martes, 16 de diciembre de 2014

La otra carta (y las nuestras)

Confieso que soy fan de Ikea desde hace muchos años. A pesar de las críticas que oigo y leo periódicamente acerca de estas tiendas, tengo que decir que los muebles que he comprado allí se han demostrado extraordinariamente resistentes hasta la fecha (incluso con dos niños), y visualmente tan atractivos como muchos de los que se venden en tiendas de renombre a un precio muy superior. Me encanta el recorrido obligado, el tener que pasearme por toda la tienda aunque solo necesite una alfombrilla para el baño: me apasiona la decoración y no puedo más que disfrutar de esos ambientes tan bien recreados, esos textiles tan sabiamente conjuntados. Me gusta tanto Ikea que casi les perdono tener que memorizar un sinfín de referencias para buscarlas luego en el almacén y cargar palés que pesan una riñonada.
Me gusta aún más desde que hace unos días vi por primera vez su anuncio de Navidad titulado La otra carta: no me considero de lágrima fácil, pero no conseguí verlo sin inmutarme. Es un anuncio sencillo (que no simple), que no nos descubre nada nuevo pero nos redescubre cosas que a menudo pasamos por alto o tratamos de olvidar conscientemente.
Decidí hacer la prueba de la otra carta con mis polluelos, y preguntarles, por separado, qué tienen pensado pedir a Papá Noel (en mi casa lo celebramos todo, Papá Noel, los Reyes Magos y hasta la Befana, pero siento especial cariño por el entrañable gordito de barba blanca, así que él es el que trae los regalos importantes).
Como era de esperar, me enumeraron los juguetes que les gustaría recibir. Y a continuación, quise saber qué nos pedirían a su padre y a mí, mientras me disponía a tomar nota mental de mis fallos y mis limitaciones.
Curiosamente, ninguno de los dos pidió más tiempo, más paciencia o más atención. Mi niña, tras pensárselo un rato, dijo que nos pediría lo mismo que a Papá Noel, y ante mi cara de sorpresa me explicó que así tendría antes sus regalos, sin tener que esperar hasta el día de Navidad.
Mi hijo me dijo que a su padre y a mí nos pediría un gato: no le parecía sensato pedírselo a Papá Noel porque podría caerse del trineo. Unos días más tarde volví a sacar el tema, y me explicó que le gustan mucho los animales, en especial los gatos, y que si tuviéramos uno seríamos todos más felices, tanto nosotros como el gato.
Me quedé enternecida y asombrada por la lucidez de su razonamiento. Mi hijo es de principios firmes, su sentido de la justicia es bastante arraigado, puede llegar a ser cabezón y no se amedrenta cuando tiene claro su propósito. En este sentido me recuerda a mí cuando tenía su edad, y por ese motivo me enorgullece y me preocupa a partes iguales; sin embargo, yo era una rebelde con y sin causa, en perenne lucha contra el resto del mundo, en cambio el posee una paciencia y una sensibilidad que yo desconocía. Estoy totalmente segura de que es completamente capaz de hacer feliz a un gato o a cualquier ser vivo que cruce el umbral de nuestra casa.
En realidad el gato no sería nuestra primera mascota, puesto que ya tenemos a Tiny el caracol.
Como dijo mi niño en su momento, es muy gratificante salvar una vida (aunque se trate de la de un caracol). Tiny se incorporó a nuestra familia en verano, cuando un pescadero lo sacó de una cesta y se lo regaló a mis hijos. Para ser exactos, les regaló dos, uno para cada uno, pero el otro ya estaba muerto, o no sobrevivió el camino a casa, y aunque quede muy mal decirlo, ha sido mejor así teniendo en cuenta que una pareja de caracoles puede llegar a poner hasta un centenar de huevos de una sentada.
Al descubrir que los caracoles son hermafroditas, mi hijo decidió que el nuestro tendría un nombre unisex, y finalmente optó por Tiny, que significa pequeño en inglés. A decir verdad, de pequeño solo tiene el nombre: hemos calculado que cuando está completamente estirado debe medir unos 8 cm de punta a punta, sin ser experta creo que es un tamaño bastante respetable para un caracol. Vive en nuestra cocina, dentro de un tupper que mi marido ha agujereado pacientemente para que pueda respirar; se alimenta de lechuga y manzana; mis niños juegan con él a diario, lo sacan para que "haga deporte", procuran que su comida esté siempre fresca y que no le dé demasiado el sol. Una vez me dijo mi hijo que el destino de Tiny era con toda probabilidad el de acabar en una cazuela, pero ahora puede estar tranquilo y pasar el resto de sus días comiendo lechuga y casi me hizo sentir orgullosa por haberle dado un futuro.
El otro día, cuando hice la prueba de la otra carta, pregunté a mi niño, como en el anuncio, qué opción elegiría si solo pudiera pedir una cosa. Sin dudarlo un instante, eligió el gato.
En cuanto a mí, en mi carta solo pido más años a la vida, para poder estar a su lado y verles cumplir sus sueños.
 

