martes, 29 de enero de 2013

Malas madres (y desatinos de la corrección política)

En realidad es un tema que traté de pasada cuando escribí la entrada titulada El club de las madres-verdugo, pero dada la importancia que le atribuyo, creo que se merece su propio espacio.
Para dejar claro de qué estoy hablando, voy a sacar la artillería pesada desde el principio: digamos que si en ocasión de una comida familiar, o en una reunión entre amigas, o en un blog, foro o artículo de periódico a alguien se le ocurre decir que el método Estivill es cruel e innecesario, que la lactancia materna es mejor que la artificial o que los azotes no sirven para educar, por poner unos cuantos ejemplos, es más que probable que se levante alguna que otra voz indignada a proclamar pues yo he dejado llorar a mis hijos / les he dado biberón / les doy una torta cuando se portan mal y no soy peor madre por ello. Es una frase que pone de manifiesto la facilidad con la que algunas personas se sienten atacadas o insultadas cuando en realidad nadie las está cuestionando, lo que se está poniendo en tela de juicio son sendas actitudes que por desgracia se han convertido en moneda corriente.
Imagen: Destination
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Vaya por delante que el debate buena madre vs. mala madre me parece una rematada estupidez, porque nos aleja del que debería ser el objetivo, es decir revisar nuestra forma de actuar y tratar de cambiarla allí donde sea mejorable, para enzarzarnos en un debate estéril que suele acabar como el rosario de la aurora. Personalmente, me da igual ser considerada mejor o peor madre que mi cuñada o la vecina del quinto, lo que realmente me interesa es ser la mejor madre posible para mis hijos, que al final son quienes tienen que sufrir las consecuencias de mis errores. Por extensión, creo que si lo que realmente nos interesa es defender el bienestar de todos los niños, deberíamos dejar de lado las discusiones de patio de colegio, las comparaciones absurdas y tratar de llegar más allá de las apariencias.
Por este motivo, me parece un enfoque bastante reduccionista y simplón el tratar de reconducir cualquier barbaridad a mera opción educativa; de hecho, todos los debates políticamente correctos que se precien incorporan por lo menos uno de los siguientes dogmas de fe (que aprovecho para cuestionar abiertamente):

Cada niño es diferente: en realidad estoy de acuerdo con esta frase en función de lo que se pretenda dar a entender. Por supuesto que cada niño es diferente, al igual que lo somos los adultos, el entorno y la educación recibida puede "moldear" nuestra personalidad de distintas maneras, pero la esencia la traemos de serie, por decirlo de algún modo. En lo que a niños se refiere, en la lotería de la vida nos puede tocar un hijo que nos parezca fácil de criar o viceversa, una personita con un carácter muy fuerte que nos suponga un reto en muchos aspectos: a nivel práctico, eso significa que hay niños que duermen fatal, otros que se niegan a comer, los hay que tienen unas rabietas de espanto o que parecen ser desobedientes por naturaleza. Nadie ha dicho que esto fuera fácil.
Sin embargo, me rechina la frasecita cuando se emplea para defender lo indefendible, para justificar que se deje llorar al que no duerme, que se fuerce al que no come, se ignore al que tiene rabietas o se azote al que no obedece. Todos somos diferentes, pero lo que tenemos en común es nuestra condición de seres humanos, el derecho a ser tratados con dignidad y respeto y la obligación de tratar a los demás del mismo modo.
Educar no significa decir nunca que no o ceder por miedo a disgustar al niño, pero tampoco meter el miedo en el cuerpo. Considero que la educación es un trabajo a larguísimo plazo, y en muchas ocasiones lo que sembramos hoy lo recogeremos dentro de muchos años: tarde o temprano, los niños acabarán por pagarnos con la misma moneda, a nosotros y al resto de la sociedad.

