jueves, 26 de diciembre de 2013

Me duele (ley del aborto)

A este respecto, me duele todo: me duele una ley que nos hace retroceder de varias décadas, me duelen las posturas enfrentadas de personas a las que admiro y aprecio, me duelen los radicalismos y los insultos lanzados desde ambos bandos, me duele la dicotomía interior que supone un tema así.
Se puede decir que mi postura es un poco ambigua, si tuviera que resumirlo diría que moralmente estoy en contra del aborto, pero legalmente estoy a favor.
Desde que tengo uso de razón, tuve claro que nunca abortaría, al principio me decía, con esa arrogancia típica de la adolescencia, que sería mucho más fácil arrepentirse de no haber tenido un hijo que de haberlo tenido, y que eso era lo único que importaba.
Los años y la experiencia me trajeron reflexiones más pausadas y maduras, y llegué a la conclusión de que la perspectiva de acabar voluntariamente con una vida humana habría sido demasiado duro de soportar. No me considero religiosa pero soy mística, siempre he pensado que durante la concepción, una diminuta partícula de la luz que forma el tejido de la divinidad se desprende para venir a habitar el nuevo ser; con lo cual, para mí se trata de una vida humana desde el primer momento (es una opinión personal rebatible, pero al mismo tiempo también respetable, igual que cualquier otra).
En frío, me decía que el único supuesto en el que decidiría poner fin a un embarazo sería en caso de malformaciones o anomalías graves; luego me encontré embarazada, me descubrí acariciando mi incipiente barriga y diciéndole a mi bebé que viniera como quisiera venir, que haríamos lo que estuviera en nuestras manos para poder darle la mejor calidad de vida posible.
Incluso en el peor de los casos, creo que preferiría darle la oportunidad de abandonar este mundo entre mis brazos, y no en una mesa de quirófano.
Sin embargo, son decisiones muy tristes y dolorosas, y cada cual es libre de enfrentarse al dolor y de atravesarlo como mejor sabe o puede.
Por este motivo, me creo con derecho a pedir respeto para mi postura, pero al mismo tiempo, considero que tengo la obligación de no imponérsela a nadie.
De allí que piense que el aborto se debe despenalizar, debería ser libre y gratuito. Una ley estricta y anacrónica como la que nos quieren colar no disminuirá la tasa de abortos, se limitará a agrandar la brecha entre ricos y pobres, igual que antaño, cuando las mujeres de clase alta iban al extranjero para "solucionar el problema" y las de clase obrera se envenenaban con brebajes o se tiraban por la escalera.
En mi opinión, las únicas medidas realmente efectivas para reducir la tasa de abortos se resumirían en
promover una sexualidad responsable (me parece curioso, por decir algo, que muchos de los defensores de la nueva ley, se oponen al aborto libre pero también se oponen a los anticonceptivos) y en analizar las causas que llevan a una mujer a dar ese paso y tratar de ponerles solución, brindándole por ejemplo el apoyo (emocional, logístico, económico) que pudiera necesitar.
Si bien a nivel legal opino que el marco debería ser amplio, a nivel personal se debería sopesar muchísimo los pros y los contras a la hora de dar ese paso.
Es cierto que los anticonceptivos fallan, pero en muchos casos lo que falla es el sentido común de quienes deciden prescindir de ellos pensando que en todo caso le pondrán remedio después.
No comparto el sentimiento de las asociaciones pro-vida que considera unas asesinas a todas las mujeres que han tomado esa decisión: podemos estar de acuerdo, o no, con los motivos que llevan a una mujer a interrumpir un embarazo, pero hay que reconocer que se trata de una decisión dura y dolorosa.
Y tampoco comparto la postura del bando contrario, que parece creer que abortar es algo parecido a sacarse una muela, que tan solo se trata de librarse de un puñado de células, que el trauma post-aborto es inexistente y que una experiencia así es casi sinónimo de mujer moderna y liberada.
En realidad me duele todo, porque no entiendo a nadie, no entiendo la intransigencia de un bando ni la despreocupación del otro, soy tan arrogante que la única opinión que me parece sensata es la mía.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Odio a Caillou (y a su irritante mundo adultocéntrico)

Lo confieso, no soporto a Caillou. Será muy bonito y educativo y todo lo demás, pero no le aguanto: prefiero mil veces el universo eternamente blanco de Pocoyó, la risita forzada que cierra cada capítulo de Peppa Pig e incluso el inglés macarrónico y chapucero de Dora la Exploradora. De todas las series dirigidas al público en edad preescolar, Caillou sin duda se lleva la palma a la más infumable.
Por lo visto, no estoy sola: probad a poner "odio a Caillou" en google y encontraréis docenas de blogs y enlaces dedicados a vapulear verbalmente al susodicho. Algunos ofrecen teorías curiosas, como por ejemplo que Caillou es calvo porque tiene cáncer (hipótesis a mi entender bastante improbable, puesto que hasta donde yo sé, en ningún episodio se menciona la enfermedad), otros recopilan parodias de mejor o peor gusto, todos ellos coinciden en considerarlo insoportable.
Sin embargo, sus razones para encontrarlo detestable son diametralmente opuestas a las mías: la corriente mayoritaria opina que es todo demasiado perfecto y empalagoso, y que los maravillosos padres de Caillou nos desmerecen a los demás, a los padres normalitos que en ocasiones perdemos la paciencia y somos incapaces de enfrentarnos a la vida con semejante dosis de ingenio y creatividad.
La verdad es que no estoy de acuerdo para nada.
Quizás se deba a que descubrí a Caillou de la peor forma posible: nos obsequiaron con un DVD que contenía, entre otros, el episodio titulado Caillou tiene una pesadilla. Se trató de un regalo hecho sin duda con buena intención pero con mala sombra, un burdo intento de animar a mi hijo mayor, que por aquel entonces tendría la misma edad del protagonista y seguía durmiendo con nosotros, a "independizarse".
En dicho episodio podemos ver como Caillou, aterrorizado por una pesadilla, busca refugio en la cama de sus padres para ser inmediatamente devuelto a su habitación por su madre, que con su habitual, insulsa e irritante sonrisa le conmina a dormir en su cuarto "como un niño mayor".
Caillou sigue sin entender la determinación materna a dejarle solo (según la canción tiene "casi cuatro añitos", yo tengo diez veces su edad y para ser sincera, tampoco la entiendo), así que pide un vaso de agua, y después que le lea un cuento. Siempre sin perder la calma, su amorosa madre se niega a leérselo, porque "es muy tarde y es hora de dormir" y se marcha de la habitación sin pensárselo dos veces.
A continuación el gato Gilbert tira el agua al suelo, lo cual ocasiona una nueva llamada de Caillou a su madre, que se limita a secar el suelo para irse nuevamente.
Caillou sigue sin poder dormir y finalmente decide irse a la cama de sus padres, donde consigue por fin conciliar el sueño, aunque no durante mucho tiempo: su padre se despierta, le pregunta qué hace allí, y a continuación le explica que "en esta cama no pueden dormir 3 personas, y tu cama es perfecta para tu tamaño". (Mentira cochina, mi cama está diseñada para dos personas y en ella dormimos 3).
Esta vez es el padre quien le lleva de vuelta a su cuarto, haciendo (para variar) caso omiso de sus ruegos, y explicándole, eso sí, que la mejor manera de ahuyentar las pesadillas es pensando en cosas bonitas.
Como no puede dormirse, Caillou decide quedarse jugando, y despierta a su madre, que le vuelve a acostar (como no), no sin antes resolver la situación de forma magistral dándole la vuelta a la almohada para ponerla "del lado de los dulces sueños".
En mi opinión, el episodio que acabo de describir rezuma un adultocentrismo repugnante; mi hijo llegó a la conclusión de que habrían dormido todos mejor si los padres de Caillou le hubieran dejado dormir con ellos, pero es evidente que el mensaje que se pretende transmitir es el contrario.
A partir de entonces he ido cogiendo cada vez más tirria a los padres de Caillou: su madre es de una sosería inaguantable, siempre está demasiado ocupada para jugar con él, comete una negligencia gravísima al quedarse dormida en el porche (Caillou aprovecha la ocasión para darse una vuelta por el barrio y hace un montón de descubrimientos, no le atropella ningún coche ni le rapta un pederasta; una amable vecina le acompaña a su casa y se echa unas risas con la madre en vez de denunciarla a los servicios sociales) y cuando le pierde en el supermercado, le recibe con una amplia sonrisa en vez de estar al borde del colapso nervioso como cabría esperar en una persona normal.
El padre, otro sosaina, es una especie de Mac Gyver, pero más fondón, que arregla todos los desperfectos de la casa con una sonrisa y no pierde la calma ni siquiera cuando Caillou se queda encerrado en una habitación a oscuras.
Para rematar, la narradora aprovecha todas las pausas para rellenarlas con sandeces y obviedades del tipo A Caillou no le parecía divertido jugar sin hacer ruido, a Caillou le daba vergüenza haberse caído de la bicicleta mientras su papá le miraba, Caillou quería tener el cohete más rápido del mundo.
Se supone que los padres de Caillou hacen despliegue de una paciencia infinita, pero la verdad es que Caillou nunca tiene una auténtica rabieta: por ejemplo, pide unas galletas en el supermercado, su madre le dice que no porque después de cenar hay un postre especial, y Caillou no rechista. No sé los vuestros, pero los míos nunca se han dejado convencer tan fácilmente. Es bastante poco probable que un niño de cuatro años entienda que no puede tomarse unas galletas en este momento porque le darán un postre dentro de muchas horas.
Ni siquiera Rosie, la hermanita de Caillou, que deberá tener unos dos años y está por tanto en la edad rabietil por excelencia: basta con que su madre le proponga cualquier estupidez, como decorar una vela para el barco de Caillou, para que se olvide de que estaba disgustada por no poder ir con él. También me gustaría que alguien me explicara por qué le pone voz una señora mayor que intenta hablar como un bebé, y por qué tiene que torturar mis oídos con ese esperpéntico yo tambén cuando luego pronuncia correctamente su nombre, R incluída.
Detesto a Caillou porque bajo la pátina de armonía y amabilidad se esconde un mudo reproche: fíjate lo bueno que es Caillou, lo bien que se porta, lo rápido que se deja convencer, lo obediente que es. Caillou no se rebela, no se enfada, no desobedece, como mucho ofrece una débil oposición a los deseos paternos durante el tiempo estrictamente necesario para que sus odiosos padres maquinen una imaginativa manera de hacerle pasar por el aro.
Me dan una sensación parecida a los payasos, se supone que son agradables y divertidos pero los encuentro amenazadores y siniestros desde siempre, me recuerdan a John Wayne Gacy y al asesino de It.
Casi me parece más educativo el humor ácido de Bob Esponja, un entrañable perdedor capaz de reírse hasta de sus propias desgracias que el pluscuamperfecto microcosmo del insufrible niño calvo y su repelente familia.

