experiencia. Sin embargo, gracias a mis hijos he podido descubrir que si nos paramos a observar y a escucharnos a nosotras mismas, son los niños los que nos muestran el camino: un camino a menudo escondido, incluso negado, un camino que nos ha esperado pacientemente durante muchos años. Ellos son nuestros auténticos maestros, los que nos ayudan a descubrirnos y a conocernos mejor.
Cuando nació mi hijo mayor, dos meses después de la muerte de mi madre, me encontraba anímicamente muy mal. Su llegada fue un elixir, renací con él y juntos emprendimos el camino. Mi niño me ayudó a atravesar el dolor y a superarlo, me enseñó a amar sin reservas, a escuchar mi corazón, a comunicarme sin palabras, a gozar de las victorias y a fortalecerme con las derrotas. Borré de un plumazo todas mis ideas preconcebidas, dejé de mirar hacia fuera y empecé a mirar hacia dentro, a observarme a mí misma. Gracias a él, descubrí que tenía el poder de crear y moldear mi mundo, de captar la esencia de los sentimientos y de librarme (por fin) de los convencionalismos y de las apariencias. Él ha sido mi despertar.
Luego llegó mi niña: vino a conectarme incluso más con mi instinto. Con ella aprendí que creía saber pero me quedaba mucho por aprender. Había logrado escucharme a mí misma pero aprendí a escucharla también a ella. Me enseñó a luchar por un ideal, con ella descubrí que para llegar a la cima de la montaña lo que importa no es subir rápido sino disfrutar del ascenso. Con su llegada, el mundo que estaba creando se expandió y se inundó de ternura, de fuerza vital, de sueños cumplidos.
Cuando nació, me dije que mi familia estaba completa. Pero desde hace un tiempo, siento que todavía no estamos todos, que hay una chispa de luz entre las estrellas que todavía no ha bajado para llenarnos de felicidad. No sé decir por qué, es algo que se escapa a la lógica, es simplemente algo que siento, intuyo y percibo. Tres es el número perfecto, tres son las etapas vitales de cualquier mujer. Creo en el destino, en el azar y sé que todavía tengo que llenar un trocito más de mi corazón.
Mi marido tiene claro que no va a buscar más hijos, y yo, para ser sincera, no tengo ganas de tratar de convencerle de lo contrario, de hablar o de discutir. En cierto modo me he acomodado, sé que el tiempo se me echa encima porque no soy ninguna niña, y si no ocurre a corto o medio plazo ya no ocurrirá; de momento, prefiero disfrutar de la etapa tan serena, apacible, maravillosa y feliz que estamos atravesando. Sé que nosotros no lo buscaremos, pero un día él o ella nos buscará a nosotros. Lo sé por esa sabiduría que procede de la intuición: es un sexto sentido que permanece dormido durante largos períodos pero nunca me abandona del todo.


Cloud profile, de idea go
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Un día, una diminuta luz decidirá abandonar la infinidad del universo para instalarse dentro de mí, para ayudarme a descubrir el camino que todavía me queda por recorrer: porque gracias a mis hijos, he aprendido muchísimo, pero todavía me quedan unas cuantas lecciones.
Necesito aprender que la vida está llena de sorpresas, que el destino baraja las cartas pero nosotros las jugamos, necesito descubrir la auténtica magia del nacimiento, necesito parir en cuclillas en mi dormitorio alumbrada por la luz de las velas (y de la luna, si procede). Esta es una lección que también debe aprender mi marido, necesita librarse de sus miedos, comprender que el sufrimiento no es fin a si mismo, no es un dolor de muelas, es un dolor que enseña, transforma, purifica.
He aprendido a escucharme y a luchar, ahora tengo que aprender a dejarme llevar. Necesito recibir estas lecciones y todas las que me quiera enseñar, interiorizarlas y hacerlas mías, para poder cerrar el círculo y llegar a ser mejor mujer, mejor madre y mejor persona.
Estoy preparada, pero para lograrlo necesito que vengas. Sé que algún día lo harás, y cuando llegues, me sentiré completa, porque por fin estaremos todos.

