lunes, 20 de febrero de 2012

Mi ranita

Desde siempre, soy muy dada a inventar apodos cariñosos para todo el mundo, y como era de esperar, mis hijos tampoco se han librado de esta costumbre.
El primer apodo que le di a mi hijo mayor fue ranita: me vino a la cabeza un día cuando le vi dormir en esa postura típica de los recién nacidos, con los brazos levantados, las manos al lado de la cabeza y las piernas ligeramente flexionadas.
Luego inventé los cuentos de la ranita traviesa, que con el tiempo se convirtió en una especie de alter ego suyo, un personaje imaginario cuyas aventuras se parecían sospechosamente a las nuestras.
Además de ser el más antiguo, ha sido el apodo más longevo, pues ha perdurado en el tiempo hasta ahora... o quizás debería decir hasta hace unos días.
A finales de la semana pasada le dije a mi niño ven aquí, mi ranita traviesa, y me contestó muy serio: mamá, no me gusta que me llames ranita, no soy una rana, soy una persona como tú. Desde entonces, no he vuelto a utilizar el apodo, que se quedará atrás, irremediable e irreversiblemente, como tantas otras etapas.
A veces miro a mi hijo y una punzada de nostalgia empaña el orgullo que siento al verle tan mayor.
Hasta hace un par de años era un niño muy tímido, pero con el tiempo se ha vuelto bastante extrovertido y sociable, no le cuesta nada hacer amigos y disfruta muchísimo de la compañía de otros niños. A menudo queda con sus primos, con amigos, con compañeros del colegio: van juntos al parque, al cine, a su casa, a la nuestra. Atrás han quedado los tiempos en los que los "expertos" de turno me vaticinaban las mayores desgracias, porque mi negativa a mandarle a la guardería para que "aprendiera a socializar" iba a convertirle en un inadaptado. Ahora tiene una vida social que más me gustaría a mí.
Recuerdo cuando, hasta hace no mucho, teníamos etapas en las que ni siquiera me dejaba ir al baño sola. Ahora ni siquiera me deja entrar en el baño si está él, porque es mayor y no necesita ayuda, y porque le empieza a dar vergüenza que le vea desnudo (a pesar de la naturalidad con la que he intentado tratar el tema desde siempre).
La caja con los tractores y demás réplicas de vehículos industriales con las que hemos pasado tardes enteras jugando ha quedado olvidada en el estante superior del armario: ahora nuestros juegos son cada vez más complejos, igual que la nave de Star Wars de Lego, que ha conseguido montar él solo. Cada vez juega solo con mayor frecuencia, algunas veces porque el ajetreo diario no me permite pasar con él tanto tiempo como me gustaría, otras porque él mismo me lo pide.
Ahora mi niño come solo, duerme solo, se viste solo, va al baño solo: lejos de convertirse en un crío inseguro y dependiente por culpa de la sobreprotección materna, mi hijo es ahora un chico maduro, responsable, asertivo, empático y altruista (lo dejo aquí, porque la lista de cualidades no tendría fin). Tiene sus propias ideas, que no siempre coinciden con las mías pero admirables por la pasión con las que las defiende, sus propios gustos, sus razonamientos, no siempre correctos desde mi punto de vista pero siempre sorprendentes.
Sigue siendo mi ranita, aunque ya no quiere que le llame así, y a veces, cuando le miro sigo utilizando el apodo para referirme a él, aunque ya no lo hago en voz alta. Me consuelo pensando que todavía me deja llamarle polluelo, un apodo muy adecuado para la primera personita que ha habitado mi cuerpo, y que ahora ha empezado a volar.