viernes, 1 de noviembre de 2013

Malditas acelgas

Mi abuela materna, que había conseguido sobrevivir a las dos guerras mundiales, solía decir que en tiempo de guerra el pan era de tan mala calidad que de haberlo lanzado contra el techo, se habría quedado pegado. Obviamente, ni ella ni nadie que conociera lo había intentado nunca, habría sido una locura desperdiciar de esa manera un alimento que a menudo era el único sustento de toda la familia. A mi abuela le tocó vivir tiempos duros, tuvo que experimentar de primera mano el hambre y las privaciones: la carne era un lujo que se reservaba a quien trabajaba, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" solía ser una triste verdad. A menudo no había nada más, solo una canción de cuna para calmar a un niño hambriento. La generación de mis padres no lo tuvo tan difícil, vivieron sin lujos pero sin padecimientos. La carne seguía siendo un manjar que se saboreaba en ocasiones
especiales, y la frase "si no comes eso, no hay nada más", se había convertido en una media verdad, porque si bien la comida ya no escaseaba, la variedad de la misma era más bien poca. En mis tiempos, las cosas habían cambiado radicalmente: vivíamos en una burbuja de relativo bienestar, y si bien no éramos ricos, nunca nos faltó comida. La carne se había convertido en un alimento al alcance de cualquiera, y la frase "si no comes eso, no hay nada más" era un vulgar chantaje, porque todo el mundo tenía la nevera repleta. La comida ya estaba al alcance de todo el mundo, y mis padres habían dejado de envidiar a los vecinos ricos que podían comer filete más de una vez por semana: ahora ese filete estaba en su mesa a diario, y tenían que chocar contra mi incomprensible negativa a comer lo que no me gustaba. Es curioso como las normas cambian según la edad de quién se supone que debe cumplirlas: a mi padre no le gustaba la zanahoria y nunca la comíamos, a mi madre el cordero le daba arcadas y el cordero no entraba en casa, pero yo odiaba las acelgas y me las tenía que comer sí o sí. Todavía recuerdo con terror esas batallas y esas interminables luchas de poder frente a platos repletos de engrudos poco apetecibles, batallas parecidas por cierto a las que padecían mis amigos: los que habíamos tenido la mala suerte de no ser comilones veíamos con terror el momento de sentarnos a la mesa, y en ocasiones seguimos pagando las consecuencias de ello. Cabría esperar que cada generación intentara subsanar los errores de los que ha sido víctima: así lo hicieron mis abuelos, que después de pasar hambre en su infancia se esforzaron en poner a diario comida encima de la mesa; y así lo hicieron mis padres, que después de haber soñado con determinados alimentos, los pusieron a nuestro alcance. Nosotros, que nos pasamos la infancia comiendo bajo coacción, deberíamos tratar de ayudar a nuestros hijos a construir una relación sana con la comida, pero a menudo repetimos los errores que cometieron con nosotros. Incluso hoy en día es bastante corriente poner el grito en el cielo si un bebé se deja un par de cucharadas de puré, amenazar a un niño con terribles carencias si se niega a comer o recurrir a amenazas de todo tipo para que se termine el plato que nosotros le hemos puesto. Por lo que a mí respecta, odio las acelgas, no tanto por el sabor en sí sino por los tristes recuerdos que me han dejado. Al cumplir 18 años decidí que no las volvería a probar, y he cumplido con mi promesa. Mi marido no soporta las alcachofas (supongo que sus motivos para no comerlas son parecidos a los que tengo yo por detestar las acelgas), y también lleva años sin probarlas. Hasta aquí, todo normal. Sin embargo, mi hijo odiaba la tortilla, y más de uno nos consideraba unos bichos raros por no obligarle a tomarla, en el mejor de los casos por pensar que la tortilla debe poseer unas propiedades de las que el huevo frito o cocido carecen, en el peor, enarbolando la bandera de los tan cacareados límites. A mí me pareció más sencillo que eso: no le gustaba la tortilla, pues no comía tortilla; además, no lo consideraba un problema puesto que aceptaba el huevo preparado de otras maneras, pero incluso si no hubiera sido así, habría acabado por buscar otra fuente de proteínas sin empeñarme en hacerle pasar por el aro. Mi hijo estuvo hasta los 6 años aproximadamente rechazando la tortilla, de repente un día se animó a probarla y desde entonces la acepta: no es su comida favorita, pero la toma sin problema. De mi hija no puedo hablar, porque hasta la fecha se ha animado a probar todo lo que se le ha puesto delante: tiene sus gustos, hay cosas que le gustan más y otras menos, hay alimentos que toma en muy poca cantidad y otros que come hasta hartarse. Con ella la comida nunca ha sido una batalla, será porque de entrada le gusta comer más que a su hermano, o porque nos hemos librado de pediatras caducos, consejos perjudiciales y sobre todo porque a estas alturas, el fantasma de las carencias nutricionales ha ido a freír espárragos, nunca mejor dicho. He descubierto que es mucho más fácil que un niño coma sin presión, sin nervios y sin amenazas. Ojalá se lo hubiera dicho alguien a mis padres cuando iban a la tienda a comprar acelgas.


miércoles, 9 de octubre de 2013

Obediencia no, gracias

Por mucho que me canten las alabanzas de la obediencia, no me logran convencer. El mismo concepto de obediencia va de la mano de la autoridad, la disciplina y demás teorías rancias; si bien reconozco que una pizquita de todo eso puede ser necesaria de vez en cuanto, aborrezco soberanamente que estos conceptos se utilicen de forma tendenciosa para confundir adiestrar con educar.
Hablemos claro, admito que a veces me desespera tener que estar repitiendo una y otra vez algo que para mí es obvio sin que me hagan caso; sin embargo, puestos a elegir entre extremos, prefiero mil veces el pensamiento crítico que la obediencia ciega. El primero puede ser cansado, pero la segunda desde luego es peligrosa.
A mi entender, la obediencia está reñida con la autonomía, la individualidad, la libertad, el razonamiento lógico y la espontaneidad, conceptos que tengo en gran estima. El problema de obedecer no está en hacer lo que te manden, que en ocasiones, admitámoslo, es deseable y necesario, sino en hacerlo sin rechistar, sin cuestionar, sin hacer preguntas o sin esperar respuestas.
En temas de crianza (y en realidad, en muchos otros también) me parece importantísimo mantener cierta coherencia; pienso también que lo que sembramos hoy lo recogeremos mañana.
Por este motivo me parece absurdo criar niños sumisos y esperar que el día de mañana se conviertan en adolescentes asertivos, acostumbrarles a hacer todo lo que queremos y extrañarnos cuando en el futuro hagan todo lo que les digan sus amigos, impedirles que decidan por si mismos y quejarnos cuando nos demos cuenta de que no tienen personalidad propia.
Lo malo de la desobediencia (o mejor dicho, de la no-obediencia) es lo infinitamente cansado que resulta a veces tener que estar explicando algo que para nosotros resulta obvio; pero creo que lo bueno radica justamente en esa negativa, ese no que tanto nos persigue en algunas etapas. Me desespera oír ese no en respuesta a algo que para mí es muy importante, pero al mismo tiempo me alegro mucho, muchísimo de que mis hijos sean capaces de decirlo. Detrás de cada no suele haber un motivo, depende de nosotros llevarles de la mano para ir más allá, superar el porque no y el no quiero y ayudarles a analizar sus propios motivos, a hacerse preguntas y a buscar sus respuestas, a razonar, a dialogar, a negociar, a ceder, a darse cuenta de si realmente es importante no obedecer en esta ocasión o si merece la pena capitular; sobre todo,  a entender que su no en ocasiones no podrá ser atendido pero siempre será escuchado.
Habrá momentos en la vida de mis hijos en los que se enfrentarán a situaciones de este tipo, habrá ocasiones en las que se sientan presionados para hacer algo que no quieren, y cuando eso ocurra, bienvenido sea este entrenamiento, que tengan bien claro que no pasa nada por decir no, y que las personas que te quieren seguirán queriéndote incluso si no haces lo que te piden.
Para los detractores, cuando hablo de desobediencia, o de no-obediencia, no me refiero a permitir que salgan a la calle en manga corta en invierno o que prendan fuego a la alfombra del salón para experimentar; lo que quiero decir es que me parece más constructivo explicar, razonar y hablar de las consecuencias que limitarme a imponer mi voluntad y a convertirlo todo en una estéril lucha de poder. La verdad es que la mayoría de los conflictos (por lo menos en mi casa, y en unas cuantas otras que conozco) no suelen deberse a situaciones extremas como los ejemplos que he puesto, sino pequeños matices como jugar un poco más, no recoger, vestirse con una ropa determinada o querer ir al parque aunque lleva, situaciones que en su mayoría se pueden reconducir llegando a un acuerdo sin necesidad de recurrir a la tan cacareada disciplina.
Lo he dicho mil veces y no me cansaré de repetirlo, la disciplina es buena para los soldados, pero el mundo lo cambian los pensadores.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Con otros ojos

He encontrado esta joyita en Facebook, cortesía de uno de mis contactos:

Si os han enseñado a saludar al entrar,
si os han enseñado a tratar de usted a los adultos como forma de respeto,
si os han dicho que en los autobuses hay que ceder el sitio a las embarazadas y a las personas mayores,
si os han enseñado que hay que respetar los bienes comunes igual que los propios,
si os han enseñado que la honradez es una virtud y no un defecto,
si os han enseñado que el respeto que se muestra es respeto que se gana,
si os habéis criado con comida casera,
si habéis jugado en la calle durante horas,
si no teníais ropa de marca,
si vuestra casa no era a prueba de niño,
si os castigaban cuando os portabais mal,
si os han dado un azote de vez en cuando,
si teníais un televisor en blanco y negro y teníais que levantaros para cambiar de canal,
si las tiendas cerraban los domingos,
si habéis bebido agua del grifo,
si no hablabais inglés con 6 años y no teníais móvil con 9 pero sabíais lo que significaba ser educados,
¡compartid en vuestro muro y demostrad que habéis sobrevivido!