Cada uno educa como quiere (o todos los padres quieren lo mejor para sus hijos): creo que habría que tener claro que no se le debería hacer a un niño lo que no le haríamos a un adulto; dentro de esos límites, cada persona, cada familia es muy libre de escoger el camino que más le guste o que más se adapte a su situación, sus circunstancias y su forma de ver la vida.
En las famosas discusiones políticamente (in)correctas a menudo se tiende a mezclar churras con merinas, a confundir no dejar llorar con permitir que el niño meta los dedos en el enchufe, a identificar permisivismo con pasotismo y a decidir si es peor no dar el pecho o darle al niño bollería industrial.
Técnicamente, todos queremos lo mejor para nuestros hijos, pero en muchos casos también se pretende que la llegada de un bebé no nos cambie la vida, que nos permita dormir y salir como lo hacíamos antes.
Repito que odio esa expresión, no se me ocurriría llamar mala madre (o mal padre) a quien perjudique a su bebé de forma intencionada para anteponer su propio bienestar y comodidad; pero creo que tengo todo el derecho a defender mi opinión, a dejar claro que para mí esa persona está muy equivocada, está metiendo la pata hasta el fondo y posiblemente el día de mañana se arrepienta. Tengo derecho a decir lo que pienso sin que se me tache de exagerada, talibana o fanática (improperios que se oyen y leen a menudo en el "bando contrario", aunque eso sí, escupidos con el máximo respeto).

Todos cometemos errores: por supuesto que sí, pero flaco favor nos haremos si nos limitamos a justificarlos. El primer paso para enmendar un error es reconocerlo, si lo disfrazamos o lo redefinimos con palabras bonitas lo que estamos haciendo es normalizarlo, restarle importancia y allanarnos el camino para volverlo a cometer. Lo valiente no es no equivocarse, es saber pedir perdón y sobre todo rectificar cuando eso ocurre.
Existen muchos motivos para hacer daño, se puede herir a alguien por maldad, egoísmo o dejadez, y también podemos hacerlo sin mala intención, por ignorancia o por habernos dejado llevar por un mal consejo; sin embargo, lo segundo no debería impedirnos asumir las consecuencias de nuestros actos. Un niño no sabe si su madre o su padre le ha dado un azote porque quiere que sufra, porque ha tenido un mal día y lo está pagando con él o porque cree que es una forma efectiva de resolver un conflicto; sea cual sea la razón, ese azote le va a doler igual (por si no se me entiende, me refiero al daño emocional que causa una agresión física cometida por una persona que debería cuidarte y protegerte, así que no me vale el  no hace daño si se les da flojito).

Todas las posturas son respetables: ni hablar. Simplemente no es igual de respetable atender a un niño que se despierta por la noche que dejarle llorar, no es igual dar el pecho que el biberón (a este respecto, quiero matizar que me refiero más bien a negarse a dar el pecho, no a intentarlo y no conseguirlo por el motivo que sea), no es igual dialogar con un niño que soltarle un guantazo, no es igual quedarte con tu bebé que dejarle al cuidado de familiares para irte de viaje de pareja y un largo etcétera.
Mientras sea legal, cada cual es muy libre de adoptar la postura que le dé la real gana, pero por favor, que no me digan que da lo mismo una cosa que la otra. Tengamos claro lo que es el respeto: respetar significa  no hacerle a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, no es quedarse callado ante una injusticia para no ofender al que la comete.
Faltar el respeto es insultar o descalificar a una persona, se lo merezca o no; decir una verdad que escuece, o explicar que la postura contraria está cientifícamente demostrada no es necesariamente irrespetuoso (aunque posiblemente dañino para el ego de quien lo escucha), y rasgarse las vestiduras al grito de no soy mala madre por ello me parece una reacción sumamente infantil y desproporcionada: resulta que el que más ofendido se siente es precisamente el que menos razones tiene para sentirse así.
Las posturas reñidas con el respeto simplemente no son respetables, así de claro.