martes, 25 de noviembre de 2014

Día internacional contra la violencia de género

Elena no parecía encajar en ninguno de los clichés que la gente tiende a asociar a las víctimas de violencia de género. Era la mayor de tres hermanas, nació en una familia de clase media, tuvo una infancia feliz, ningún trauma, ninguna experiencia negativa que la marcara. Tenía muy buena relación con sus padres y se sentía muy unida a sus hermanas, en especial a la mediana; sacaba buenas notas, le gustaba la música pop, tocaba el piano bastante bien, solía llevar unos pendientes en forma de corazón, estaba constantemente a dieta porque tenía tendencia a engordar y disfrutaba hojeando las revistas de moda. Siempre fue una chica normal, hasta que le conoció a él.
A decir verdad, él tampoco encajaba en ningún cliché. Los que le conocían decían que tenía un aspecto agradable, incluso atractivo, tenía estudios universitarios, un trabajo estable, un grupo de amigos a los que conocía desde la infancia, una conversación amena y cierto sentido del humor.
Nadie sabía con exactitud cuándo, cómo y por qué Elena acabó atrapada en la espiral de la violencia; a lo mejor, ella tampoco lo sabía. Creo que no fue un vendaval que destrozó su vida de la noche a la mañana, sino una marea insidiosa que subió lentamente hasta alejarla de todo lo conocido y convertirla en la sombra de sí misma.
Hay muchas lagunas en su historia, muchos secretos, muchas verdades no dichas. Familiares y amigos intentaron juntar retazos de información con la esperanza de juntar las piezas del puzle, pero aún así la imagen final es incompleta.
Al principio parecían felices, tenían intereses comunes, salían a menudo, se llevaban bien, empezaron a ahorrar para irse a vivir juntos. Poco a poco, las primeras señales de alarma empezaron a saltar. Unos celos injustificados que siempre desembocaban en pelea, una retahíla de insultos durante una discusión, un cenicero estrellado contra el suelo en un momento de rabia, un portazo, un empujón, la primera bofetada seguida de unas lágrimas de arrepentimiento, la promesa de no repetirlo nunca jamás.
La familia de Elena intentó apartarla de él en un sinfín de ocasiones, pero ella terminó alejándose de todos. La despidieron del trabajo por sus repetidas ausencias y a partir de aquel día se quedó recluida en su casa, encerrándose durante días cuando el maquillaje no lograba disimular las marcas, alejada de todo y de todos, presa del miedo. Miedo a que él no viniera, miedo a que viniera, miedo a oír la llave girar dentro de la cerradura, miedo a no saber si aquel día recibiría un beso o una paliza.
Fue hospitalizada en dos ocasiones, dijo que había tenido un accidente doméstico y se negó a denunciar a pesar de que el equipo médico que la atendió la animara a hacerlo.
Le dejó varias veces, pero por alguna razón que ni siquiera ella era capaz de explicar, se dejaba cautivar por sus muestras de arrepentimiento y acababa volviendo con él.
Después de su segunda hospitalización, decidió dejarle definitivamente. Sacó sus cosas del piso que compartía con él y se mudó a casa de su hermana.
Él vino a buscarla unos días después, con lágrimas en los ojos y sus eternas promesas de cambio en los labios. Al principio, Elena no quiso saber nada de él, pero tras unas semanas de declaraciones, regalos y planes de futuro, accedió a intentarlo de nuevo. A él, le dejó claro que sería su última oportunidad.
Lo fue. Unos días más tarde, Elena se convirtió en la víctima nº 47 de violencia de género de aquel año. Así la describieron los periódicos que le dedicaron unas pocas líneas, un suceso como muchos otros, una mujer presuntamente asesinada por su pareja.
Su familia se despidió de ella con una frase que quisieron incluir también en la esquela: por fin a salvo.
 
Dedicado a Elena, que sigue viviendo en el recuerdo de sus seres queridos, a todas las víctimas de violencia de género y a todas las que sufren en silencio. No suelo rezar, pero he encendido una vela blanca, espero que su luz os acompañe y os guíe.
 
25 de noviembre, Día internacional contra la violencia de género.

martes, 11 de noviembre de 2014

Presentación y taller de sueño infantil en Madrid

 
 
El próximo sábado 22 de noviembre a las 11:30 presentaré Dormir sin llorar - El libro de la web en La cocinita de Chamberí. Tendremos además un taller de sueño infantil, en el que hablaremos del sueño de los bebés, las temáticas más recurrentes así como posibles pautas y soluciones.
La entrada es gratuita, pero se ruega reservar plaza con antelación a través del enlace http://www.lacocinita.es/BookingRetrieve.aspx?ID=67777.
Por lo demás, solo me queda deciros que no es la primera presentación a la que participo, pero es la primera de la que me encargo yo sola, así que espero estar a la altura.
¡¡Un beso muy fuerte y nos vemos!!

jueves, 23 de octubre de 2014

Sobre empatía, destetes y juicios de valor

A lo largo de mi vida (tanto presencial como virtual) me he topado con cosas que han alterado mi percepción.
Cuando mi primera lactancia fracasó, todo el mundo se apresuró a decirme que no pasaba nada, que lo importante era que el bebé no pasara hambre (quien quiera saber más al respecto y leer mi historia, puede hacerlo a través de este enlace). Años después, lloré como una magdalena al leer Un regalo para toda la vida, porque vi que alguien finalmente ponía palabras a mis sentimientos.
Cuando me empeñé en sacar adelante la lactancia de mi hija, me acusaron de ser una inconsciente que prefería perjudicar a su bebé que pasarse al biberón.
¿Más historias?
Una chica pregunta en un grupo si es normal que un recién nacido solo se duerma al pecho y se siente atacada por el tono de las respuestas.
Otra decide destetar a un niño mayor y siente que cuestionan su decisión.
Una mamá explica entre lágrimas que dejó de dar el pecho a su hijo a los 4 meses por orden del médico que le recetó un antibiótico.
A otra, que está presenciando la conversación anterior y afirma encontrarse en una situación similar, se le explica que la grandísima mayoría de medicamentos son compatibles con la lactancia: se enfada, a ver si ahora sabemos más que los médicos.
Una señora decide no dar pecho a su bebé recién nacido y se siente juzgada y criticada por el personal del hospital donde ha dado a luz.
Otra decide no hacerlo porque tiene miedo a que un contacto tan íntimo con el bebé le provoque flashbacks del abuso sexual que sufrió en su infancia.
Una mamá explica que decidió destetar porque sufría una agitación del amamantamiento brutal y la criticaron por dejarlo después de haber llegado a este punto.
Y otra, cuenta que en el hospital dieron biberones a su bebé sin su consentimiento y cada vez que oían llorar al niño le ofrecían una "ayudita".
Son historias reales, de personas con nombres y apellidos, que se han cruzado conmigo de las formas más variadas. El denominador común no es la lactancia, sino la incomprensión que han percibido por parte de su entorno.
 
