jueves, 26 de diciembre de 2013

Me duele (ley del aborto)

A este respecto, me duele todo: me duele una ley que nos hace retroceder de varias décadas, me duelen las posturas enfrentadas de personas a las que admiro y aprecio, me duelen los radicalismos y los insultos lanzados desde ambos bandos, me duele la dicotomía interior que supone un tema así.
Se puede decir que mi postura es un poco ambigua, si tuviera que resumirlo diría que moralmente estoy en contra del aborto, pero legalmente estoy a favor.
Desde que tengo uso de razón, tuve claro que nunca abortaría, al principio me decía, con esa arrogancia típica de la adolescencia, que sería mucho más fácil arrepentirse de no haber tenido un hijo que de haberlo tenido, y que eso era lo único que importaba.
Los años y la experiencia me trajeron reflexiones más pausadas y maduras, y llegué a la conclusión de que la perspectiva de acabar voluntariamente con una vida humana habría sido demasiado duro de soportar. No me considero religiosa pero soy mística, siempre he pensado que durante la concepción, una diminuta partícula de la luz que forma el tejido de la divinidad se desprende para venir a habitar el nuevo ser; con lo cual, para mí se trata de una vida humana desde el primer momento (es una opinión personal rebatible, pero al mismo tiempo también respetable, igual que cualquier otra).
En frío, me decía que el único supuesto en el que decidiría poner fin a un embarazo sería en caso de malformaciones o anomalías graves; luego me encontré embarazada, me descubrí acariciando mi incipiente barriga y diciéndole a mi bebé que viniera como quisiera venir, que haríamos lo que estuviera en nuestras manos para poder darle la mejor calidad de vida posible.
Incluso en el peor de los casos, creo que preferiría darle la oportunidad de abandonar este mundo entre mis brazos, y no en una mesa de quirófano.
Sin embargo, son decisiones muy tristes y dolorosas, y cada cual es libre de enfrentarse al dolor y de atravesarlo como mejor sabe o puede.
Por este motivo, me creo con derecho a pedir respeto para mi postura, pero al mismo tiempo, considero que tengo la obligación de no imponérsela a nadie.
De allí que piense que el aborto se debe despenalizar, debería ser libre y gratuito. Una ley estricta y anacrónica como la que nos quieren colar no disminuirá la tasa de abortos, se limitará a agrandar la brecha entre ricos y pobres, igual que antaño, cuando las mujeres de clase alta iban al extranjero para "solucionar el problema" y las de clase obrera se envenenaban con brebajes o se tiraban por la escalera.
En mi opinión, las únicas medidas realmente efectivas para reducir la tasa de abortos se resumirían en
promover una sexualidad responsable (me parece curioso, por decir algo, que muchos de los defensores de la nueva ley, se oponen al aborto libre pero también se oponen a los anticonceptivos) y en analizar las causas que llevan a una mujer a dar ese paso y tratar de ponerles solución, brindándole por ejemplo el apoyo (emocional, logístico, económico) que pudiera necesitar.
Si bien a nivel legal opino que el marco debería ser amplio, a nivel personal se debería sopesar muchísimo los pros y los contras a la hora de dar ese paso.
Es cierto que los anticonceptivos fallan, pero en muchos casos lo que falla es el sentido común de quienes deciden prescindir de ellos pensando que en todo caso le pondrán remedio después.
No comparto el sentimiento de las asociaciones pro-vida que considera unas asesinas a todas las mujeres que han tomado esa decisión: podemos estar de acuerdo, o no, con los motivos que llevan a una mujer a interrumpir un embarazo, pero hay que reconocer que se trata de una decisión dura y dolorosa.
Y tampoco comparto la postura del bando contrario, que parece creer que abortar es algo parecido a sacarse una muela, que tan solo se trata de librarse de un puñado de células, que el trauma post-aborto es inexistente y que una experiencia así es casi sinónimo de mujer moderna y liberada.
En realidad me duele todo, porque no entiendo a nadie, no entiendo la intransigencia de un bando ni la despreocupación del otro, soy tan arrogante que la única opinión que me parece sensata es la mía.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Odio a Caillou (y a su irritante mundo adultocéntrico)