Los extremos no son buenos: depende. En algunas cosas no valen las medias tintas, y en los ejemplos que vengo arrastrando a lo largo de toda la entrada, un término medio es imposible de alcanzar al tratarse de posturas irreconciliables: o respetamos al niño o no le respetamos, en el mismo instante en que condicionamos este respeto a las circunstancias (le atendemos pero solo en horario laboral, le cogemos en brazos pero solo cuando nos apetezca a nosotros, solo le pegamos cuando lo demás no funciona) se lo estamos faltando.
El término medio no siempre es lo más sensato y saludable, personalmente pienso que cuando está en juego la dignidad de una persona, tenga la edad que tenga, más vale irse al extremo. Lo contrario, equivaldría a decir que entre no ser racista y unirse a una célula del Ku Klux Klan hay que buscar un término medio, por ejemplo ser racista pero solo con determinadas etnias.
Visto así, queda claro, pero si lo trasladamos a la infancia ya se desdibuja todo en favor de las diferentes opciones educativas para buscar una escala de grises donde solo existen el blanco y el negro.

En conclusión, no pretendo convencer ni evangelizar a nadie, me limito a dar mi opinión (igual de discutible y prescindible que cualquier otra) desde mi madriguera virtual. Soy consciente de que mi voz no tiene el poder de cambiar nada, pero mi voz unida a otras puede formar un coro o un multitudinario grito de protesta capaz de cambiar el mundo.

viernes, 25 de enero de 2013

Transformación

El último día que fui a la oficina, el pelo me llegaba justo debajo de los hombros; a finales de verano, cuando me reincorpore al finalizar la excedencia, me rozará el trasero. A lo largo de estos dos años y medio he engordado lo que no está escrito, me depilo cuando me acuerdo y al mirarme al espejo veo arrugas y canas que antes no tenía: en resumen, me he embrutecido.
Nunca he sido una persona especialmente arreglada, he seguido modas y tendencias solo en contadísimas ocasiones, sin embargo en otro tiempo, en otra vida, solía salir a la calle con el bolso a juego con los zapatos, las uñas perfectamente pintadas y pendientes del mismo color que la ropa.
Ahora mi armario está compuesto, como mucho, por una docena de prendas que no conjuntan necesariamente entre sí: llevo años sin comprarme prácticamente nada, porque pensé que conseguiría perder peso, porque vivimos con un solo sueldo, porque tengo cosas más importantes en la cabeza. No necesito ponerme de punta en blanco para ir al parque o a la frutería, unas zapatillas o unas botas militares son el calzado más cómodo para perseguir a unos niños que corretean por la calle como potrillos, una simple coleta es suficiente para mantenerme el pelo alejado de la cara a pesar de no ser estéticamente muy atractiva y si no he tenido tiempo de pintarme las uñas, confío en que nadie se va a fijar.
Sin embargo, dentro de unos meses deberé salir de mi burbuja para volver a formar parte, digamos, del mundo real: no trabajo de cara al público, no se me exige una elegancia exquisita, pero tengo que ir mínimamente presentable, y me temo que el chándal no entra dentro de los atuendos que la empresa considera adecuados.
Poco a poco estoy empezando la transformación: trato desesperadamente de perder algo de peso (estoy a dieta día sí y día no, me cuesta horrores ponerme a ello), me hago una mascarilla una vez por semana y me he enganchado a tutoriales de youtube donde unas chicas se hacen unos peinados con una habilidad que nunca seré capaz de adquirir. En verano intentaré acabarla, aprovecharé las rebajas para conseguir algún chollo, iré a la peluquería para reducir mi melena a una longitud envidiable pero aceptable, me volveré a teñir y a maquillar con cierta regularidad. 
En realidad, espero con impaciencia la llegada del verano, pero por motivos completamente distintos: será el último verano que podré disfrutar enterito con mi marido y mis hijos; a partir del siguiente, tendremos que hacer malabares para compaginar las vacaciones escolares con nuestras respectivas obligaciones laborales, esforzarnos para cuadrar fechas y ver cómo nos organizamos para que los niños puedan disfrutar de sus vacaciones incluso en los días en que no nos podamos mover de casa.
El final del verano dará paso a muchos cambios, yo volveré a trabajar, mi hija empezará el colegio. El martes pasado fuimos a entregar el formulario de solicitud de plaza, y mientras lo firmaba me temblaba la mano: miro a mi niña y me doy cuenta de que ya no tengo bebé, ahora es una señorita que reclama su independencia, juega sola cuando quiere, elige y pela ella misma la mandarina que va a tomar de postre, viene corriendo a darme un abrazo o intenta trepar por la estantería para curiosear entre los libros y los juguetes de su hermano. Al mismo tiempo la veo tan pequeña, tan indefensa y me pregunto cómo reaccionará a esa repentina separación. Irá solo por la mañana, pero soy consciente de que es muy pronto y maldigo el sistema que hace posible una escolarización tan temprana.
De aquí a septiembre quedan casi ocho meses, tendrá tiempo de crecer y evolucionar; yo también, tendré tiempo de hacer cábalas, de hacerme a la idea, porque por desgracia no me queda más remedio, y no puedo arriesgarme a quedarme sin trabajo en los tiempos que corren.
De aquí a septiembre también hay tiempo suficiente para que maduren más proyectos, no digo más, pero a ver si el 2013 va a ser un año de transformación como promete.