miércoles, 18 de enero de 2012

Normas, costumbres, tratos y acuerdos


El otro día me tocó mantener, muy a mi pesar, el enésimo debate sobre las normas.
Todo empezó cuando mi interlocutor comenzó una conversación-monólogo acerca de un niño al que conozco: este niño tiene una serie de problemas que ahora no vienen a cuento, y que a mi modo de ver se deben a una situación familiar algo delicada. Sin embargo, mi interlocutor se empeñó en que el único problema del niño era su incapacidad de acatar las normas, puesto que su madre comete el gravísimo e imperdonable error de no obligarle a ello (aunque os parezca increíble, os juro que la madre en cuestión no soy yo).
No pude contenerme, y le hice saber que en mi opinión, la madre está en su perfecto derecho de hacer lo que le dé la gana en su propia casa, y que no tiene ninguna obligación de hacer caso a consejos o imposiciones de terceros; puesto que la diarrea verbal acerca de la necesidad de normas parecía no tener fin, traté de acortarla explicando que opino que las normas son buenísimas, siempre y cuando sean para todo el mundo, adultos y niños. En cambio, es posible que un niño se muestre reacio, por ejemplo, a recoger su habitación si ve que su padre se pasa el día tumbado en el sofá delante de la televisión: añadí que, a mi modo de ver, eso no suele ocurrir por culpa de la rebeldía del niño, sino de la incapacidad del padre de predicar con el ejemplo. Para rematar, dejé claro que en mi opinión, la disciplina estricta suele ser más apropiada para un cuartel militar que para una familia.
3d Chain Breaking de David Castillo Dominici
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Mi breve alegato tuvo que resultar sumamente ofensivo para mi interlocutor, que se apresuró a cambiar de tema. En cuanto a mí, llevo varios días dándole vueltas y a pesar de ello, sigo sin entender por qué tantos adultos (la práctica totalidad de los que conozco, a decir verdad) se obsesionan de esta manera con las dichosas normas.
Me gustaría decir que en mi casa no necesitamos nada de eso, pero sería mentir. Admito que una convivencia necesita ser mínimamente reglamentada para no convertirse en un caos; sin embargo, lo que no me entra en la cabeza es la obcecación con la que algunos pretenden cuadricular cada faceta de la vida de los niños.
Hablando de normas, en mi casa está prohibido insultar y pegar. Es, como decía antes, una norma que considero lógica y sensata y de aplicación universal para todos, tanto los que vivimos aquí como los que vienen de visita. También están prohibidas las actividades consideradas dañinas o peligrosas y unas cuantas cosas más, pero no muchas.
Por lo demás, tenemos costumbres, que vienen a ser una especie de normas flexibles. Son cosas que habitualmente hacemos porque las consideramos necesarias o beneficiosas, pero creemos que no se acabará el mundo si nos las saltamos en un momento puntual. Por ejemplo, a diario nos damos un baño o una ducha porque nos gusta estar limpios y no queremos que la gente nos haga el vacío por oler mal, pero si un día estamos demasiado cansados o se nos echa el tiempo encima conseguimos prescindir del aseo diario sin remordimientos. Los amigos de las normas argumentan que, si se le concede a un niño la posibilidad de saltarse el baño un día, querrá saltárselo siempre: no sé si será así con los niños de los demás, pero a los míos decididamente no les ha pasado nunca. Tenemos ciertas rutinas, no por gusto sino por cuestión de organización, pero suelen ser bastante flexibles.
Sobre todo, cuando los deseos de mi hijo chocan con los nuestros, hacemos tratos (a la peque todavía no le ha llegado la edad de negociar, pero todo se andará). Los amigos de las normas suelen horrorizarse cuando lo menciono, porque les parece un disparate permitir que los niños opinen e incluso decidan acerca de sus vidas. Lo llaman anarquía, yo lo llamo democracia, un sistema donde todo el mundo tiene derecho a dar su opinión y a ser escuchado. Para algunos, la democracia es un sistema donde gana quien tiene la mayoría: en otras palabras, si los padres quieren hacer algo y el niño no, el niño se fastidia, porque está en minoría.
Lo bueno de los tratos (por lo menos, de los que hacemos en casa) es que cada parte suele ceder un poco, no se obtiene todo lo que se pretendía pero tampoco se renuncia completamente a ello, y además me parece un ejercicio excelente para que mi niño aprenda a ser flexible, a empatizar con los demás y a cumplir su palabra. Si mi hijo quiere jugar a disfrazarse con mi ropa o la de su padre, le dejo siempre y cuando se comprometa a dejarlo todo como estaba cuando termine. Sabe que si no lo hace, no podrá volver a jugar: no porque le castigue, ni para que entienda quién manda, ni siquiera porque el trato vaya a ser sustituido por una norma rígida e inflexible, simplemente porque es mi ropa y yo dispongo de ella, al igual que cada uno es libre de administrar sus pertenencias como mejor le plazca. Es una lección que ha aprendido hace mucho, más o menos cuando tenía unos dos años y yo no le obligaba a compartir sus juguetes aunque tuviera que enfrentarme a las miradas asesinas y a los sermones de amigos y familiares. Como decía antes, creo que las normas son buenas cuando son para todo el mundo.
He llegado a la conclusión de que establecer un complicado entramado de normas de obligado cumplimiento es elegir el camino fácil: solo hay que dar órdenes y esperar que los demás las cumplan. Lo difícil es replantearnos nuestra actitud cuando es necesario, descubrir que hemos sido injustos aunque pretendiéramos ser ecuánimes, pedir perdón porque al no tener un esquema fijo es más fácil cometer un error.
Lo más gratificante de todo es darnos cuenta de que no estamos criando tiranos, como los consejeros profesionales predijeron en su día (se equivocaron, para variar), sino pequeños librepensadores con sus ideas y sus maravillosos razonamientos, no siempre aceptables pero sin duda admirables y sorprendentes por su lucidez y complejidad, personitas que analizan, negocian y sobre todo empatizan con nuestras propias necesidades, porque como se suele decir, de tal palo tal astilla.
Hay que tener ganas de amargarse la vida con las normas, con lo bonito que es llegar a un acuerdo.