Técnicamente, puedo suscribirlo: me identifico con muchas cosas, he tenido una infancia así, me han enseñado todo eso, o por lo menos lo han intentado.
Mi primera impresión ha sido de rechazo, me ha molestado el tono autocomplaciente, la admiración no tan encubierta hacia una forma de crianza que ha causado bastante daño, el tufillo rancio que desprende la mal disimulada crítica hacia los jóvenes de hoy.
Por un momento, pensé en compartirlo en mi muro acompañado de un comentario irónico, he sobrevivido y casi no me han quedado secuelas, pero no sé si se habría captado la intención; con lo cual, me ha parecido mejor opción dedicarme a despellejar el texto en mi rinconcito virtual.
Lo he vuelto a leer con más atención y con cierta incredulidad, ya que la persona que lo ha compartido es de mi misma edad, por tanto esta perlita va dirigida a los de nuestra quinta.
Tengo que admitir que hasta agradezco este reconocimiento tardío, pues a estas alturas acabo de enterarme de que pertenezco a una generación de niños educados y respetuosos: no sé si el autor lo recordará, pero cuando éramos niños la opinión que los adultos tenían de nosotros era bien distinta, por aquel entonces nos consideraban una panda de mocosos malcriados, ruidosos y desagradecidos, hijos de unos padres blandengues y permisivos incapaces de imponernos una mínima disciplina.
Creo que el primer texto en el que se recoge una queja sobre los jóvenes que no respetan la autoridad se atribuye a Aristóteles: por desgracia, la falta de empatía y la incomprensión generacional perduran en el tiempo; lo que quizás me ha impactado ha sido descubrir que personas de mi edad opinan igual que lo hacían nuestros abuelos, y eso me hace sentirme terriblemente vieja.
No voy a entrar en el juego, no voy a achacar todos los males del mundo moderno a la falta de disciplina. Me sorprende la seguridad con la que el autor del texto habla de educación y respeto, como si fuéramos un dechado de virtud gracias a la mano dura.

Imagen: www.freedigitalphotos.net
Pues no, no lo somos, nos enseñaron a respetar a los que eran mayores que nosotros pero hoy en día no somos educados ni respetuosos en la forma de dirigirnos a la compañía de seguros, al panadero o al televendedor que nos ofrece algo que no necesitamos; nos han enseñado a ceder el asiento a los mayores y ahora no nos levantamos ni a tiros, esperando que lo haga alguien en nuestro lugar; nos han hablado de honestidad y honradez y solo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor, desde la clase política hasta el simpático fontanero que sugiere no hacernos factura para ver lo hondo que ha calado el mensaje.
Será que las lecciones que perduran son las que se aprenden con amor y no con miedo.
Hemos crecido, hemos soñado con cambiar el mundo y hemos caído en el mismo error que ya cometieron nuestros padres, y sus padres antes que ellos, y así sucesivamente hasta formar una cadena infinita: preferimos no pensar que los niños y los jóvenes de hoy son un reflejo nuestro, es más tranquilizador aferrarnos a un pasado que nunca existió realmente, en vez de enfrentarnos a nuestras propias limitaciones.
Dentro de lo malo, a pesar del autoritarismo y de la rigidez con la que muchos fuimos educados, hay que decir que contábamos con una ventaja que los niños de hoy en día no tienen: a nosotros nos dejaron ser niños.
No necesitábamos ir a un restaurante con la consola o el DVD portátil, porque no existían, pero sobre todo porque no nos obligaban a aguantar una sobremesa interminable sin hacer ruido.
Podíamos pasarnos la tarde jugando porque no teníamos jornadas maratonianas ni nos asfixiaban con un sinfín de actividades extraescolares.
Si alguien llegaba al parque con un balón de fútbol los padres hacían de espectadores, o como mucho de árbitros, y disfrutaban viendo el partido en vez de enseñarnos las mejores tácticas para marcar más goles que el equipo contrario.
Nos enseñaban a jugar con nuestros amigos, no contra ellos, y si nos enfadábamos por perder nos recordaban que lo importante es participar en vez de apuntarnos a clases para mejorar nuestra técnica.
Nos dejaban jugar como nos daba la gana, sin instrucciones, ni normas ni intervenciones constantes.
No tuvimos las llaves de casa hasta la adolescencia porque cuando llegábamos del colegio siempre había alguien esperándonos.
Nos podíamos ir de vacaciones durante un mes entero, incluso sin ser ricos y si en casa entraba un solo sueldo.
Si nuestros padres se iban de viaje nos llevaban con ellos, porque por aquel entonces no se consideraba prioritario seguir haciendo vida de pareja.
Podíamos vivir, en vez de observar la vida a través de los barrotes de una jaula dorada.
Quizás deberíamos dejar de imponer límites y empezar a transmitir valores, deberíamos mirar a nuestros hijos y preguntarles qué necesitan en vez de tratar de darles lo que a nosotros nos ha faltado, a la vez que les quitamos su esencia y su libertad.
Sobre todo, deberíamos recordar que nosotros también hemos sido niños, en su día faltábamos el respeto a nuestros mayores, nos negábamos a ducharnos durante días, pasábamos fines de semana enteros viendo la tele en vez de hacer los deberes, nos manchábamos y ensuciábamos a más no poder, nos reíamos a carcajadas cuando debíamos guardar la compostura, nos aburríamos, desobedecíamos de mil maneras, veíamos dibujos violentos y nada educativos, mentíamos, pensábamos que los adultos eran una especie aparte, unos seres insufribles, incapaces de entendernos y de ponerse en nuestro lugar, y decidimos no ser como ellos cuando nos llegara el momento.
Empecemos por fin a mirar la infancia con otros ojos.

viernes, 30 de agosto de 2013

La madre que soy, la niña que fui

Regreso nuevamente después de otra larga ausencia; de momento, estoy todavía acostumbrándome a la vida cotidiana después de casi un mes de playa.
Este año nos ha acompañado mi padre durante unos días: por primera vez ha podido jugar con sus nietos en un entorno distinto al habitual, y mis niños han tenido la oportunidad de divertirse con su abuelo durante días enteros.
A pesar de los achaques y los problemas de salud, mi padre no ha tenido reparo a la hora de hacer castillos de arena o de nadar en la piscina con ellos; en cuanto a mí, verle tan conectado, tan relajado con sus nietos me ha provocado una extraña dicotomía: la madre que soy se alegra de ver cómo quiere a mis hijos, pero la niña que fui, y que todavía dormita en algún lugar de mi mente lo ve de forma más confusa.
Ante todo, quiero dejar claro que no he tenido una infancia especialmente desgraciada o traumática; a mis ojos, éramos una familia normal, increíblemente envidiables en algunos aspectos y terriblemente disfuncionales en otros. A ojos de la corriente mayoritaria, la educación que yo recibí es considerada hasta la fecha un ejemplo de sensatez y de sentido común: cariño y diálogo en los buenos momentos, control, disciplina, autoritarismo y alguna que otra bofetada en los malos.
Mis padres me han querido con locura y creo sinceramente que han hecho lo que creían mejor; por desgracia, me temo que en ocasiones se dejaron llevar por el miedo a que me torciera o saliera mal, como si mi personalidad y mi forma de ser fueran el resultado de la educación recibida, y no supieron, o no se atrevieron a reaccionar ante los desafío de otra manera que no fuera con mano dura.
Son historias viejas de años, y aún así me han marcado profundamente. Hace no mucho estaba en el supermercado con mi padre y mi hija, ayudando a mi padre a guardar la compra; por un despiste, se me escapó de las manos un bote de tomate frito que se estrelló contra el suelo. No sé qué me pasó, por qué se me cruzaron los cables de esa manera, pero me sorprendí oyéndome decir una y otra vez, como si fuera un mantra, lo siento, no quería hacerlo, no volveré a hacerlo, no volverá a pasar.
Mi relación con mi padre es buena, pero a veces nos topamos con un enredón de palabras no dichas y disculpas no formuladas. Durante estas vacaciones, la madre que soy respiró aliviada al verle observar una rabieta de mi niña con cariño y paciencia, mientras la niña que fui recordaba las veces que había llorado lágrimas amargas, sintiéndose ignorada y humillada en la soledad de su habitación.
Una mancha en el mantel ahora es simplemente eso, una mancha en el mantel, una ínfima molestia que dejará de serlo después de la próxima colada: ya no es una tragedia de proporciones apocalípticas, pero la niña que fui no entiende que algo que ahora tiene tan poca importancia pareciera un asunto de estado.
Crecí pensando que era mala, me convertí en una adolescente rebelde, indomable y con tendencias autodestructivas, conocí a mi marido y senté cabeza, y cuando me convertí en madre descubrí que había sido una niña perfectamente normal.
La niña que fui sigue esperando una rectificación, no exactamente una disculpa, pero una admisión de que algunas cosas se habrían podido hacer de otra manera. La niña que fui recuerda lo que era y añora lo que pudo ser. A veces odio a esa niña, me amarga más de un rato agradable; en otras ocasiones, trato de comprenderla como nadie la comprendió jamás, intento hallar la llave de su corazón para que deje atrás el rencor y el dolor, para que por fin pueda volar libre.