Vaya por delante que esta entrada no pretende ser la típica palmadita en la espalda al estilo todo es respetable y cada madre quiere lo mejor para su bebé. Cualquiera que me haya seguido de forma mínimamente asidua sabrá que suelo vapulear verbalmente esta forma de pensar con cierta frecuencia.
Pues no, simplemente no es igual dar el pecho que no darlo (y si queremos más ejemplos, tampoco es igual atenderle que dejarle llorar, acompañarlo en su evolución de sueño que adiestrarlo con métodos, negociar que imponer, tratarle con la dignidad que todo ser humano se merece que darle un azote, y muchos más).
Digamos que tiendo a ser bastante tajante en estos temas, porque a estas alturas ya no tengo ganas de limpiar conciencias, ni de tragar sapos para no ofender a interlocutores que no se preocupan lo más mínimo de no decir o hacer cosas ofensivas. Considero que todos tenemos el derecho de tomar nuestras decisiones, y la obligación de apechugar con las consecuencias que nuestras decisiones nos puedan acarrear.
Así que en realidad no soy capaz de empatizar con todas las mamás de los ejemplos que puse al principio. Con algunas sí, y no solo porque sus vivencias se parezcan a las mías, sino porque sus historias consiguen de algún modo encajar en mi propio molde ético; con otras no, y soy consciente de que es un aspecto que necesito trabajar.
Una cosa es la crianza ideal con la que soñábamos mientras nos crecía la barriga, y otra muy distinta la realidad, con la que a menudo nos hemos dado de bruces. Por otra parte, hay una diferencia fundamental entre fracasar en algo y no intentarlo siquiera, entre cometer un error por experiencia o falta de información y elegir conscientemente el camino equivocado, a sabiendas de que hay otros mejores, después de contar con una cantidad considerable de información.
Sin embargo, lo que tengo en común con todas esas mamás es la sensación de sentirme juzgada por un entorno que en ningún momento se molestó en profundizar en mis circunstancias antes de abrir la boca.
Noto a mi alrededor cierto afán por parecer mejores que el resto, por demostrar que yo crío mejor que mi cuñada o la vecina del quinto. Nos enzarzamos en debates sobre si será mejor cocinar comida sana y casera o tirar de congelados para tener así más tiempo para jugar, sobre si es más apegada una madre que da biberón pero no portea que una que usa pañales de tela pero sienta a sus hijos en la silla de pensar. Son comparaciones, a mi juicio, estúpidas.
He descubierto que la aventura de la maternidad no es una carrera de méritos para que nos den la medalla a la madre del año, sino una extraordinaria ocasión de crecimiento personal. Se trata de saber elegir un camino entre muchos otros, de elegirlo con el cerebro, el corazón y las entrañas; de saber encontrar información y ser capaces de procesarla, por mucho que hacerlo nos abra viejas heridas; de superar nuestros traumas y vencer nuestros propios demonios; de equivocarse, pedir perdón y rectificar.
Por otra parte, es un camino que a menudo debemos recorrer solas, no porque nadie nos acompañe, sino porque las personas que lo hacen piensan de forma distinta y no se resisten a hacérnoslo saber: aunque con la mejor de las intenciones, es bastante frecuente toparse con alguien que te explica por qué te estás equivocando, qué es lo que deberías hacer, cómo deberías sentirte, qué hizo esa persona en su día con sus hijos y por qué le funcionó también.

El problema es que con tanto afán por aconsejar, se nos olvida que la esencia del apoyo es precisamente esa, la de apoyar. A veces se aprecia más un abrazo que un largo resumen sacado de un libro.
Vivimos en una vorágine de consumismo, de materialismo, de autoproclamados gurús que prometen milagros de todo tipo, de métodos fantásticos que aseguran resultados sorprendentes. Y mientras nos dejamos deslumbrar por las luces y nos preguntamos si no será bueno encender también nuestra propia bombilla, no nos damos cuenta de que con tanto ajetreo, nos hemos dejado por el camino una cualidad fundamental: la capacidad de escuchar.
Creo que es justamente lo que necesitábamos las mamás de los ejemplos, lo que necesitaban incluso las que no entiendo, cuyas decisiones me chirrían, me sorprenden y en algunos casos hasta me indignan: que no nos dijeran lo que teníamos que hacer, ni nos hicieran saber si lo que finalmente hicimos estaba bien o mal. Quizás lo único que necesitábamos realmente era que alguien se hubiera sentado en frente y nos hubiera dicho: cuéntame qué te preocupa, y vamos a ver cómo lo solucionamos entre todos.

