viernes, 12 de abril de 2013

Desmontando al juez Calatayud

Recientemente ha llegado a mi facebook un "decálogo", supuestamente escrito por el juez de menores Emilio Calatayud, en el que se recomiendan los pasos a seguir para convertir a tu hijo en un delincuente juvenil.
No pretendo analizar ni criticar su labor como juez, sin embargo creo que este señor (al igual que muchos otros que se convierten en personajes mediáticos) ha cometido el error de difundir sus opiniones e idiosincrasias personales disfrazándolas de consejos de experto, amén de que una persona que afirma públicamente que confundir un cachete con maltrato es una tontería está incitando públicamente a cometer un delito, ni más ni menos que si un economista dijera que es una tontería confundir la sustracción de una cartera con un robo.
No soy experta en leyes, ni psicóloga, pero en mi opinión, la práctica totalidad de los menores delincuentes tiene que haber sufrido algún tipo de abuso o carencia en su infancia: obviamente, no se trata de utilizar este argumento para justificar las conductas delictivas, pero el primer paso para erradicarlas debería ser tratar de entender por qué se producen, y corregir los factores que las han hecho posibles.
Supongo que esta teoría no vende, o por lo menos el juez Calatayud prefiere aportar un enfoque - a mi juicio - más demagógico y simplón.
A continuación os detallo el famoso decálogo: en cursiva, los consejos del insigne juez, seguidos por mis propias opiniones, lógicamente igual de rebatibles que las de cualquiera.
Imagen: Gavel, de Salvatore Vuono
www.freedigitalphotos.net
1. Comience desde la infancia dando a su hijo todo lo que pida. Así crecerá convencido de queel mundo entero le pertenece.
Si por "darle todo lo que pida" entendemos sobrecargar al niño de caprichos materiales, estoy de acuerdo: el materialismo desenfrenado me parece peligroso. Más peligroso aún me parece comprarle un juguete a un niño para suplir la falta de tiempo, o de ganas. Un niño pequeño no suele desear cosas materiales, lo que desea es cariño, atención, dedicación y tiempo: si no los recibe, es posible que con el tiempo intente compensar esa carencia acumulando pertenencias de forma casi compulsiva. El error es que tendemos a pensar que esos niños han sido excesivamente mimados y que su problema es que nunca se les ha negado nada, cuando en realidad se trata de todo lo contrario.
Cuando yo era niña, mi padre tenía dos trabajos, uno de lunes a viernes y otro de fines de semana y festivos. No culpo a mi padre por hacerlo, ni a mi madre por permitirlo, pues intentaron de buena fe darme lo que les había faltado en su infancia; de lo que sí les culpo es de no haberme escuchado. He perdido la cuenta de las veces que tuve que oír que gracias a ese segundo trabajo mis padres podían pagar mi ortodoncia, las clases de inglés o el viaje anual; del mismo modo que he perdido la cuenta de las veces que les contesté que habría renunciado encantada a todos esos lujos a cambio de poder contar con la presencia de mi padre en la comida de Navidad o en la función del colegio. Incluso acabé por hacer lo que suelen hacer los niños en ese tipo de situación, es decir, romper mi hucha y llevarle a mi padre el puñado de moneditas que había conseguido ahorrar para que se las quedara y me ofreciera a cambio su tiempo; huelga decir que no sirvió de nada.
Mi padre acabó dejando el segundo trabajo cuando yo tenía 14 años, demasiado tarde para disfrutar de una sesión de mimos los fines de semana, una guerra de cosquillas o una simple tarde en el parque.
Los juguetes, los regalos, los caprichos pueden esperar; por desgracia, el tiempo perdido no volverá nunca.

2. Reídle todas sus groserías, tonterías y salidas de tono: así crecerá convencido de que es muy gracioso y no entenderá cuando en el colegio le llamen la atención por los mismos hechos.
Las groserías, tonterías y salidas de tono no suelen ser comportamientos innatos; quiero pensar que si un niño ha adquirido esas costumbres en edad preescolar, será porque las ha visto y oído en algún sitio, presumiblemente en casa, en boca de sus padres o de quienes se encargan de educarle. Sería más lógico decir que los niños suelen aprender de lo que ven, y alertar a continuación a los adultos a intentar cuidar, en la medida de lo posible, sus formas y su lenguaje; pero parece que el juez Calatayud considera más efectivo reñir o castigar a un niño por hacer lo mismo que otros hacen a su alrededor.