sábado, 29 de junio de 2013

Que le den al "todo vale"

El 29 de junio se celebra el Día mundial del sueño feliz, y lo voy a celebrar con una entrada dedicada al sueño infantil.
Es un tema que parece estar de moda, dada la cantidad de autoproclamados gurús y expertos que van surgiendo por doquier, cada uno con sus teorías, opiniones o evidencias.
Creo que cualquiera que haya leído un par de entradas de este blog habrá entendido que le tengo declarada la guerra al método Estivill y afines; me parece que es un tema actual, de hecho, cada vez que he escrito unas líneas dándole caña al "metodito" las lecturas han subido como la espuma. Sin embargo, en esta ocasión no voy a hablar de esa corriente, sino de otra, puede que más sutil pero igual de dañina.
No sé si tiene nombre oficial, al desconocerlo la he bautizado el "todo vale". Sus adalides no se deciden por ninguna postura definida, van dando bandazos de un lado a otro con el objetivo de caer bien a todo el mundo, de captar el mayor número posible de seguidores o clientes con independencia de su forma de pensar.
A efectos prácticos se suele traducir en un cúmulo de disparates, como por ejemplo dar por hecho que todos los padres quieren lo mejor para sus hijos, y por tanto es igual de respetable dejarles llorar que atenderles; que el sueño es un proceso evolutivo, pero el bebé tiene que adquirir una serie de hábitos para dormir de forma correcta; que cada niño es distinto y lo que funciona con uno no funcionará con otro, pero hay que acostarles en la cuna despiertos para que se duerman solos y así sucesivamente.
Admito que nunca me han gustado las medias tintas, pero haciéndome un poco de terapia tengo que confesar que tengo tanta manía a este afán de quedar bien y de darlo todo por bueno porque en mi infancia fui una víctima del "todo vale".
Mi madre decía que dormí mi primera noche del tirón a los tres años y medio. Según las circunstancias y el humor del momento, este suceso se convertía en una simpática anécdota a compartir durante la sobremesa de una comida familiar (ahora os vais a reír un rato con esto), un velado reproche (fíjate lo mal que lo pasé) o directamente una maldición encubierta (ya verás como te toque uno igual).
Entre el pediatra que les decía que no debían dejarme llorar pero tenían que sacarme de su habitación lo antes posible, el libro del Dr. Spock que consideraba el colecho una perversión sexual y los consejos agoreros de amigos y vecinos, a mis padres les tuvo que costar horrores capear el temporal durante esos tres años y medio.
Para tener a todos contentos, me acostaban despierta en mi cuna y en mi habitación, y si me despertaba mi madre acudía a calmarme, sin sacarme de la cuna y por supuesto sin llevarme a su cama, si yo me negaba a dormir ella tampoco dormía.
Me contó que le pidió al pediatra que me diera algún medicamento para dormir (tengo entendido que en aquellos años no se andaban con chiquitas, recetaban tranquilizantes para adultos en dosis reducidas) y el médico dijo que ni hablar, que eso podía ser muy peligroso y no iba a poner en riesgo mi salud; visto así, se lo agradezco, pero a decir verdad, tampoco aportó ninguna idea más allá de tener paciencia.
De aquella época me han quedado algunos flashbacks, con el tiempo he llegado a dudar de si se trata de recuerdos reales o si de algún modo los he implantado en mi memoria al empezar a bucear más profundamente en el mundo del sueño infantil. Sea como sea, me veo a mí misma de pie en esa cuna, agarrada a los barrotes, llorando a pleno pulmón mientras unas sombras amenazadoras se ciernen sobre mí. No recuerdo nada más, no sé cuánto tiempo tardaban mis padres en acudir o qué hacían. Lo único que la huella del tiempo no ha conseguido borrar es ese fotograma, una niña pequeña llorando de pie en la cuna.
Sabiendo lo que ahora sé, algo me dice que no quería estar sola, y que todos nos habríamos ahorrado un montón de noches insomnes si mis padres hubieran hecho caso a su instinto y no al pediatra o al Dr. Spock.
Cuando nació mi hijo, tenía el listón tan sumamente bajo en lo que a sueño se refería que casi di saltos de alegría al descubrir que no tenía que pasarme las noches de pie. Hay que decir que dormía con nosotros, pero por aquel entonces curiosamente no lo relacioné, ni lo consideré una circunstancia digna de mención.
También hay que decir que la maldición no se cumplió, porque mi hijo por lo general no se despertaba excesivamente, su "problema", si así lo queremos llamar, era que podía tardar una eternidad para dormirse.
En cuanto a mi niña, no sé si será como era yo a su edad, pero es posible que haya cierto parecido. Hasta el año y pico se dormía en cinco minutos a lo sumo, pero se despertaba, en media, cada dos horas. Ahora que le falta poco para cumplir los tres me ha regalado alguna que otra noche del tirón, pero lo habitual es que se despierte una o dos veces.
Se vuelve a dormir con la teta, lo cual nos anestesia al instante a las dos y prácticamente ni nos enteramos, pero supongo que de haber aplicado los consejos que el pediatra dio a mi madre, a estas alturas estaría para el arrastre.
Y aún así hay quien se empeña en intentar demostrar lo perjudicial que es pasar la noche lo más decentemente posible en vez de complicarse la vida para forzar la máquina, en tratar de convencernos que es mejor arruinarnos el presente para evitar unas hipotéticas secuelas futuras, en hacernos ver que hay que buscar un término medio cuando en este extremo se está estupendamente.
Pues así de claro, que le den al "todo vale", con lo a gusto que me siento yo en mi rinconcito radical.

viernes, 21 de junio de 2013

La sombra del destete

En realidad era un virus, pero no lo supe hasta hoy.
El lunes pasado, mi niña dejó de pedir y de tomar pecho de manera abrupta e inexplicable. Si le ofrecía, se acercaba a la teta y le hacía mimos, pero a continuación me decía "teti, no" y la volvía a guardar.
No mamó nada por la mañana, ni por la tarde; por la noche lo intentó, pero se desenganchó tras unos segundos. Se despertó llorando en medio de la noche, incapaz de volverse a dormir mamando y también de dormirse de otro modo. Tras un tiempo que me pareció interminable, y mucho sufrimiento por parte de ambas, acabó quedándose dormida con mimos y besos, y cuando lo hizo me quedé a su lado luchando contra las lágrimas.
Por primera vez en casi tres años, me planteé seriamente la posibilidad de que mi hija se destetara y tuve que admitir que no estaba, no estoy preparada para ello.
Las pocas veces que pensé en el destete, me lo imaginé como algo progresivo, una reducción paulatina de tomas hasta eliminarlas por completo, nunca creí que pudiera dejar de mamar sin más de forma tan inesperada y repentina.
Empecé a buscar información sobre destetes y huelgas de lactancia, pero la leía de forma distraída y sin apenas prestar interés, porque más que la teoría, lo que me importaba realmente era saber cómo acabaría lo nuestro.
Fueron momentos muy angustiosos que no pude compartir con nadie: de habérselo contado a mi entorno, probablemente me habrían dicho que ya era hora. Acudí a mi tribu virtual sabiendo que me entenderían, que no me juzgarían, que posiblemente intentarían hacerme ver lo positivo de la situación, pero sin presionarme, acompañándome en mi duelo.
Mi único consuelo habría sido decirme a mí misma que nuestra lactancia había durado todo lo que ella había querido; pero no paraba de darle vueltas a esa coletilla de "hasta que la madre y el niño quieran", me la repetía una y otra vez como si fuera un mantra, hasta llegar a la conclusión de que es prácticamente imposible conseguir un destete de mutuo acuerdo: el destete se suele producir cuando una de las dos partes decide unilateralmente poner fin a la lactancia, y a la otra no le queda más remedio que acatar una decisión impuesta.
Hace mucho que me he prometido a mí misma que no voy a forzar ni a inducir el destete en ningún momento: será mi niña la que decida dar ese paso cuando se sienta preparada para ello. Dejaré que elija cuándo y cómo hacerlo, lo único que espero es que lo haga de forma progresiva, para que me dé tiempo a mentalizarme, a aceptar la nueva realidad.
De momento, lo del lunes ha sido una falsa alarma: la pobre está con mocos y dolor de garganta, creo que no mamaba porque le costaba respirar. La noche del martes, tras unas cuantas vueltas en la cama sin conseguir encontrar una postura cómoda, se enganchó casi por arte de magia y recuperó con creces todo lo que no había mamado durante ese día y el anterior.
Ahora estamos intentando capear los últimos coletazos del virus, así que por lo menos de momento, tras superar el primer gran susto después de la relatación, parece que tengamos teta para rato.

lunes, 3 de junio de 2013

Gotas de amor

Mi amiga Mon está empezando una recopilación de relatos sobre lactancia para su blog, y me ha pedido que participe.
En el pasado escribí largo y tendido sobre mi lactancia, el fracaso con mi hijo mayor, los comienzos duros con mi hija, la relactación, la victoria final (victoria con todas las letras, porque así la siento), así que pensé que estaba todo dicho, pero me equivocaba: todavía quedaba por relatar el día a día, la calma después de la tormenta, el triunfo después de las adversidades. Ad astra per aspera, hasta las estrellas a través de las dificultades: es una frase que me ha reconfortado en muchas etapas de mi vida, hasta convertirse en parte de mí. La llevo tatuada, en el cuerpo y en el alma.

Gotas de amor


Es una noche cualquiera. Tumbada en la cama con mi hija acurrucada contra mi pecho, disfruto por un instante de este momento de paz interior. Está profundamente dormida, hace rato que ha dejado de mamar, pero descansa con la cabeza apoyada en su teti, como suele llamarla, con una manita sujeta a mi escote.

Este instante, tan cotidiano y al mismo tiempo tan especial, forma parte de nuestras vidas desde hace mucho tiempo; sin embargo, si echo la vista atrás recuerdo que hubo un tiempo en el que me habría parecido imposible llegar hasta aquí.