domingo, 5 de octubre de 2014

Doble rasero

Periódicamente, me topo con un artículo del estilo Cómo evitar que tu hijo se te suba a la chepa, o Cómo educar a tu hijo para que te respete, o al revés, Los 7 consejos que mandarán a tu hijo de cabeza al reformatorio, que viene a ser lo mismo, pero en clave irónica. Hace unos meses, escribí esta entrada en relación al decálogo del juez Calatayud, pero he podido comprobar que artículos, decálogos y consejos de ese estilo se encuentran por doquier.
Sirva de aviso que esto es un desahogo, un vapuleo verbal políticamente incorrecto.
Son artículos que varían en cuanto a la forma, a los detalles y a los matices, pero tienen un denominador común: achacan todos los males del mundo mundial al permisivismo de los padres, alertan que la única manera de criar niños que no se conviertan en indeseables es no hacerles caso, enseñarles que no son el centro del mundo, acostumbrarles a renunciar a sus deseos y demás lindezas.
Si bien estoy de acuerdo en que decir a todo que sí puede ser igual de contraproducente que decir a todo que no, este tipo de publicaciones me suelen dar escalofríos.
Para empezar, considero que un alarmante número de personas tiende a confundir permisivismo con pasotismo: a mi entender, ser permisivo es sinónimo de ser tolerante, lo cual no me parece en absoluto un defecto. Sin embargo, un mal entendido ejemplo de permisivismo es el de aquellos padres que dejan que sus hijos corran a sus anchas por un restaurante, molestando al resto de comensales y poniendo los dedos en platos ajenos. En realidad, en la mayoría de los casos (no pretendo generalizar, pero en los que conozco yo suele ser así), esos padres no están siendo permisivos, no permiten que sus hijos alboroten porque les parece bien, o les reconocen el derecho a ser niños, sino porque otras alternativas más razonables, como entretener a los niños, pedirles que se sienten (pero de buenas maneras, no repartiendo collejas, que a alguno se le ve venir) o llevarles a un sitio donde puedan estar a sus anchas no les suelen parecer igual de apetecibles. No es igual dejar que hagan algo porque te parece sensato, que hacerlo por no tener que despegar el culo de la silla, con perdón. Un día os contaré con más detalle por qué dejé de ir a comidas familiares.
Lo segundo, que un porcentaje igual de alarmante está dispuesto a aceptar que los tiranos, los monstruos, los delincuentes o simplemente las personas egoístas o despóticas lo son debido a la falta de límites en su infancia. Dan ganas de hacer una encuesta entre los presos de las cárceles, a ver cuántos de ellos consideran que se han saltado la ley porque sus padres les hicieron demasiado caso cuando eran pequeños.
Dicen que de todo hay en la viña del Señor, y posiblemente en esto también nos llevaríamos sorpresas, sin embargo me extraña que siempre se haga una asociación entre delincuencia y permisivismo y nadie la haga con los malos tratos.
Personajes históricos conocidos por su crueldad, como Hitler o Saddam Hussein, fueron sometidos a malos tratos durante su infancia; la grandísima mayoría de asesinos en serie también se vieron marcados por historias de abandono y abusos.
Tengo entendido que entre las características que definen a estos últimos, y que se conocen como tríada de Macdonald, no se enumera en ningún momento la falta de límites.
Pero está claro que cuando hablamos de niños "normales", las cosas cambian. Otro punto que me llama la atención, y que me parece importantísimo, es que estos artículos no especifican en ningún momento de qué edades estamos hablando. En mi humilde opinión, no es lo mismo escribir un artículo con consejos para niños de 7 años que para bebés de 6 meses. Lo más aterrador de todo, es que se recomienda ser rígidos, estrictos e inflexibles desde el primer día para que no nos crucen la cara al llegar a la adolescencia.
Por poner un ejemplo, uno de estos reveladores escritos (cito de memoria porque me da cierta pereza enlazar este tipo de literatura), recomienda con una pizca de sorna "apoyarle cuando interrumpe a los adultos para que le hagan caso", como medida para criar un ególatra insoportable.
Está claro que este problema es exclusivo de los niños de hoy, puesto que los educadísimos adultos que en su día fueron criados zapatilla en mano suelen ser un dechado de consideración y respeto, solo hay que ver cualquier tertulia televisiva para darse cuenta.
Estoy totalmente de acuerdo en que interrumpir a una persona que está hablando es de mala educación, pero que me explique el autor (o autora, ya no recuerdo) del despropósito de qué edades estamos hablando. Considero que un niño de 6 años puede aprender perfectamente a no interrumpir a los adultos (ni a otros niños, dicho sea de paso, pero se ve que es más importante respetar a los mayores que a la humanidad en general); es una sencilla lección que puede aprender en dos pasos: el primero, no interrumpirle a él, porque tienden a tratar a la sociedad del mismo modo en que se les trata a ellos, y el segundo, si aún así interrumpe, ir recordándole que hay que respetar el turno de palabra de todo el mundo, igual que los demás respetan el suyo. Eficacia garantizada, el mensaje acaba llegando.
Ahora, transmitir ese mensaje a un bebé que todavía no entiende de normas sociales me parece un disparate, y dejarle llorando y sufriendo para que aprenda que no es el centro del mundo roza la crueldad. A nadie se le ocurre obligar a un niño a conducir un coche para que de mayor le cueste menos sacarse el carnet, se supone que ciertas cosas llegan al madurar. Sin embargo, cuando hablamos de educación y respeto parece ser que la única manera de inculcar dichos valores sea acorralándoles a golpes de vara.
En realidad, lo que más me molesta de todos estos panfletos es el doble rasero. Podría entender, que no compartir, que algunas personas opinaran de esta manera si se aplicaran el cuento en su vida cotidiana. Pero me gustaría saber si los que se rasgan las vestiduras por la escasez de normas de la crianza moderna
Imagen encontrada en Facebook, desconozco su autoría.
siempre respetan el límite de velocidad en la autopista, ceden el asiento en el metro o en el autobús, nunca se han colado en el cine y si se encuentran con un billete falso lo llevan obedientemente a su sucursal bancaria para ser destruido, en vez de intentar encasquetárselo a algún incauto; si el día en que en su trabajo les niegan un ascenso para concedérselo al trepa del departamento cuyo único mérito consiste en hacerle la pelota al jefe, lo asumen de buena gana porque en la vida no se puede tener todo lo que uno quiere; si acostumbran a encajar desplantes y humillaciones con una sonrisa en la boca porque es bueno entrenar la tolerancia a la frustración; si cuando tienen un mal día y necesitan un abrazo les parecerá bien que su pareja les haga esperar porque está viendo la tele y al fin y al cabo, no son el centro del universo.
En realidad no se trata de ser autoritario o permisivo, sino de no hacerle a un niño lo que no le haríamos a un adulto. No se trata de no educar, sino de hacerlo con sentido común, que como dicen, es el menos común de los sentidos.
 