3. No le déis ninguna formación espiritual: ¡ya la escogerá él cuando sea mayor!
Por lo que he podido leer, D. Emilio Calatayud es una persona de profundas convicciones religiosas, y posiblemente ha elegido la palabra "espiritual" por considerarla políticamente más correcta y aceptada por un público más amplio que si hubiera dicho "católica". A mi entender, viene a significar lo mismo, por lo menos si nos regimos por lo que declara en las entrevistas (a saber, que los valores de la religión católica son "muy buenos", que si la Iglesia - entendida como institución - ha logrado sobrevivir durante 20 siglos "por algo será" y que le preocupa el laicismo imperante en la sociedad contemporánea).
Para añadirle un toque de humor, supongo que su defensa del cachete será el equivalente terrenal de la recomendación evangélica de ofrecer la otra mejilla.
Ahora en serio, y sin ánimos de ofender las creencias de quiénes me puedan estar leyendo, no entiendo qué problema hay en cuestionar las cosas: al contrario, a mí me parece una actitud sana, señal de pensamiento crítico.
Si yo le digo a mis hijos que yo creo en tal cosa, y que ellos tienen que creer en lo mismo porque es la única manera correcta de ver la vida, me temo que no les estoy formando espiritualmente, más bien les estaré adoctrinando. Cuando una dictadura (ya sea de corte político o religioso) adopta una única línea de pensamiento nos parece un intolerable atropello de los derechos humanos; en cambio, si los afectados son niños, es un bonito ejemplo de "formación espiritual".

4. Nunca le digáis que lo que hace está mal: podría adquirir complejos de culpabilidad y vivir frustrado; primero creerá que le tienen manía y más tarde se convencerá de que la culpa es de la sociedad.
En realidad, con este punto estoy de acuerdo en parte. Educar implica necesariamente corregir las conductas inadecuadas; sin embargo, el tema de la frustración me chirría bastante, porque suele conllevar la idea de que es buenísimo que los niños aprendan a tolerar la frustración, y por tanto debemos propiciar esas ocasiones, imponiéndoles límites caprichosos, absurdos y arbitrarios.

5. Recoged todo lo que vaya dejando tirado: así crecerá pensando que todo el mundo está a su servicio; su madre la primera.
Es más probable que un niño aprenda a ser ordenado si sus padres también lo son; exigirle que su habitación esté impecablemente recogida cuando la nuestra es todo lo contrario se me antoja un poco incongruente.

6. Dejadle ver y leer todo: limpiad con detergente, que desinfecta, la vajilla en la que come, pero dejad que su espíritu se recree con cualquier porquería. Pronto dejará de tener criterio recto.
Sinceramente, esta frase me produce urticaria, me ha recordado la novela 1984 de George Orwell.
He sufrido un exceso de autoridad durante mi infancia, y más adelante las secuelas del mismo, y aún así puedo decir que mis padres nunca jamás censuraron lo que veía y leía. Es una actitud bastante contraproducente, pues la mejor manera de tener un "criterio recto" es comprobando que existen muchas formas de pensar, y quedarnos con lo bueno que pueda haber en cada una de ellas a la vez que deshechamos lo malo.
He sido lectora empedernida durante mi infancia y mi adolescencia, y en mis manos ha caído absolutamente de todo, desde el Mein Kampf de Hitler hasta el mismísimo Kama Sutra (dicho sea de paso, nunca he sido neonazi a pesar de que semejante lectura podía haberme alejado de la rectitud moral; en cuanto al Kama Sutra, os diré que las famosas posturas ocupan un par de páginas a lo sumo, por lo demás se le puede considerar un manual de buenos modales). Si nos imponen "desde arriba" nuestras lecturas y aficiones, nos prohíben lo normal, es probable que caigamos en la anormalidad.