Nuestros comienzos fueron muy duros, empezamos con lactancia diferida, luego mixta, sin parar de peregrinar por consultas de especialistas y grupos de apoyo de vario tipo en búsqueda de una ayuda, una solución.

Hay lactancias que son un camino de rosas, y otras que requieren subir a la cima de una montaña. Hubo una época en que me pregunté qué había hecho para ser castigada con la segunda, pero eso fue hace mucho tiempo: he llegado a la cima de la montaña, pero sobre todo he llegado a quererla, porque es mi montaña, me estuvo esperando durante todo este tiempo aunque no lo supiera, y quizás, si no hubiera tenido que subir, hoy en día no disfrutaría tanto del paisaje.

Ya no hay reivindicación, ni rabia, ya no discuto con nadie que ponga en tela de juicio mi decisión de amamantar ni me torturo por lo que fue o lo que habría podido ser. Ahora sé que mi cuerpo está capacitado para alimentar a mi hija, que mis tetas son perfectas, a pesar de las estrías, porque de ellas brotan gotas de amor.

Cada toma es un momento íntimo, mágico, especial: intercambiamos miradas que expresan lo que las palabras no alcanzan a decir, mientras disfrutamos de la cima de nuestra montaña, del camino que hemos recorrido y del que nos queda por recorrer.
Nada dura para siempre, y algún día ella decidirá ponerle fin; entonces bajaremos de la montaña y al echar la vista atrás intentaré retener las lágrimas mientras la grabo a fuego en mi corazón.

jueves, 30 de mayo de 2013

Redecorando mi vida

Estoy de vuelta, tras un paréntesis más largo de lo que pretendía; durante este tiempo, me he planteado muchas veces volver a escribir y no lo he hecho por varias razones: por falta de tiempo, de inspiración, por cansancio, por encontrarme sumergida en un proyecto del que hablaré a su debido tiempo.
El guiño al viejo anuncio de Ikea se debe a que últimamente ando bastante ocupada porque me he planteado reformar un poco la casa. Las obras no han empezado todavía, y puede que ni siquiera empiecen hasta dentro de un tiempo, pero por ahora estoy contactando con varias empresas y comparando presupuestos.
No es que mi casa se caiga a trozos, pero le hace falta un lavado de cara: las paredes necesitan un repaso después de tantos años de balonazos, "frenadas" con las manos y expresiones artísticas infantiles de vario tipo; la habitación desde la que escribo es muy pequeña y prácticamente solo cabe el escritorio y una estantería, me gustaría ampliarla un poco para añadirle una pequeña zona de estar, con un sofá cama por si alguien se queda a dormir algún día; mi hija también va necesitando un dormitorio en condiciones, no para dormir sola (no tenemos ninguna prisa, ni ella ni nadie) sino para tener su propio espacio; el suelo también se está empezando a levantar, cortesía de la bicicleta, las motos y demás vehículos.
A veces pienso que si nos tocara el gordo de la lotería compraríamos un ático con piscina y nos olvidaríamos de todo; pero luego pienso que incluso en ese caso no me gustaría marcharme de aquí, porque con todos sus defectos, es y seguirá siendo mi casa.
Es una casa bastante grande, quizás más grande de lo que realmente necesitemos; se la compramos en su día a unos señores que la habían recibido en herencia y estaban muy deseosos de deshacerse de ella. No fue precisamente barata, pero el precio que pagamos por ella estaba bastante por debajo de lo que se estilaba en aquellos tiempos.
La decoración es algo que siempre me ha gustado, desde la primera vez que cayó en mis manos, por casualidad, una revista de ese tipo: me quedé embelesada mirando fotos de mansiones que nunca me podré permitir, cocinas del tamaño de mi salón y luz que entra a raudales hasta por la ventana del baño. Hasta la fecha, sigo asombrándome ante el atino que demuestran algunos a la hora de encontrar textiles que combinan perfectamente con la alfombra y la vajilla.
En realidad, mi casa dista bastante de ser una casa de revista; en su momento, se convirtió en una casa a medida de bebé. Ahora, ya no necesito tapar enchufes ni forrar esquinas, porque ya superamos esa etapa, pero mi salón sigue siendo de estilo minimalista-barroco: minimalista en la parte inferior, porque escasean los adornos que se puedan romper y los muebles con los que se pueda tropezar, y barroco en la parte superior, en cuyos estantes se amontona todo lo que quité de abajo.
Admito que además de la necesidad objetiva de ofrecer una vivienda presentable a la vista de los invitados, está mi propio deseo de que mi casa cambie conmigo. Sigo evolucionando y transformándome, cada vez me siento peor por fuera pero mejor por dentro, y puede que necesite que mi hogar se vuelva a convertir en reflejo de mí.
A mi niño le encantan la ciencia ficción, el espacio, la astronomía y la saga de Star Wars: me gustaría sorprenderle con una habitación espacial, ponerle una cenefa de papel pintado que reproduzca el universo, o pintarle un mural que simule el espacio.
Mi niña todavía no tiene gustos claros; en cuanto a mí, me gustaría que tuviera una habitación bonita y acogedora sin caer en la tentación de abusar del rosa y llenarlo todo de motivos princesiles, más empalagosos que el algodón de azúcar.
El pasillo es lo que tengo más claro: un buen empapelado lavable y resistente que aguante carros y carretas en la parte inferior y pintura plástica de la buena en la superior.
Mañana tengo la última visita para medir y mirar; después seguiré esperando los presupuestos, que van llegándome con desesperante lentitud y tras compararlos iremos decidiendo.
Hay más cosas, más temas y más novedades, que iré contando en las próximas entradas. Esta vez no volveré a tardar tanto: no sé si habéis echado de menos mi blog, pero yo sí, y me alegro de estar de vuelta.

viernes, 12 de abril de 2013

Desmontando al juez Calatayud

Recientemente ha llegado a mi facebook un "decálogo", supuestamente escrito por el juez de menores Emilio Calatayud, en el que se recomiendan los pasos a seguir para convertir a tu hijo en un delincuente juvenil.
No pretendo analizar ni criticar su labor como juez, sin embargo creo que este señor (al igual que muchos otros que se convierten en personajes mediáticos) ha cometido el error de difundir sus opiniones e idiosincrasias personales disfrazándolas de consejos de experto, amén de que una persona que afirma públicamente que confundir un cachete con maltrato es una tontería está incitando públicamente a cometer un delito, ni más ni menos que si un economista dijera que es una tontería confundir la sustracción de una cartera con un robo.
No soy experta en leyes, ni psicóloga, pero en mi opinión, la práctica totalidad de los menores delincuentes tiene que haber sufrido algún tipo de abuso o carencia en su infancia: obviamente, no se trata de utilizar este argumento para justificar las conductas delictivas, pero el primer paso para erradicarlas debería ser tratar de entender por qué se producen, y corregir los factores que las han hecho posibles.
Supongo que esta teoría no vende, o por lo menos el juez Calatayud prefiere aportar un enfoque - a mi juicio - más demagógico y simplón.
A continuación os detallo el famoso decálogo: en cursiva, los consejos del insigne juez, seguidos por mis propias opiniones, lógicamente igual de rebatibles que las de cualquiera.
Imagen: Gavel, de Salvatore Vuono
www.freedigitalphotos.net
1. Comience desde la infancia dando a su hijo todo lo que pida. Así crecerá convencido de queel mundo entero le pertenece.
Si por "darle todo lo que pida" entendemos sobrecargar al niño de caprichos materiales, estoy de acuerdo: el materialismo desenfrenado me parece peligroso. Más peligroso aún me parece comprarle un juguete a un niño para suplir la falta de tiempo, o de ganas. Un niño pequeño no suele desear cosas materiales, lo que desea es cariño, atención, dedicación y tiempo: si no los recibe, es posible que con el tiempo intente compensar esa carencia acumulando pertenencias de forma casi compulsiva. El error es que tendemos a pensar que esos niños han sido excesivamente mimados y que su problema es que nunca se les ha negado nada, cuando en realidad se trata de todo lo contrario.
Cuando yo era niña, mi padre tenía dos trabajos, uno de lunes a viernes y otro de fines de semana y festivos. No culpo a mi padre por hacerlo, ni a mi madre por permitirlo, pues intentaron de buena fe darme lo que les había faltado en su infancia; de lo que sí les culpo es de no haberme escuchado. He perdido la cuenta de las veces que tuve que oír que gracias a ese segundo trabajo mis padres podían pagar mi ortodoncia, las clases de inglés o el viaje anual; del mismo modo que he perdido la cuenta de las veces que les contesté que habría renunciado encantada a todos esos lujos a cambio de poder contar con la presencia de mi padre en la comida de Navidad o en la función del colegio. Incluso acabé por hacer lo que suelen hacer los niños en ese tipo de situación, es decir, romper mi hucha y llevarle a mi padre el puñado de moneditas que había conseguido ahorrar para que se las quedara y me ofreciera a cambio su tiempo; huelga decir que no sirvió de nada.
Mi padre acabó dejando el segundo trabajo cuando yo tenía 14 años, demasiado tarde para disfrutar de una sesión de mimos los fines de semana, una guerra de cosquillas o una simple tarde en el parque.
Los juguetes, los regalos, los caprichos pueden esperar; por desgracia, el tiempo perdido no volverá nunca.

2. Reídle todas sus groserías, tonterías y salidas de tono: así crecerá convencido de que es muy gracioso y no entenderá cuando en el colegio le llamen la atención por los mismos hechos.
Las groserías, tonterías y salidas de tono no suelen ser comportamientos innatos; quiero pensar que si un niño ha adquirido esas costumbres en edad preescolar, será porque las ha visto y oído en algún sitio, presumiblemente en casa, en boca de sus padres o de quienes se encargan de educarle. Sería más lógico decir que los niños suelen aprender de lo que ven, y alertar a continuación a los adultos a intentar cuidar, en la medida de lo posible, sus formas y su lenguaje; pero parece que el juez Calatayud considera más efectivo reñir o castigar a un niño por hacer lo mismo que otros hacen a su alrededor.