 

miércoles, 1 de octubre de 2014

Desde las alturas

Perdonadme ante todo por escribir de forma atropellada, pero todavía estoy terminando de aterrizar y de tratar de poner mis emociones en orden.
Hace tan solo unas horas he vuelto de Burgos, donde estuve presentando nuestro libro junto con tres de mis compañeras-amigas-hermanas virtuales, nada menos que en el salón de actos del Museo de la Evolución Humana.
El viaje ha sido rápido (mis obligaciones familiares me han impedido alargarlo todo lo que me habría gustado) pero intenso: emociones, expectación, nervios, tensión, alegría y sentimientos encontrados, contenidos durante largo tiempo que por fin han podido confluir y explotar en un huracán de colores que me han hecho volar. Todavía no he aterrizado, y desde las alturas tengo ganas de seguir volando y miedo a estrellarme.

El día de ayer empezó como cualquier otro, nos levantamos, desayunamos, nos vestimos, acompañamos a los niños al cole, mi marido se fue a trabajar. Yo en cambio me puse a pasear sin rumbo por la ciudad, para hacer tiempo: tenía pensado regalarme una sesión de chapa y pintura (léase depilación de cejas y manicura), y tuve que esperar una hora a que abriera el local. No sabía qué hacer con esa hora, en mi estómago encogido no cabía nada más que el café engullido a toda prisa al despertar, no tenía ganas de ver a nadie ni de hablar con nadie, así que para matar los nervios me puse a caminar.
Finalmente, después de la chapa y pintura, me subí al coche para emprender un viaje de un par de horas, que se me hizo rapidísimo y eterno al mismo tiempo. Me encanta conducir, me relaja, me ayuda a pensar, o a no pensar, según las circunstancias. Recorrí la autopista, con la música puesta y cantando a squarciagola como dicen en mi tierra, hasta llegar a mi destino.
Después todo se sucedió muy rápido, la llegada, el hotel, el check in, los encuentros y reencuentros, la comida, la charla, la sobremesa, el breve camino que nos separaba del museo.
Pero al llegar allí el tiempo se detuvo y me atrapó en una espiral de expectación, impaciencia y miedo. El sueño que habíamos atesorado durante meses de repente se volvió real y tangible, recordé dónde estábamos y por qué. La visita guiada por el museo me cautivó pero no podía parar de contar los minutos que faltaban para la presentación.
Cuando terminamos, el mundo volvió a girar a velocidad de vértigo, nos metimos en el baño para retocarnos con manos temblorosas, sacamos una foto al salón de actos, en ese momento todavía vacío y tuvimos el placer y el honor de conocer al Prof. Dr. José María Bermúdez de Castro, y de descubrir que una persona con un currículum tan impresionante puede ser tan cercana y agradable. Tras unos minutos de charla en los que casi conseguí relajarme, me sentaron en una silla y empezaron a grabar un reportaje para el telediario, me quedé allí sentada y demasiado asustada para mover un músculo, contestando a preguntas mientras me decía a mí misma que nunca había salido en la tele ni había hablado delante de una cámara y tratando de sobreponerme al miedo atroz de quedarme en blanco o de hacer el ridículo.
Nos llevaron otra vez al salón de actos, ahora lleno a rebosar, más fotos, y de nuevo el mundo se mueve a cámara lenta. Nos invitan a sentarnos, me quedo allí bloqueada, demasiado consciente de que no sé qué hacer con las manos, me sudan por los nervios pero no me atrevo a restregarlas por el pantalón. Me han puesto un micrófono que comparto con Mon, pero creo que no funciona y le pregunto en susurros si sabe cómo se enciende. Por desgracia no lo sabe, y me visualizo mentalmente haciendo el ridículo delante de un micrófono que no amplifica mi voz.
Nos presentan, hablan de evolución, de sueño infantil, de lo parecidos que son en realidad nuestros bebés a los que habitaban las cuevas de Atapuerca. Oigo las palabras pero mi cerebro no las procesa, miro a la audiencia y sé que dentro de poco me tocará hablar a mí, sé lo que voy a decir pero tengo miedo a olvidarlo, a decirlo mal o a quedarme en blanco.
Empieza Mon, luego Rafi, luego me llega el turno. A posteriori, me dijeron que no se me notaba nerviosa, si es así, la procesión iba por dentro. Aunque es cierto que a medida que avanzaba en mi discurso me empezaba a relajar y conseguí encarrilar las palabras y hacerlas fluir.
Al terminar nuestras intervenciones llegó un momento que solo puedo calificar de estelar, fue cuando pude sentir de manera casi física la calidez del público. Decenas de personas que habían pausado sus vidas durante un par de horas para venir a escucharnos, personas que estaban interesadas en nosotras, en nuestro libro y en lo que teníamos que decir, y así nos lo hicieron saber. Nos felicitaron, nos hicieron preguntas, nos contaron sus problemas con el sueño de sus bebés por si teníamos alguna sugerencia.
Antes de terminar, firmamos unas cuantas copias del libro, recibimos más agradecimientos y felicitaciones. Una mamá me dijo que éramos una inspiración para ella, y se me saltaron las lágrimas.
Ya era de noche cuando dejamos atrás el museo, y el mundo recuperó su ritmo normal.
Llamé a mi marido para saber qué tal estaba todo, le resumí el día lo mejor que pude, y después las cuatro autoras nos fuimos a cenar y compartir unas risas antes de tener que volver a nuestras vidas, con la sensación de que de alguna manera ese día había supuesto un antes y un después.