7. Padre y madre discutid delante de él: así se irá acostumbrando, y cuando la familia esté ya destrozada lo encontrará de lo más normal, no se dará ni cuenta.
Si bien no me parece acertado recurrir a la agresividad verbal delante de los niños (ni detrás), considero que la familia somos todos, y una discusión constructiva y pacífica no tiene por qué llevar al destrozo.
Un matrimonio puede fracasar por las razones más variadas, y creo que un niño ya tiene bastante con intentar superar la separación de sus padres como para culparle por su forma de ver la situación.

8. Dadle todo el dinero que quiera: así crecerá pensando que para disponer de dinero no hace falta trabajar, basta con pedir.
Dados los tiempos que corren, para muchos padres será materialmente imposible darles a sus hijos todo el dinero que quiera.

9. Que todos sus deseos estén satisfechos al instante: comer, beber, divertirse,…¡de otro modo podría acabar siendo un frustrado!
Pues yo cuando tengo sed voy a por agua; cuando tengo hambre, pico algo aunque no sea la hora establecida. Pero yo soy mayor de edad, si no lo fuera, habría que emplear un doble rasero.

10. Dadle siempre la razón: son los profesores, la gente, las leyes… quiénes la tienen tomada con él.
Otra frase que se las trae... No se trata de dar la razón ni de quitarla, sino de analizar la situación de forma objetiva. Si el día de mañana uno de mis hijos tiene un conflicto con un adulto y considero que no tiene razón, así se lo haré saber a todas las partes implicadas: opino que lo importante no es no equivocarse sino ser capaces de recapacitar y rectificar cuando eso ocurre. Lo que no voy a hacer es quedarme callada ante una injusticia por miedo a "desautorizar" al adulto de turno, concepto que por desgracia está muy de moda.
Un niño acostumbrado a ser regañado cada vez que le lleva la contraria a un adulto acabará por perder la confianza en sus progenitores y no acudirá a ellos ni siquiera en casos graves, como puede ser por ejemplo un abuso sexual, porque pensará de entrada que sus padres no le defenderán. Puede parecer descabellado pero os aseguro que no me lo invento.

“Y cuando su hijo sea ya un delincuente, proclamad que nunca pudisteis hacer nada por él”.
Sin comentarios.