3. No le déis ninguna formación espiritual: ¡ya la escogerá él cuando sea mayor!
Por lo que he podido leer, D. Emilio Calatayud es una persona de profundas convicciones religiosas, y posiblemente ha elegido la palabra "espiritual" por considerarla políticamente más correcta y aceptada por un público más amplio que si hubiera dicho "católica". A mi entender, viene a significar lo mismo, por lo menos si nos regimos por lo que declara en las entrevistas (a saber, que los valores de la religión católica son "muy buenos", que si la Iglesia - entendida como institución - ha logrado sobrevivir durante 20 siglos "por algo será" y que le preocupa el laicismo imperante en la sociedad contemporánea).
Para añadirle un toque de humor, supongo que su defensa del cachete será el equivalente terrenal de la recomendación evangélica de ofrecer la otra mejilla.
Ahora en serio, y sin ánimos de ofender las creencias de quiénes me puedan estar leyendo, no entiendo qué problema hay en cuestionar las cosas: al contrario, a mí me parece una actitud sana, señal de pensamiento crítico.
Si yo le digo a mis hijos que yo creo en tal cosa, y que ellos tienen que creer en lo mismo porque es la única manera correcta de ver la vida, me temo que no les estoy formando espiritualmente, más bien les estaré adoctrinando. Cuando una dictadura (ya sea de corte político o religioso) adopta una única línea de pensamiento nos parece un intolerable atropello de los derechos humanos; en cambio, si los afectados son niños, es un bonito ejemplo de "formación espiritual".

4. Nunca le digáis que lo que hace está mal: podría adquirir complejos de culpabilidad y vivir frustrado; primero creerá que le tienen manía y más tarde se convencerá de que la culpa es de la sociedad.
En realidad, con este punto estoy de acuerdo en parte. Educar implica necesariamente corregir las conductas inadecuadas; sin embargo, el tema de la frustración me chirría bastante, porque suele conllevar la idea de que es buenísimo que los niños aprendan a tolerar la frustración, y por tanto debemos propiciar esas ocasiones, imponiéndoles límites caprichosos, absurdos y arbitrarios.

5. Recoged todo lo que vaya dejando tirado: así crecerá pensando que todo el mundo está a su servicio; su madre la primera.
Es más probable que un niño aprenda a ser ordenado si sus padres también lo son; exigirle que su habitación esté impecablemente recogida cuando la nuestra es todo lo contrario se me antoja un poco incongruente.

6. Dejadle ver y leer todo: limpiad con detergente, que desinfecta, la vajilla en la que come, pero dejad que su espíritu se recree con cualquier porquería. Pronto dejará de tener criterio recto.
Sinceramente, esta frase me produce urticaria, me ha recordado la novela 1984 de George Orwell.
He sufrido un exceso de autoridad durante mi infancia, y más adelante las secuelas del mismo, y aún así puedo decir que mis padres nunca jamás censuraron lo que veía y leía. Es una actitud bastante contraproducente, pues la mejor manera de tener un "criterio recto" es comprobando que existen muchas formas de pensar, y quedarnos con lo bueno que pueda haber en cada una de ellas a la vez que deshechamos lo malo.
He sido lectora empedernida durante mi infancia y mi adolescencia, y en mis manos ha caído absolutamente de todo, desde el Mein Kampf de Hitler hasta el mismísimo Kama Sutra (dicho sea de paso, nunca he sido neonazi a pesar de que semejante lectura podía haberme alejado de la rectitud moral; en cuanto al Kama Sutra, os diré que las famosas posturas ocupan un par de páginas a lo sumo, por lo demás se le puede considerar un manual de buenos modales). Si nos imponen "desde arriba" nuestras lecturas y aficiones, nos prohíben lo normal, es probable que caigamos en la anormalidad.

7. Padre y madre discutid delante de él: así se irá acostumbrando, y cuando la familia esté ya destrozada lo encontrará de lo más normal, no se dará ni cuenta.
Si bien no me parece acertado recurrir a la agresividad verbal delante de los niños (ni detrás), considero que la familia somos todos, y una discusión constructiva y pacífica no tiene por qué llevar al destrozo.
Un matrimonio puede fracasar por las razones más variadas, y creo que un niño ya tiene bastante con intentar superar la separación de sus padres como para culparle por su forma de ver la situación.

8. Dadle todo el dinero que quiera: así crecerá pensando que para disponer de dinero no hace falta trabajar, basta con pedir.
Dados los tiempos que corren, para muchos padres será materialmente imposible darles a sus hijos todo el dinero que quiera.

9. Que todos sus deseos estén satisfechos al instante: comer, beber, divertirse,…¡de otro modo podría acabar siendo un frustrado!
Pues yo cuando tengo sed voy a por agua; cuando tengo hambre, pico algo aunque no sea la hora establecida. Pero yo soy mayor de edad, si no lo fuera, habría que emplear un doble rasero.

10. Dadle siempre la razón: son los profesores, la gente, las leyes… quiénes la tienen tomada con él.
Otra frase que se las trae... No se trata de dar la razón ni de quitarla, sino de analizar la situación de forma objetiva. Si el día de mañana uno de mis hijos tiene un conflicto con un adulto y considero que no tiene razón, así se lo haré saber a todas las partes implicadas: opino que lo importante no es no equivocarse sino ser capaces de recapacitar y rectificar cuando eso ocurre. Lo que no voy a hacer es quedarme callada ante una injusticia por miedo a "desautorizar" al adulto de turno, concepto que por desgracia está muy de moda.
Un niño acostumbrado a ser regañado cada vez que le lleva la contraria a un adulto acabará por perder la confianza en sus progenitores y no acudirá a ellos ni siquiera en casos graves, como puede ser por ejemplo un abuso sexual, porque pensará de entrada que sus padres no le defenderán. Puede parecer descabellado pero os aseguro que no me lo invento.

“Y cuando su hijo sea ya un delincuente, proclamad que nunca pudisteis hacer nada por él”.
Sin comentarios.

Adiós, Pirata Tuerto

A lo mejor no es definitivo, pero de momento lo parece: desde hace varias noches, mi hijo no me pide que le cuente un cuento antes de dormir. Ahora le doy un beso y se queda en su habitación mientras yo voy a dormir a su hermana; con solo aguzar un poco el oído puedo saber lo que hace. Le oigo abrir cajones, sacar pinturas o juguetes con los que se entretiene un rato; oigo a su padre entrar a hablar con él, darle las buenas noches; más tarde un crujido de muelles me dice que se ha metido en la cama.
Mi hija está en una de esas etapas en la que se resiste al sueño todo lo que puede, con lo cual en ocasiones llego a tardar una hora. Cuando salgo de la habitación, la casa está a oscuras, en silencio excepto por la televisión que mi marido suele ver a esas horas.
Recorro el pasillo intentando no hacer ruido y me paro un momento a contemplarle mientras duerme. Le aparto el pelo de la cara, le doy un beso, si se ha destapado vuelvo a subir el edredón.
Ha pasado otra etapa, en realidad él lo ha querido así, entiende que su hermana tarda mucho en dormirse, que en ocasiones no quiere quedarse sola y es misión imposible contarle un cuento con tranquilidad, quizás también se siente mayor para esos cuentos inventados noche tras noche, siempre distintos y en el fondo muy parecidos.
Al igual que con anterioridad me despedí de la ciudad de los conejos, del fantasma cantarín y de la ranita traviesa, ha llegado la hora de decirle adiós al Pirata Tuerto. En realidad es un Playmobil, comprado hace dos años en una tienda de Sepúlveda en ocasión de un viaje de Semana Santa, y se convirtió inmediatamente en uno de sus juguetes favoritos; en lo que a cuentos se refiere, después de dos años ha sido el personaje más longevo que ha protagonizado nuestro final del día.
Ya no hay más cuentos, ya no me acurruco junto a él respirando el olor de su pelo mientras me invento historias siempre nuevas. Ya es mayor y parece que no lo necesita.
Así que adiós Pirata Tuerto, y gracias por acompañarnos durante este tiempo. La historia del accidente en el que perdiste el ojo le hizo comprender la importancia de ir al médico cuando nos encontramos mal; tus viajes a países exóticos en busca de tesoros fabulosos llevaron la emoción hasta nuestra casa; tus aventuras junto al Pirata Espadachín me ayudaron a explicarle el valor de la amistad, y a hacerle entender que esta sigue adelante incluso a pesar de las peleas y las discusiones; tus bromas al Pirata Tontolaba añadían el toque de humor; la astucia con la que conseguías burlar a los malvados bandidos hablaba de la importancia de aprender a resolver conflictos sin necesidad de llegar al enfrentamiento físico; los deberes de lengua se hicieron menos pesados al descubrir que tenías que limpiar la cubierta del barco aunque no te gustara; los consejos del sabio Patapalo nos sacaron de apuros cuando me quedaba en blanco y no sabía cómo continuar el cuento.
Sé que es una tontería, pero me despido de ti con lágrimas en los ojos, porque sé que no volverás, y un día pasarás a formar parte de esa cápsula del tiempo en la que almaceno cosas que hemos dejado atrás.
Si me lo permitís, tengo un consejo para los que tenéis niños que tardan literalmente horas en dormirse: como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega. No desesperéis, disfrutad del momento, porque cuando una etapa termina, no vuelve, y es posible que tengáis que despedir a vuestro Pirata Tuerto particular antes de lo que pensáis.
Gracias por todo Pirata Tuerto, sigue surcando los siete mares a bordo de tu galeón. Nunca te olvidaré, ni olvidaré los ratos que pasé junto a mi niño mientras le hablaba de ti.
Hasta siempre.