miércoles, 2 de enero de 2013

Nochevieja, siete años o una vida entera




New Year 2013, de Mr. Lightman
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Técnicamente, ya ha pasado la Nochevieja.
Este año, he conseguido felicitar el año nuevo a todas las personas que conozco, en los foros en los que participo y mantener la sonrisa a lo largo del día. Es posible que para buena parte de la humanidad no sea nada digno de mención, pero me siento bastante orgullosa de haberlo conseguido.
Para que podáis entenderlo del todo, quizás sea preciso que me acompañéis en un recorrido por el sendero de mi memoria.
Desde que tengo uso de razón y hasta hace siete años, la Nochevieja fue mi festividad favorita. Me encantaba la llegada del año nuevo, la intriga por lo que me depararía el futuro, el misterio de lo que me esperaba los 365 días siguientes y que iría desvelando poco a poco. Sobre todo, adoraba las fiestas de fin de año.
Cuando era niña, solíamos pasar la Nochevieja en casa de unos amigos de mis padres que organizaban fiestas a las que acudían varias familias, la mayoría con niños de mi edad. Todavía recuerdo la emoción que nos embargaba a todos los niños, la ilusión con la que jugábamos a juegos simplones y aún así divertidísimos, las risas, el cosquilleo en la nariz provocado por las burbujas del champán, lo mayores que nos sentíamos al tomar un sorbo de una bebida alcohólica y al acostarnos tan tarde. Luego venían las campanadas, la medianoche, los abrazos, la alegría, la regeneración y la promesa de un nuevo año.
Mi infancia quedó definitivamente atrás en ocasión de una de esas fiestas de Nochevieja, cuando un chico que me gustaba me dio mi primer beso, un auténtico beso de película, debajo del muérdago porque traía suerte, a escasos metros del lugar en que nuestros respectivos padres charlaban y bromeaban. Esa Nochevieja dejé atrás mi cáscara de niña patosa y vislumbré por un momento la inalcanzable mujer en la que quería convertirme.
Después vino la adolescencia y se acabaron las fiestas con los amigos de mis padres, porque empecé a ir a las mías propias. Llegaron las risas con las amigas, los coqueteos con el alcohol, las minifaldas que subíamos hasta niveles escandalosos al llegar a la vuelta de la esquina mientras nos mirábamos de reojo en los escaparates, los ligoteos que decíamos eran señal de buena suerte para el resto del año.
La primera vez que vi a mi marido también fue en Nochevieja; no nos presentaron oficialmente hasta unas semanas más tarde, pero nuestras miradas se cruzaron por primera vez en una fiesta de fin de año. Años más tarde, ya casados y hartos de fiestas, en otra Nochevieja nos decidimos a buscar un bebé.
Hace siete años, la Nochevieja trajo un amanecer de sueños rotos, la muerte de mi madre, el 1 de enero de 2006, cerca de las 04:00 de la mañana. El destino quiso arrebatarme toda la alegría por el cambio de año para equilibrar la balanza, después de tantos años de Nocheviejas felices. Aquel día, me prometí a mí misma que jamás volvería a celebrar el fin de año.
A partir de entonces, el 1 de enero se convirtió en un día sombrío, un día en el que me ocultaba en la cocina para llorar a escondidas, una fecha en la que intentaba rehuir de cualquier contacto humano, deseando únicamente que llegara la noche para poder meterme en la cama y que se acabara el constante recordatorio de la pérdida de una persona que tanto ha significado para mí.