Adiós, Pirata Tuerto

A lo mejor no es definitivo, pero de momento lo parece: desde hace varias noches, mi hijo no me pide que le cuente un cuento antes de dormir. Ahora le doy un beso y se queda en su habitación mientras yo voy a dormir a su hermana; con solo aguzar un poco el oído puedo saber lo que hace. Le oigo abrir cajones, sacar pinturas o juguetes con los que se entretiene un rato; oigo a su padre entrar a hablar con él, darle las buenas noches; más tarde un crujido de muelles me dice que se ha metido en la cama.
Mi hija está en una de esas etapas en la que se resiste al sueño todo lo que puede, con lo cual en ocasiones llego a tardar una hora. Cuando salgo de la habitación, la casa está a oscuras, en silencio excepto por la televisión que mi marido suele ver a esas horas.
Recorro el pasillo intentando no hacer ruido y me paro un momento a contemplarle mientras duerme. Le aparto el pelo de la cara, le doy un beso, si se ha destapado vuelvo a subir el edredón.
Ha pasado otra etapa, en realidad él lo ha querido así, entiende que su hermana tarda mucho en dormirse, que en ocasiones no quiere quedarse sola y es misión imposible contarle un cuento con tranquilidad, quizás también se siente mayor para esos cuentos inventados noche tras noche, siempre distintos y en el fondo muy parecidos.
Al igual que con anterioridad me despedí de la ciudad de los conejos, del fantasma cantarín y de la ranita traviesa, ha llegado la hora de decirle adiós al Pirata Tuerto. En realidad es un Playmobil, comprado hace dos años en una tienda de Sepúlveda en ocasión de un viaje de Semana Santa, y se convirtió inmediatamente en uno de sus juguetes favoritos; en lo que a cuentos se refiere, después de dos años ha sido el personaje más longevo que ha protagonizado nuestro final del día.
Ya no hay más cuentos, ya no me acurruco junto a él respirando el olor de su pelo mientras me invento historias siempre nuevas. Ya es mayor y parece que no lo necesita.
Así que adiós Pirata Tuerto, y gracias por acompañarnos durante este tiempo. La historia del accidente en el que perdiste el ojo le hizo comprender la importancia de ir al médico cuando nos encontramos mal; tus viajes a países exóticos en busca de tesoros fabulosos llevaron la emoción hasta nuestra casa; tus aventuras junto al Pirata Espadachín me ayudaron a explicarle el valor de la amistad, y a hacerle entender que esta sigue adelante incluso a pesar de las peleas y las discusiones; tus bromas al Pirata Tontolaba añadían el toque de humor; la astucia con la que conseguías burlar a los malvados bandidos hablaba de la importancia de aprender a resolver conflictos sin necesidad de llegar al enfrentamiento físico; los deberes de lengua se hicieron menos pesados al descubrir que tenías que limpiar la cubierta del barco aunque no te gustara; los consejos del sabio Patapalo nos sacaron de apuros cuando me quedaba en blanco y no sabía cómo continuar el cuento.
Sé que es una tontería, pero me despido de ti con lágrimas en los ojos, porque sé que no volverás, y un día pasarás a formar parte de esa cápsula del tiempo en la que almaceno cosas que hemos dejado atrás.
Si me lo permitís, tengo un consejo para los que tenéis niños que tardan literalmente horas en dormirse: como dice mi amiga Mon, todo pasa y todo llega. No desesperéis, disfrutad del momento, porque cuando una etapa termina, no vuelve, y es posible que tengáis que despedir a vuestro Pirata Tuerto particular antes de lo que pensáis.
Gracias por todo Pirata Tuerto, sigue surcando los siete mares a bordo de tu galeón. Nunca te olvidaré, ni olvidaré los ratos que pasé junto a mi niño mientras le hablaba de ti.
Hasta siempre.