miércoles, 3 de abril de 2013

Niñas-esposas

Desde que soy madre no he vuelto a ver el telediario con los mismos ojos.
Siempre me han afectado las noticias relacionadas con los abusos a la infancia: sin embargo, hace años me decía que si el destino hubiera decidido ser menos benévolo y más caprichoso conmigo, yo habría podido ser uno de esos niños; ahora me digo que cualquiera de esos niños habría podido ser uno de mis hijos, lo cual cambia radicalmente el enfoque.
He podido ver recientemente un reportaje, realizado por la fotógrafa americana Stephanie Sinclair, llamado Child brides (literalmente niñas-esposas) y traducido al español como Matrimonios forzados, (traducción chapucera donde las haya, pues obvia la edad de las novias, tema principal del reportaje), que se puede visualizar a través de este enlace.
Hace años que me considero familiarizada con el tema: desde niña oí decir a mi madre y a mi tía que mi bisabuela se había casado a los 15 años con un hombre mucho mayor que ella, un hombre al que no amaba y apenas conocía; lo hizo para huir de los malos tratos de una madrastra que no tenía nada que envidiar a la de la Cenicienta. Diez años más tarde había dado a luz a seis hijos, dos de los cuales no consiguieron sobrevivir a una infancia llena de privaciones, y pasaba sus días atrapada en una casa minúscula, prisionera de un marido alcohólico y violento y de una vida que en cierto modo había elegido, pero no previsto.
La que fue la vida cotidiana de mi bisabuela sigue siendo moneda corriente en muchos países y en muchas culturas.
Al pensar en matrimonios concertados me venían a la mente retazos de noticias que había visto, oído o leído acerca de esos enlaces que se llevan a cabo en la India y alrededores de forma clandestina en la oscuridad de la noche: niños y niñas, en algunos casos de la edad de mis hijos, vestidos y maquillados como adultos, protagonistas de una ceremonia que no alcanzan a entender.
La buena noticia es que a esa edad, el matrimonio solo tiene un valor simbólico; a la novia se le permite seguir viviendo con su familia, disfrutar de su infancia durante unos años más: la enviarán a la casa del marido cuando llegue a la pubertad, con suerte incluso más tarde, al finalizar sus estudios.
La mala es que a partir de entonces su vida, y la de su marido, quedan indisolublemente ligadas a una persona a la que no han escogido.
Más recientemente he descubierto que existen tradiciones mucho más siniestras y escalofriantes en lo que a matrimonios infantiles se refieren: en la tradición hindú los contrayentes suelen ser de edades parecidas, en cambio en algunas zonas de Africa y Oriente Medio (entre otros), algunas familias casan a sus hijas con hombres que les doblan o triplican la edad.
En algunos casos, se trata de niñas de 8, 10 años, niñas que ven como se les arrebata su infancia de un día para otro, niñas obligadas a convertirse en esposas, amas de casa y madres antes de tiempo. Lo habitual es que el marido se comprometa a no mantener relaciones sexuales con su esposa hasta pasado un tiempo, pero tengo entendido que tampoco es infrecuente que el día después de la boda la familia exhiba orgullosamente una sábana ensangrentada, gráfica muestra de la virtud de la novia y de la virilidad del marido.
Siempre pienso que detrás de los números, las estadísticas y los artículos hay personas reales que viven y sufren; quizás el reportaje de Stephanie Sinclair me impactó tanto porque sus fotos consiguieron ponerles cara a una realidad que hasta entonces solo había podido rozar.
(c) 2005 Stephanie Sinclair
http://www.stephaniesinclair.com
Son imágenes que me han parecido de una belleza sobrecogedora, a pesar de la crudeza de la tragedia que retratan. De todas ellas, la que más me ha impresionado es la que he puesto aquí a la derecha. Por lo que he podido averiguar, la niña se llama Ghulam Haider y tiene 11 años; el hombre sentado a su lado es su futuro marido, se supone que tiene 40, aunque parece bastante más mayor. La foto ha sido tomada el día de su fiesta de compromiso según algunas fuentes, el día de su boda según otras; todas ellas coinciden en que era la primera vez que la niña veía al hombre que pronto sería dueño de su destino. Tanto la jovencísima esposa como su prometido residen en un pueblo rural de la provincia de Ghor, en Afganistán.
He ido a buscar la provincia de Ghor (o Gaur) en Google Maps, y no hay nada: ninguna ciudad, ninguna carretera, solo una infinita sucesión de montañas aterciopeladas, interrumpida de vez en cuando por un puñado de casas comunicadas entre si por senderos difícilmente transitables.
Ninguna oportunidad para Ghulam, que soñaba con ser maestra pero tuvo que dejar la escuela en cuanto le anunciaron su compromiso, ni para ninguna de las demás chicas obligadas a casarse antes de tiempo, en su aldea y en otras latitudes. Dicen que su padre, de 32 años (ojo al dato, 8 menos que su yerno) declaró que se vio obligado a casarla tan pronto debido a la situación de extrema pobreza que atravesaba la familia. De la madre no hablan, posiblemente no tenga voz y voto, y con toda probabilidad contrajo matrimonio a una edad parecida (echando cuentas, el padre tuvo a Ghulam con 21 años y según la tradición la madre debería ser más joven).
Lo que más me estremece de la foto es la historia que se desprende de ella y que no queda reflejada en las crónicas. El marido mira a la cámara con expresión indescifrable, su cara parece esculpida en piedra, resultado de una vida que para él tampoco habrá sido fácil. Un hombre de 40 años es considerado joven en nuestra sociedad, en cambio este señor parece un abuelo, un hombre derrotado que intenta agarrarse a su juventud perdida casándose con una niña que tiene edad para ser su hija.
Para él parece un día normal, de hecho lleva la ropa de todos los días, un pantalón manchado, un turbante viejo. A ella la han vestido para la ocasión, el vestido y el velo son nuevos, tienen que haber supuesto un esfuerzo económico importante para su familia. La fotógrafa le preguntó cómo se sentía y ella contestó que qué se suponía que debía sentir si no conocía a ese hombre.
Sin embargo, su mirada lo dice todo.

martes, 12 de marzo de 2013

Un día como hoy

Dicen las efemérides que un día como hoy asesinaron  al emperador romano Heliogábalo, enterraron los restos de Galileo y anexaron Hawaii a Estados Unidos; para mí, desde luego es un día importante, obviamente por mis propias razones.
Un día como hoy, hace 7 años, me convertí en mamá.
Mi hijo pertenece a ese escasísimo porcentaje de bebés que deciden nacer justo el día de la salida de cuentas: vino al mundo de forma rápida y casi inesperada, tras 45 minutos de contracciones, nada más.
De vuelta a la habitación, una enfermera cogió a mi hijo y le dejó en la cuna; me acerqué para observarle, estuve un rato mirándole con interés y curiosidad, porque después de 9 meses preguntándome cómo sería, por fin podía ponerle cara. De repente, esa imagen empezó a chirriar, me dije a mí misma que algo estaba fuera de lugar, esa cuna no era el sitio adecuado para mi hijo, su sitio eran mis brazos. Me había pasado una vida entera diciéndome que a los niños no se les debe coger mucho para no malacostumbrarles, pero en ese momento no conseguí luchar contra mi instinto, así que di al traste con todas mis teorías y mis planteamientos y cogí en brazos a mi bebé.
Cuando volví a mirarle la carita, esta vez desde otro ángulo, sentí casi físicamente una oleada de amor maternal fluyendo por mis venas y llenando cada fibra de mi ser. Así empezó el resto de mi vida.
Han pasado 7 años, y ha habido de todo, etapas maravillosas y otras que es hacen más cuesta arriba: hay días que son difíciles, pero cada día merece la pena.
Qué bonito va a ser mirar hacia adelante, y qué difícil no llorar cuando miro hacia atrás.

Feliz cumpleaños tesoro. Ser tu mamá es un privilegio y el mejor regalo que podía pedirle a la vida. Espero que tengas un día inolvidable. Te quiero más de lo que imaginas, hasta el infinito y más allá.

lunes, 4 de marzo de 2013

Ya no tengo bebé


Eso es lo que pienso a menudo cuando miro a mi hija. La observo con la acostumbrada mezcla de orgullo y nostalgia mientras tomo nota de los cambios, sutiles pero imparables, que voy percibiendo en ella.
Todavía no habla mucho (es bilingüe y sé que va a tardar en soltarse; aunque el tema daría para otra entrada), pero casi a diario noto que va incorporando nuevas palabras y nuevas expresiones a su vocabulario.
Ya no juega como un bebé, no se conforma con coger algo y botarlo contra el suelo a ver qué pasa, ahora hace juego simbólico de verdad, coge un muñeco o peluche y lo sienta en la silla, le intenta dar de comer o me lo trae para que le dé teta; si juega con una casa o castillo abre puertas y ventanas y hace pasar a los personajes de un lado a otro.
En septiembre, poco antes de cumplir 3 años, empezará el colegio: pocas horas, compatibles con mi vuelta al trabajo y reducción de jornada, en el mismo centro que su hermano; pero con todo, significará hacerla abandonar la cálida burbuja en la que ambas estamos envueltas desde su nacimiento.
Cuando pienso en esto siento la peligrosa tentación de negar la realidad, de decirme a mí misma que sigo teniendo un bebé, que todavía me necesita mucho y depende mucho de mí: es cierto, pero poco a poco está empezando a recortarse su espacio, su pequeña parcela de autonomía.
Hubo un tiempo en que me picó el gusanillo de tener un tercero; para ser sincera, a veces todavía sueño con revivir por última vez la magia del embarazo, con atreverme a parir en casa o por lo menos planteármelo seriamente. Pero a todos los sueños les sigue el despertar, y me tengo que recordar a mí misma que mi marido no está por la labor, ya empezamos a tener una edad y sobre todo, volver a disfrutar de una excedencia tan larga sería impensable por motivos económicos.
Además, ya no tengo bebé pero en su lugar hay una señorita graciosa y simpática, que nos hace reír con sus ocurrencias y sus travesuras, con un espíritu artístico insuperable (las paredes de mi casa dan fe de ello), increíblemente asertiva a la hora de reclamar lo que considera que le corresponde por derecho pero al mismo tiempo dulce y tierna.
El que fue mi primer bebé ya es un chicarrón, casi preadolescente en algunos aspectos, rebelde en ocasiones pero bueno, noble y maduro; a veces se pasa el día con el no en la boca pero al mismo tiempo demuestra, con nosotros y con su hermana, una sensibilidad fuera de lo común.
Cada etapa es igual de maravillosa y merecedora de ser vivida que la anterior, pero hay veces que no puedo evitar echar la vista atrás y sentir un regusto amargo ante una época que se ha ido para siempre.
En un intento de congelar el tiempo, de retener conmigo para siempre aquellos recuerdos que no quiero que se escapen, desde su nacimiento voy anotando todos sus avances y mis pensamientos. Por ahora es un documento de Word, una recopilación de datos, fotos, relatos y pensamientos, pero cuando cumplan 18 años lo maquetaré, encuadernaré y convertiré en un libro; se lo regalaré como testimonio de nuestra vida y nuestra felicidad, para celebrar el lazo que nos une desde que oyeron latir mi corazón desde el interior.