martes, 10 de enero de 2012

El centro del mundo

Hoy he leído, en un foro del que soy asidua, el mensaje de una mamá temerosa de estar malcriando a su bebé: por lo visto, la maestra considera que el niño es un déspota, porque necesita ser cogido en brazos, y que se le debería hacer esperar "por su bien", porque no se puede tener todo en la vida y el niño tiene que aprender que no es el centro del mundo.
No sé si me choca más el hecho de que esta señora (que para más inri trabaja con niños) considere merecedor de semejante calificativo a un bebé que apenas levanta un palmo del suelo, o que este tipo de teorías sean tan extendidas y tengan tantos seguidores.
Si pienso en un déspota, me viene a la mente un jefe que tuve hará cosa de quince años: una persona maleducada, arrogante, desagradable y falta de empatía; no sé como le educaron, pero me inclino a pensar que ese señor arrastra una serie de carencias, y que difícilmente se las han causado por cogerle mucho en brazos.
Mucha gente opina que hay que acostumbrar a los niños a tolerar la frustración para que entiendan que en la vida no todo viene regalado. Personalmente, no creo que llevarnos palos antes de tiempo o con mayor frecuencia nos ayude a recibirlos con una sonrisa en el futuro. Si no, que se lo digan a la gente que juega a la lotería todas las semanas y sigue llevándose un disgusto al ver que no le ha tocado.
Sé que no se puede tener todo en la vida, lo aprendí a temprana edad, porque más o menos era lo que me venían a decir mis padres cada vez que yo protestaba porque había acelgas para comer. Pero lo habría aprendido de todos modos el día que mis compañeros de clase no quisieron incluirme en sus juegos, cuando mi padre estuvo más de un mes fuera de casa por motivos de trabajo pese a que le suplicara para que se quedara conmigo, cuando el chico que me gustaba no me hizo caso, cuando acontecía una muerte en familia (muchas, por desgracia).
Dicho esto, quiero aclarar que las acelgas han sido una valiosa lección. Gracias a ellas, aprendí que los adultos mienten, porque cuando me decían si no te comes las acelgas, no hay nada más no era cierto, porque teníamos la nevera repleta; que existe una doble vara de medir según se trate de niños o de adultos, porque a mi madre no le gustaba el cordero y nunca comíamos cordero, y yo odiaba las acelgas y aún así me obligaban a comerlas de vez en cuando.
En mi casa no entran acelgas, que no he vuelto a comer desde entonces, ni alcachofas, porque no le gustan a mi marido. He aprendido la lección, aunque dudo que sea lo que pretendieron enseñarme en primer lugar. Las imposiciones y las amenazas no suelen dar resultados; las lecciones que mejor se aprenden son las que nos enseñan con amor.
También he conseguido aprender que no soy el centro del mundo. Si muriera ahora mismo, las estaciones seguirían sucediéndose, la gente se levantaría por la mañana y se acostaría por la noche ignorante de mi desgracia. Tan solo soy una diminuta pincelada en el gigantesco lienzo de la creación divina, tan insignificante que nadie notaría su ausencia.
Se suele decir que nadie es imprescindible, y al igual que yo, mis hijos tampoco son el centro del mundo. Sin embargo, son el centro de mi mundo, del mundo que su padre y yo hemos empezado a construir el día que nos miramos a los ojos y nos dijimos que lo nuestro era algo por lo que merecía la pena luchar.
No puedo cambiar el mundo, pero puedo cambiar el mío, puedo darle la forma que yo quiera, puedo convertirlo en un lugar cálido y acogedor donde refugiarse o en un campo de batalla donde se aprende a tolerar la frustración a marchas forzadas. Por mi parte lo tengo claro, y si por desgracia habrá momentos en los que mis hijos sufrirán sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, por lo menos podré estar a su lado tratando de aliviar el dolor que todo sufrimiento conlleva. Y sobre todo, haré lo que está en mis manos, evitarles sufrimientos innecesarios "por su bien", para que aprendan, para que se acostumbren o para engordar mi ego de adulto.
Como se dice en mi tierra, y no lo traduzco porque perdería la magia, per tutto il mondo non sarai nessuno, ma per qualcuno puoi essere tutto il mondo.