miércoles, 3 de abril de 2013

Niñas-esposas

Desde que soy madre no he vuelto a ver el telediario con los mismos ojos.
Siempre me han afectado las noticias relacionadas con los abusos a la infancia: sin embargo, hace años me decía que si el destino hubiera decidido ser menos benévolo y más caprichoso conmigo, yo habría podido ser uno de esos niños; ahora me digo que cualquiera de esos niños habría podido ser uno de mis hijos, lo cual cambia radicalmente el enfoque.
He podido ver recientemente un reportaje, realizado por la fotógrafa americana Stephanie Sinclair, llamado Child brides (literalmente niñas-esposas) y traducido al español como Matrimonios forzados, (traducción chapucera donde las haya, pues obvia la edad de las novias, tema principal del reportaje), que se puede visualizar a través de este enlace.
Hace años que me considero familiarizada con el tema: desde niña oí decir a mi madre y a mi tía que mi bisabuela se había casado a los 15 años con un hombre mucho mayor que ella, un hombre al que no amaba y apenas conocía; lo hizo para huir de los malos tratos de una madrastra que no tenía nada que envidiar a la de la Cenicienta. Diez años más tarde había dado a luz a seis hijos, dos de los cuales no consiguieron sobrevivir a una infancia llena de privaciones, y pasaba sus días atrapada en una casa minúscula, prisionera de un marido alcohólico y violento y de una vida que en cierto modo había elegido, pero no previsto.
La que fue la vida cotidiana de mi bisabuela sigue siendo moneda corriente en muchos países y en muchas culturas.
Al pensar en matrimonios concertados me venían a la mente retazos de noticias que había visto, oído o leído acerca de esos enlaces que se llevan a cabo en la India y alrededores de forma clandestina en la oscuridad de la noche: niños y niñas, en algunos casos de la edad de mis hijos, vestidos y maquillados como adultos, protagonistas de una ceremonia que no alcanzan a entender.
La buena noticia es que a esa edad, el matrimonio solo tiene un valor simbólico; a la novia se le permite seguir viviendo con su familia, disfrutar de su infancia durante unos años más: la enviarán a la casa del marido cuando llegue a la pubertad, con suerte incluso más tarde, al finalizar sus estudios.
La mala es que a partir de entonces su vida, y la de su marido, quedan indisolublemente ligadas a una persona a la que no han escogido.
Más recientemente he descubierto que existen tradiciones mucho más siniestras y escalofriantes en lo que a matrimonios infantiles se refieren: en la tradición hindú los contrayentes suelen ser de edades parecidas, en cambio en algunas zonas de Africa y Oriente Medio (entre otros), algunas familias casan a sus hijas con hombres que les doblan o triplican la edad.
En algunos casos, se trata de niñas de 8, 10 años, niñas que ven como se les arrebata su infancia de un día para otro, niñas obligadas a convertirse en esposas, amas de casa y madres antes de tiempo. Lo habitual es que el marido se comprometa a no mantener relaciones sexuales con su esposa hasta pasado un tiempo, pero tengo entendido que tampoco es infrecuente que el día después de la boda la familia exhiba orgullosamente una sábana ensangrentada, gráfica muestra de la virtud de la novia y de la virilidad del marido.
Siempre pienso que detrás de los números, las estadísticas y los artículos hay personas reales que viven y sufren; quizás el reportaje de Stephanie Sinclair me impactó tanto porque sus fotos consiguieron ponerles cara a una realidad que hasta entonces solo había podido rozar.
(c) 2005 Stephanie Sinclair
http://www.stephaniesinclair.com
Son imágenes que me han parecido de una belleza sobrecogedora, a pesar de la crudeza de la tragedia que retratan. De todas ellas, la que más me ha impresionado es la que he puesto aquí a la derecha. Por lo que he podido averiguar, la niña se llama Ghulam Haider y tiene 11 años; el hombre sentado a su lado es su futuro marido, se supone que tiene 40, aunque parece bastante más mayor. La foto ha sido tomada el día de su fiesta de compromiso según algunas fuentes, el día de su boda según otras; todas ellas coinciden en que era la primera vez que la niña veía al hombre que pronto sería dueño de su destino. Tanto la jovencísima esposa como su prometido residen en un pueblo rural de la provincia de Ghor, en Afganistán.
He ido a buscar la provincia de Ghor (o Gaur) en Google Maps, y no hay nada: ninguna ciudad, ninguna carretera, solo una infinita sucesión de montañas aterciopeladas, interrumpida de vez en cuando por un puñado de casas comunicadas entre si por senderos difícilmente transitables.
Ninguna oportunidad para Ghulam, que soñaba con ser maestra pero tuvo que dejar la escuela en cuanto le anunciaron su compromiso, ni para ninguna de las demás chicas obligadas a casarse antes de tiempo, en su aldea y en otras latitudes. Dicen que su padre, de 32 años (ojo al dato, 8 menos que su yerno) declaró que se vio obligado a casarla tan pronto debido a la situación de extrema pobreza que atravesaba la familia. De la madre no hablan, posiblemente no tenga voz y voto, y con toda probabilidad contrajo matrimonio a una edad parecida (echando cuentas, el padre tuvo a Ghulam con 21 años y según la tradición la madre debería ser más joven).
Lo que más me estremece de la foto es la historia que se desprende de ella y que no queda reflejada en las crónicas. El marido mira a la cámara con expresión indescifrable, su cara parece esculpida en piedra, resultado de una vida que para él tampoco habrá sido fácil. Un hombre de 40 años es considerado joven en nuestra sociedad, en cambio este señor parece un abuelo, un hombre derrotado que intenta agarrarse a su juventud perdida casándose con una niña que tiene edad para ser su hija.
Para él parece un día normal, de hecho lleva la ropa de todos los días, un pantalón manchado, un turbante viejo. A ella la han vestido para la ocasión, el vestido y el velo son nuevos, tienen que haber supuesto un esfuerzo económico importante para su familia. La fotógrafa le preguntó cómo se sentía y ella contestó que qué se suponía que debía sentir si no conocía a ese hombre.
Sin embargo, su mirada lo dice todo.