No quiero terminar esta entrada sin agradecer a todas las personas que lo han hecho posible.

  • A Rafi, Mon y Bego por estar allí, ayer y siempre.
  • A Cristi, Merche y Rosalina por sufrir y alegrarse en la distancia.
  • A mi querido grupo de cotorras y a las foreras de DSLL por ofrecerme su hombro y arrancarme una sonrisa cada vez que la necesito.
  • A Susana e Isabel por la comida y la compañía.
  • A Silvia, por guiarnos por el Museo de la Evolución Humana y amenizarnos la visita con sus extensos conocimientos y su simpatía.
  • Al Prof. Dr. José María Bermúdez de Castro por tomarse el tiempo de charlar con nosotras, por el interés que ha mostrado... y por pedirnos que le tuteemos, aunque la verdad me cuesta.
  • A los periodistas que estuvieron presentes y que hicieron que DSLL traspasara (más) fronteras.
  • A todos los que asistieron a la presentación. Gracias por escuchar, por confiar, por compartir y por hacerlo tan GRANDE.
  • A Alvaro por haber cuidado de nuestros polluelos (y de Tiny el caracol por supuesto), y a los demás papás que nos acompañan entre bastidores.
  • A mis niños, por todo ♥



domingo, 14 de septiembre de 2014

Pendientes

En mi tierra no es costumbre poner pendientes a las niñas al poco de nacer. Algunos lo hacen, pero son minoría, y por lo general se considera chocante ver a un bebé con las orejas perforadas.
Lo normal, en el sentido de habitual, es que la niña decida cuándo hacerse los agujeros. Algunas, como mi madre, deciden no hacerlo nunca (en su caso, le causaban horror porque se quedó traumatizada al ver a su abuela con los agujeros infectados), pero en la mayoría de los casos se suele hacer a lo largo de la (pre)adolescencia.
Yo decidí que quería los míos en quinto de primaria. Tras un tiempo prudencial de súplicas, ruegos y protestas por mi parte, mi madre accedió a llevarme a que me perforaran las orejas. Se encargó de ello una amiga suya, que trabajaba en el hospital y que le había asegurado que lo haría con mayores garantías y medidas higiénicas que las que solían adoptar en farmacias y joyerías.
Permanecí quieta, en silencio y sin moverme, mientras la aguja penetraba lentamente en mi carne, sin más anestesia que mi propia determinación a convertir en real el aspecto que hasta ese momento solo existía en mi cabeza. La amiga de mi madre aseguró que había que hacerlo despacio para que el agujero no quedara torcido; en su momento, me pareció un suplicio interminable, pero la emoción de mirarme de reojo en los escaparates para ver brillar a mis nuevos pendientes ayudó en gran medida a compensar el mal trago. Sin embargo, mi alegría fue de corta duración: eran los Ochenta, la modificación corporal todavía no había llegado a las grandes masas, lo más parecido a un piercing que el ciudadano común podía ver eran unas fotos de los grupos punk que utilizaban imperdibles para atravesarse las mejillas.
Lo políticamente correcto era llevar un pendiente en cada oreja; dos se consideraba atrevido y tres era casi impensable. Mi madre, que había acabado por claudicar cuando le pedí agujerearme las orejas por primera vez, en esta ocasión se negó en rotundo. Pero eran mis orejas, y tenía claro que ni las súplicas ni las amenazas podrían conmigo. Así que seguí perforándome las orejas, a veces a escondidas, a veces desafiando a mi madre a impedírmelo. Cada agujero que llevo (y tengo muchos) simboliza una batalla que he conseguido ganar.
A día de hoy, mi hija no lleva pendientes. No quise imponerle mis gustos estéticos del mismo modo en que mi madre trataba de imponerme los suyos.
Mi marido en cambio era partidario de ponerle pendientes a la niña, esgrimía toda esa retahíla de razones que he oído cientos de veces y que nunca han logrado convencerme del todo: porque de bebés no les duele, porque le ahorras el trago de ponérselos más adelante, porque quedan muy bonitos, para que no la confundan con un niño.
Finalmente, le propuse aparcar el tema hasta que naciera la niña y tomar una decisión entonces. Esperé a que naciera, a que su padre la cogiera en brazos por primera vez, a que se le empezara a caer la baba con su hija y entonces le dije: mira qué orejitas tiene... ¿qué, se las perforamos?
Total, que decidimos no hacérselos, y me reafirmo en que fue buena decisión. Hay gente que "como no lleva pendientes" la confunde con un niño, aunque lleve un vestido o vaya de rosa o con coletas, pero es un mal menor.
En su día, me planteé que el día que quisiera ponerse pendientes se lo permitiría, que la llevaría yo misma a ponérselos; pero claro, pensaba que ese día le llegaría con 6-7 años, no ahora.
Sin embargo, lleva una racha en la que me pide que le ponga pendientes con cierta insistencia. Le encantan, se pone los míos delante de las orejas y se pavonea ante el espejo, pone pinzas de la ropa en las orejas de los peluches, me cuenta lo bonitos que son los pendientes de sus amigas...
Lo cual me hace replantearme mi supuesta apertura mental: le he descrito el proceso con pelos y señales, le he explicado que duele, que hay que hacer unas curas, que no podrá cambiarse ni quitarse los pendientes durante un tiempo. Me estoy dando cuenta de que no soy objetiva, no le hablo de ventajas y desventajas, le cuento lo malo esperando que tome la decisión de aplazar la experiencia unos años más.
Y me vienen a la cabeza todas las discusiones y broncas que tuve en el pasado por el mismo motivo. Recuerdo al personaje de una novela de Amy Tan que decía que había criado a su hija de forma completamente opuesta a como la criaron a ella para que fuera una persona distinta, y la hija acabó teniendo exactamente los mismos miedos y repitiendo exactamente los mismos errores.