martes, 29 de enero de 2013

Malas madres (y desatinos de la corrección política)

En realidad es un tema que traté de pasada cuando escribí la entrada titulada El club de las madres-verdugo, pero dada la importancia que le atribuyo, creo que se merece su propio espacio.
Para dejar claro de qué estoy hablando, voy a sacar la artillería pesada desde el principio: digamos que si en ocasión de una comida familiar, o en una reunión entre amigas, o en un blog, foro o artículo de periódico a alguien se le ocurre decir que el método Estivill es cruel e innecesario, que la lactancia materna es mejor que la artificial o que los azotes no sirven para educar, por poner unos cuantos ejemplos, es más que probable que se levante alguna que otra voz indignada a proclamar pues yo he dejado llorar a mis hijos / les he dado biberón / les doy una torta cuando se portan mal y no soy peor madre por ello. Es una frase que pone de manifiesto la facilidad con la que algunas personas se sienten atacadas o insultadas cuando en realidad nadie las está cuestionando, lo que se está poniendo en tela de juicio son sendas actitudes que por desgracia se han convertido en moneda corriente.
Imagen: Destination
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Vaya por delante que el debate buena madre vs. mala madre me parece una rematada estupidez, porque nos aleja del que debería ser el objetivo, es decir revisar nuestra forma de actuar y tratar de cambiarla allí donde sea mejorable, para enzarzarnos en un debate estéril que suele acabar como el rosario de la aurora. Personalmente, me da igual ser considerada mejor o peor madre que mi cuñada o la vecina del quinto, lo que realmente me interesa es ser la mejor madre posible para mis hijos, que al final son quienes tienen que sufrir las consecuencias de mis errores. Por extensión, creo que si lo que realmente nos interesa es defender el bienestar de todos los niños, deberíamos dejar de lado las discusiones de patio de colegio, las comparaciones absurdas y tratar de llegar más allá de las apariencias.
Por este motivo, me parece un enfoque bastante reduccionista y simplón el tratar de reconducir cualquier barbaridad a mera opción educativa; de hecho, todos los debates políticamente correctos que se precien incorporan por lo menos uno de los siguientes dogmas de fe (que aprovecho para cuestionar abiertamente):

Cada niño es diferente: en realidad estoy de acuerdo con esta frase en función de lo que se pretenda dar a entender. Por supuesto que cada niño es diferente, al igual que lo somos los adultos, el entorno y la educación recibida puede "moldear" nuestra personalidad de distintas maneras, pero la esencia la traemos de serie, por decirlo de algún modo. En lo que a niños se refiere, en la lotería de la vida nos puede tocar un hijo que nos parezca fácil de criar o viceversa, una personita con un carácter muy fuerte que nos suponga un reto en muchos aspectos: a nivel práctico, eso significa que hay niños que duermen fatal, otros que se niegan a comer, los hay que tienen unas rabietas de espanto o que parecen ser desobedientes por naturaleza. Nadie ha dicho que esto fuera fácil.
Sin embargo, me rechina la frasecita cuando se emplea para defender lo indefendible, para justificar que se deje llorar al que no duerme, que se fuerce al que no come, se ignore al que tiene rabietas o se azote al que no obedece. Todos somos diferentes, pero lo que tenemos en común es nuestra condición de seres humanos, el derecho a ser tratados con dignidad y respeto y la obligación de tratar a los demás del mismo modo.
Educar no significa decir nunca que no o ceder por miedo a disgustar al niño, pero tampoco meter el miedo en el cuerpo. Considero que la educación es un trabajo a larguísimo plazo, y en muchas ocasiones lo que sembramos hoy lo recogeremos dentro de muchos años: tarde o temprano, los niños acabarán por pagarnos con la misma moneda, a nosotros y al resto de la sociedad.

Cada uno educa como quiere (o todos los padres quieren lo mejor para sus hijos): creo que habría que tener claro que no se le debería hacer a un niño lo que no le haríamos a un adulto; dentro de esos límites, cada persona, cada familia es muy libre de escoger el camino que más le guste o que más se adapte a su situación, sus circunstancias y su forma de ver la vida.
En las famosas discusiones políticamente (in)correctas a menudo se tiende a mezclar churras con merinas, a confundir no dejar llorar con permitir que el niño meta los dedos en el enchufe, a identificar permisivismo con pasotismo y a decidir si es peor no dar el pecho o darle al niño bollería industrial.
Técnicamente, todos queremos lo mejor para nuestros hijos, pero en muchos casos también se pretende que la llegada de un bebé no nos cambie la vida, que nos permita dormir y salir como lo hacíamos antes.
Repito que odio esa expresión, no se me ocurriría llamar mala madre (o mal padre) a quien perjudique a su bebé de forma intencionada para anteponer su propio bienestar y comodidad; pero creo que tengo todo el derecho a defender mi opinión, a dejar claro que para mí esa persona está muy equivocada, está metiendo la pata hasta el fondo y posiblemente el día de mañana se arrepienta. Tengo derecho a decir lo que pienso sin que se me tache de exagerada, talibana o fanática (improperios que se oyen y leen a menudo en el "bando contrario", aunque eso sí, escupidos con el máximo respeto).

Todos cometemos errores: por supuesto que sí, pero flaco favor nos haremos si nos limitamos a justificarlos. El primer paso para enmendar un error es reconocerlo, si lo disfrazamos o lo redefinimos con palabras bonitas lo que estamos haciendo es normalizarlo, restarle importancia y allanarnos el camino para volverlo a cometer. Lo valiente no es no equivocarse, es saber pedir perdón y sobre todo rectificar cuando eso ocurre.
Existen muchos motivos para hacer daño, se puede herir a alguien por maldad, egoísmo o dejadez, y también podemos hacerlo sin mala intención, por ignorancia o por habernos dejado llevar por un mal consejo; sin embargo, lo segundo no debería impedirnos asumir las consecuencias de nuestros actos. Un niño no sabe si su madre o su padre le ha dado un azote porque quiere que sufra, porque ha tenido un mal día y lo está pagando con él o porque cree que es una forma efectiva de resolver un conflicto; sea cual sea la razón, ese azote le va a doler igual (por si no se me entiende, me refiero al daño emocional que causa una agresión física cometida por una persona que debería cuidarte y protegerte, así que no me vale el  no hace daño si se les da flojito).

Todas las posturas son respetables: ni hablar. Simplemente no es igual de respetable atender a un niño que se despierta por la noche que dejarle llorar, no es igual dar el pecho que el biberón (a este respecto, quiero matizar que me refiero más bien a negarse a dar el pecho, no a intentarlo y no conseguirlo por el motivo que sea), no es igual dialogar con un niño que soltarle un guantazo, no es igual quedarte con tu bebé que dejarle al cuidado de familiares para irte de viaje de pareja y un largo etcétera.
Mientras sea legal, cada cual es muy libre de adoptar la postura que le dé la real gana, pero por favor, que no me digan que da lo mismo una cosa que la otra. Tengamos claro lo que es el respeto: respetar significa  no hacerle a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, no es quedarse callado ante una injusticia para no ofender al que la comete.
Faltar el respeto es insultar o descalificar a una persona, se lo merezca o no; decir una verdad que escuece, o explicar que la postura contraria está cientifícamente demostrada no es necesariamente irrespetuoso (aunque posiblemente dañino para el ego de quien lo escucha), y rasgarse las vestiduras al grito de no soy mala madre por ello me parece una reacción sumamente infantil y desproporcionada: resulta que el que más ofendido se siente es precisamente el que menos razones tiene para sentirse así.
Las posturas reñidas con el respeto simplemente no son respetables, así de claro.

Los extremos no son buenos: depende. En algunas cosas no valen las medias tintas, y en los ejemplos que vengo arrastrando a lo largo de toda la entrada, un término medio es imposible de alcanzar al tratarse de posturas irreconciliables: o respetamos al niño o no le respetamos, en el mismo instante en que condicionamos este respeto a las circunstancias (le atendemos pero solo en horario laboral, le cogemos en brazos pero solo cuando nos apetezca a nosotros, solo le pegamos cuando lo demás no funciona) se lo estamos faltando.
El término medio no siempre es lo más sensato y saludable, personalmente pienso que cuando está en juego la dignidad de una persona, tenga la edad que tenga, más vale irse al extremo. Lo contrario, equivaldría a decir que entre no ser racista y unirse a una célula del Ku Klux Klan hay que buscar un término medio, por ejemplo ser racista pero solo con determinadas etnias.
Visto así, queda claro, pero si lo trasladamos a la infancia ya se desdibuja todo en favor de las diferentes opciones educativas para buscar una escala de grises donde solo existen el blanco y el negro.

En conclusión, no pretendo convencer ni evangelizar a nadie, me limito a dar mi opinión (igual de discutible y prescindible que cualquier otra) desde mi madriguera virtual. Soy consciente de que mi voz no tiene el poder de cambiar nada, pero mi voz unida a otras puede formar un coro o un multitudinario grito de protesta capaz de cambiar el mundo.