Lo confieso, no soporto a Caillou. Será muy bonito y educativo y todo lo demás, pero no le aguanto: prefiero mil veces el universo eternamente blanco de Pocoyó, la risita forzada que cierra cada capítulo de Peppa Pig e incluso el inglés macarrónico y chapucero de Dora la Exploradora. De todas las series dirigidas al público en edad preescolar, Caillou sin duda se lleva la palma a la más infumable.
Por lo visto, no estoy sola: probad a poner "odio a Caillou" en google y encontraréis docenas de blogs y enlaces dedicados a vapulear verbalmente al susodicho. Algunos ofrecen teorías curiosas, como por ejemplo que Caillou es calvo porque tiene cáncer (hipótesis a mi entender bastante improbable, puesto que hasta donde yo sé, en ningún episodio se menciona la enfermedad), otros recopilan parodias de mejor o peor gusto, todos ellos coinciden en considerarlo insoportable.
Sin embargo, sus razones para encontrarlo detestable son diametralmente opuestas a las mías: la corriente mayoritaria opina que es todo demasiado perfecto y empalagoso, y que los maravillosos padres de Caillou nos desmerecen a los demás, a los padres normalitos que en ocasiones perdemos la paciencia y somos incapaces de enfrentarnos a la vida con semejante dosis de ingenio y creatividad.
La verdad es que no estoy de acuerdo para nada.
Quizás se deba a que descubrí a Caillou de la peor forma posible: nos obsequiaron con un DVD que contenía, entre otros, el episodio titulado Caillou tiene una pesadilla. Se trató de un regalo hecho sin duda con buena intención pero con mala sombra, un burdo intento de animar a mi hijo mayor, que por aquel entonces tendría la misma edad del protagonista y seguía durmiendo con nosotros, a "independizarse".
En dicho episodio podemos ver como Caillou, aterrorizado por una pesadilla, busca refugio en la cama de sus padres para ser inmediatamente devuelto a su habitación por su madre, que con su habitual, insulsa e irritante sonrisa le conmina a dormir en su cuarto "como un niño mayor".
Caillou sigue sin entender la determinación materna a dejarle solo (según la canción tiene "casi cuatro añitos", yo tengo diez veces su edad y para ser sincera, tampoco la entiendo), así que pide un vaso de agua, y después que le lea un cuento. Siempre sin perder la calma, su amorosa madre se niega a leérselo, porque "es muy tarde y es hora de dormir" y se marcha de la habitación sin pensárselo dos veces.
A continuación el gato Gilbert tira el agua al suelo, lo cual ocasiona una nueva llamada de Caillou a su madre, que se limita a secar el suelo para irse nuevamente.
Caillou sigue sin poder dormir y finalmente decide irse a la cama de sus padres, donde consigue por fin conciliar el sueño, aunque no durante mucho tiempo: su padre se despierta, le pregunta qué hace allí, y a continuación le explica que "en esta cama no pueden dormir 3 personas, y tu cama es perfecta para tu tamaño". (Mentira cochina, mi cama está diseñada para dos personas y en ella dormimos 3).
Esta vez es el padre quien le lleva de vuelta a su cuarto, haciendo (para variar) caso omiso de sus ruegos, y explicándole, eso sí, que la mejor manera de ahuyentar las pesadillas es pensando en cosas bonitas.
Como no puede dormirse, Caillou decide quedarse jugando, y despierta a su madre, que le vuelve a acostar (como no), no sin antes resolver la situación de forma magistral dándole la vuelta a la almohada para ponerla "del lado de los dulces sueños".
En mi opinión, el episodio que acabo de describir rezuma un adultocentrismo repugnante; mi hijo llegó a la conclusión de que habrían dormido todos mejor si los padres de Caillou le hubieran dejado dormir con ellos, pero es evidente que el mensaje que se pretende transmitir es el contrario.
A partir de entonces he ido cogiendo cada vez más tirria a los padres de Caillou: su madre es de una sosería inaguantable, siempre está demasiado ocupada para jugar con él, comete una negligencia gravísima al quedarse dormida en el porche (Caillou aprovecha la ocasión para darse una vuelta por el barrio y hace un montón de descubrimientos, no le atropella ningún coche ni le rapta un pederasta; una amable vecina le acompaña a su casa y se echa unas risas con la madre en vez de denunciarla a los servicios sociales) y cuando le pierde en el supermercado, le recibe con una amplia sonrisa en vez de estar al borde del colapso nervioso como cabría esperar en una persona normal.
El padre, otro sosaina, es una especie de Mac Gyver, pero más fondón, que arregla todos los desperfectos de la casa con una sonrisa y no pierde la calma ni siquiera cuando Caillou se queda encerrado en una habitación a oscuras.
Para rematar, la narradora aprovecha todas las pausas para rellenarlas con sandeces y obviedades del tipo A Caillou no le parecía divertido jugar sin hacer ruido, a Caillou le daba vergüenza haberse caído de la bicicleta mientras su papá le miraba, Caillou quería tener el cohete más rápido del mundo.
Se supone que los padres de Caillou hacen despliegue de una paciencia infinita, pero la verdad es que Caillou nunca tiene una auténtica rabieta: por ejemplo, pide unas galletas en el supermercado, su madre le dice que no porque después de cenar hay un postre especial, y Caillou no rechista. No sé los vuestros, pero los míos nunca se han dejado convencer tan fácilmente. Es bastante poco probable que un niño de cuatro años entienda que no puede tomarse unas galletas en este momento porque le darán un postre dentro de muchas horas.
Ni siquiera Rosie, la hermanita de Caillou, que deberá tener unos dos años y está por tanto en la edad rabietil por excelencia: basta con que su madre le proponga cualquier estupidez, como decorar una vela para el barco de Caillou, para que se olvide de que estaba disgustada por no poder ir con él. También me gustaría que alguien me explicara por qué le pone voz una señora mayor que intenta hablar como un bebé, y por qué tiene que torturar mis oídos con ese esperpéntico yo tambén cuando luego pronuncia correctamente su nombre, R incluída.
Detesto a Caillou porque bajo la pátina de armonía y amabilidad se esconde un mudo reproche: fíjate lo bueno que es Caillou, lo bien que se porta, lo rápido que se deja convencer, lo obediente que es. Caillou no se rebela, no se enfada, no desobedece, como mucho ofrece una débil oposición a los deseos paternos durante el tiempo estrictamente necesario para que sus odiosos padres maquinen una imaginativa manera de hacerle pasar por el aro.
Me dan una sensación parecida a los payasos, se supone que son agradables y divertidos pero los encuentro amenazadores y siniestros desde siempre, me recuerdan a John Wayne Gacy y al asesino de It.
Casi me parece más educativo el humor ácido de Bob Esponja, un entrañable perdedor capaz de reírse hasta de sus propias desgracias que el pluscuamperfecto microcosmo del insufrible niño calvo y su repelente familia.