 


lunes, 1 de septiembre de 2014

El hombre del cuchillo

Muy pocas personas conocen esta historia. No es plato de buen gusto y prefiero no hablar de ella si puedo evitarlo. Sin embargo, a raíz de una serie de artículos que encontré en las redes sociales me di cuenta de que esto pasa más a menudo de lo que parece, y que callarse solo sirve para perpetuar la cadena del silencio. Así que la voy a contar y a asumir todas las consecuencias; espero que se pueda sacar algo bueno de ella. 

Nuestra generación fue distinta a la de nuestras madres. A nosotras no nos dijeron que nos reserváramos para la noche de bodas, ni nos criaron para ser esposas sumisas y madres sacrificadas. Nos animaron a seguir estudiando, en ocasiones hasta nos presionaron para que lo hiciéramos, nos dijeron que podíamos ser lo que quisiéramos, nos alentaron a prepararnos y a buscar un trabajo cualificado que nos permitiera ser independientes. Pero a la vez que trataban de convertirnos en mujeres liberadas, capaces de hacer con nuestras vidas algo más que lo que el mundo se esperaba de nosotras, nuestras madres nos transmitían sin quererlo los tabús a los que habían permanecido encadenadas durante décadas.
Solo había que ver esa forzada naturalidad con la que trataban de hablarnos de sexo, ese tono aséptico y pseudo-científico que adoptaban a la hora de darnos explicaciones en materia.
Las mujeres de mi generación, o por lo menos las de mi entorno, aprendimos a agachar la cabeza si alguien nos piropeaba por la calle, porque no hacerlo habría podido considerarse una muestra de interés, nos alertaron contra el peligro de salir a la calle con ropa demasiado sugerente que habría podido atraer la atención de la gente equivocada, nos hicieron saber que hacer topless en la playa podía parecer un exhibicionismo innecesario.
Un día, cuando tenía nueve años, mi madre se quedó observándome. Tuvo que llegar a la conclusión de que mi cuerpo estaba cambiando más rápidamente de lo que le habría gustado; la verdad es que me desarrollé pronto y solía aparentar unos años más de los que tenía en realidad. Me dijo que a partir de ese momento tenía que andarme con cuidado, porque un hombre con un cuchillo habría podido raptarme, meterme en un portal y cortarme en trocitos.
De repente, mi mundo se pobló de extraños al acecho detrás de cada esquina, esperando la ocasión propicia para hacerme picadillo. Tardé bastante tiempo en dejar de mirar de reojo a cualquier desconocido con el que me cruzaba, para valorar las posibilidades que tenía de huir antes de que su cuchillo me alcanzara; tardé aún más en perdonar a mi madre por haberme infundido ese miedo absurdo e innecesario. Supongo que no se le ocurrió una manera mejor de alertarme contra algo que no se atrevía ni siquiera a nombrar.
Ningún loco me metió nunca en un portal mientras enarbolaba un cuchillo; pero aún así, sufrí abusos sexuales unos años después de haber oído esa aterradora advertencia.
El hombre del cuchillo no necesita recurrir a astucias o triquiñuelas para raptarnos, porque a menudo somos nosotros mismos los que le abrimos la puerta. A mi madre no se le había ocurrido pensar que la grandísima mayoría de agresores sexuales pertenecen al entorno de la víctima: no suelen ser desalmados que peinan la ciudad en busca de presas, sino más bien familiares, amigos, vecinos, personas a las que la víctima conoce, en las que confía y a las que quiere.
En mi caso, fue un profesor. Acabábamos de mudarnos a una ciudad nueva, me encontraba sola, aislada, asustada y llena de complejos; tengo que haber sido un blanco fácil. Había oído rumores, decían que el hombre en cuestión tenía fama de rarito, que animaba a los estudiantes a leer revistas pornográficas, que metía mano a las chicas, que a veces se llevaba a las alumnas del recreo o se ofrecía a darles clases de refuerzo individualizadas para abusar de ellas.
Pensé que era mentira hasta que lo sufrí en mis carnes, nunca mejor dicho.
En realidad no me pasó solo a mí, había seleccionado a otras tres chicas de la clase, pero por algún motivo, conmigo se obsesionó.
Me victimizaron en muchas ocasiones, y no me refiero solo al degenerado que se creía con derecho a hacer con mi cuerpo lo que le venía en gana, sino también a una sociedad hipócrita, puritana y mojigata que prefirió esconder la cabeza bajo la arena que reconocer su propia incapacidad de protegernos y mantenernos a salvo.
Fue mucho más cómodo pensar que estábamos exagerando, que no sabíamos distinguir un tocamiento de un gesto cariñoso y paternal, o una alusión sexual de una broma inocente. E incluso después, cuando quedó patente que algo grave estaba pasando, pareció más importante salvar la reputación de los que miraban hacia otro lado que nuestra sanidad mental.
En aquella época, solía pensar que habría preferido mil veces ser metida en un portal por ese amenazador extraño y su cuchillo que tener que sumirme a diario en esa degradación.
No fui a terapia ni recibí apoyo psicológico de ningún tipo. Quiero pensar que eran otros tiempos, que hoy en día se tomaría otro tipo de medidas, pero por aquel entonces la opinión general era dar carpetazo al asunto lo más rápido posible. Al profesor le abrieron un expediente, descubrí que no era el primero, pero no sirvió de nada ya que siguió en su puesto. A mí me cambiaron de instituto, se suponía que tenía que olvidar lo que pasó y seguir adelante con mi vida como si nada hubiera ocurrido.
Pero al hombre del cuchillo no se le puede olvidar, aparece a tu lado cada vez que te duchas, cuando te miras al espejo, cuando conoces a un chico que te gusta, cuando sales a dar una vuelta con una amiga. Está allí para recordarte que tu cuerpo no vale nada, que cualquiera puede hacer con él lo que le plazca, que eres menos que nadie, que no mereces ser nada más que un trozo de carne porque te han arrebatado el alma y nadie te va a querer.
Tenía 14 años cuando eso empezó, y 15 cuando acabó. Nunca llegué a ser una adolescente normal, como las que se ven en las películas, que se maquillan a escondidas, tratan de copiar la forma de vestir de las famosas, van a fiestas de pijamas o se pasan tardes enteras contándose chismes picantes.
El impacto psicológico de lo que me había ocurrido fue devastador. Yo era una niña herida, necesitada de que el mundo le dijera que no había sido culpa suya, y al mismo tiempo una mujer rebelde, conflictiva y promiscua. Dos mitades en eterna lucha entre sí, dos mitades que nunca llegaron a fusionarse ni a complementarse.
Me embarqué en una serie de relaciones autodestructivas; por un lado, huía despavorida del hombre del cuchillo, pero por otro le buscaba, le provocaba, quería que finalmente fuera a por mí y pusiera fin a todo aquello. Me engañaba pensando que no volvían a abusar de mí porque esta vez había elegido a mi verdugo.
A los 21 años conocí al que es ahora mi marido. Tuvo que aguantar muchos platos rotos porque mi tendencia era la de espantar a cualquiera que mostrase un interés genuino hacia mi persona. Sin embargo, supo esperar y permanecer a mi lado mientras poco a poco iba ganando mi confianza.
Y llegó el día en que se lo conté, lo del profesor y todo lo demás. No se aprovechó de mí, no lo puso en duda, no me juzgó, no buscó soluciones. Simplemente me escuchó y siguió a mi lado mientras vomitaba todo lo que llevaba años embotellando. Aquel día el hombre del cuchillo empezó a morir.