Sin embargo, este fin de año ha sido distinto. El recuerdo de mi madre me ha acompañado, he añorado sus abrazos y la he echado de menos como siempre, pero por algún motivo entendí que no tiene sentido seguir sepultándome en vida durante el aniversario de su muerte. De algún modo supe que tenía derecho a ser feliz incluso este día del año sin sentirme culpable ni tener la sensación de empañar la memoria de mi madre por ello: no he superado el dolor, pero he conseguido atravesarlo y he reunido la fortaleza suficiente para poder convivir con él.
Después de muchos años, me decidí a organizar una auténtica cena de Nochevieja: cena familiar, solo nosotros y mi padre, pero aún así una cena especial, cuidadosamente planeada y trabajada.
Me disponía a compartir las campanadas con mi familia por primera vez en años, pero a mis niños les pudo el cansancio: el mayor llevaba en danza desde las 07:00 de la mañana (el año que viene tengo que convencerle a que duerma algo de siesta) y la peque me pidió ir a dormir cuando faltaba media hora para la medianoche.
Me metí en la cama con los dos, y mientras mi hija mamaba y me inventaba un cuento para su hermano me invadió una sensación de paz interior que no había experimentado en años. En aquel momento entendí que la vida sigue, y me reconcilié con la Nochevieja. Sigue siendo el aniversario de la muerte de mi madre, pero también de muchos recuerdos felices.
A lo lejos, se oían las campanadas retransmitidas por alguna televisión, las risas de la gente y los fuegos artificiales. Arropada por mis niños, me permití el lujo de volver a ser feliz en fin de año.
Cuando se durmieron, salí de la habitación y compartí unas cuantas horas con mi marido, hablando hasta las tantas y disfrutando de su compañía. El destino me ha quitado mucho pero me ha dado mucho más.
Por la mañana, cuando me desperté tenía claro que era el aniversario de la muerte de mi madre; pero también fue el día en que mi marido me llevó el desayuno a la cama, me dio un abrazo cuando me vio flaquear, preparó un guiso de carne con arroz sabiendo que me gusta mucho y se mantuvo a mi lado a lo largo de todo el día; fue el día en que mis hijos me despertaron con un beso y un abrazo; mi hijo me enseñó la nave espacial de Lego que acababa de construir, me puso al día del resultado de su último experimento de congelación (últimamente le ha dado por meter en el congelador las cosas más variadas a lo largo de la noche para ver qué pasa), le ayudé con los deberes de matemáticas y a pasar el nivel 58 de Cradle of Persia, jugué al fútbol con mi hija y bailamos juntas unas canciones del Cantajuego; esta noche, mientras le contaba a mi niño el cuento antes de dormir, me dijo que se siente muy afortunado por tenerme de mamá.
Ha sido un buyen día, después de todo.
Creo que el año que viene celebraré la Nochevieja como se merece. Sentir añoranza por mi madre y por todos los que ya no están no debe impedirme disfrutar con los que siguen a mi lado y se esfuerzan a diario por hacer que mi vida merezca la pena.
Puede que haya perdido siete años, pero me queda una vida entera.
Feliz 2013, y que todos vuestros sueños se hagan realidad.