Han pasado muchos años, el hombre del cuchillo lleva mucho tiempo muerto y enterrado, y para ser sincera, con el tiempo he pensado en él cada vez menos.
Ahora está volviendo a mi mente porque tengo dos hijos que están creciendo, y tengo miedo de que algún día puedan estar en el punto de mira de un indeseable. Necesito ponerles en guardia, pero sin asustarles, tengo que infundirles esperanza, confianza, autoestima suficiente para que sepan que pueden acudir a mí, y que si se diera el caso, removeré Roma con Santiago para ponerles a salvo.
Conozco demasiado bien el sentimiento de vergüenza, de humillación, el miedo a que no te crean. Creo que la clave no radica en desconfiar de los demás, sino en confiar en uno mismo.

martes, 29 de julio de 2014

Lactancia materna: un triunfo para toda la vida


El próximo 1 de agosto se celebrará el Día Mundial de la Lactancia Materna, y este año el lema va a ser el que he elegido como título de la entrada, Lactancia materna: un triunfo para toda la vida.
Si os interesa participar, podéis consultar las instrucciones así como acceder a los códigos para uniros al carnaval bloguero a través de este enlace.

Por lo que a mí respecta, estaba todavía pensando de qué debía hablar en mi entrada: he hablado largo y tendido de mi experiencia con la lactancia que poco me queda por añadir.
Sin embargo, será cosa del destino, esta tarde al salir para un recado me he cruzado con mi ex pediatra: tan solo intercambiamos una mirada fugaz, lo bastante fugaz como para no tener que entretenernos más, pero lo bastante duradera para darnos cuenta de que ambos nos habíamos reconocido.
No nos paramos a saludarnos, pues no nos despedimos en muy buenos términos, por decirlo de algún modo; desconozco si le habrá llegado mi reclamación, si habrá servido de algo.
Es curioso que tengamos que convertir la lactancia en una batalla, es curioso que tengamos que sentirnos orgullosas de hacer algo que nuestras abuelas y bisabuelas han hecho con total naturalidad durante décadas; por otra parte, los tiempos cambian, y no siempre para mejor.
Mi abuela amamantó a mi padre durante dos años, hasta que él mismo se destetó; supongo que en algún momento se le habrá hecho cuesta arriba, pero también sé que no tuvo que enfrentarse a la extrañeza general, ni a opiniones no solicitadas. En aquellos tiempos se daba el pecho sin más, todo el mundo lo hacía: no hacía falta preguntar nada al pediatra ni ir a grupos de apoyo, porque siempre había una legión de familiares y amigas con experiencia a quien recurrir.
Hoy en día no es tan fácil; a menudo, los que más se atreven a aconsejar sobre el tema son los que menos conocimientos tienen al respecto.
A veces, lo difícil no es encontrar un profesional que esté a favor de la lactancia materna, sino a uno que no esté decididamente en contra. Eso fue lo que le hice saber a mi ex pediatra en ocasión de nuestro último encuentro; para quien no lo sepa, este señor me recomendó destetar a mi hija, que por aquel entonces tenía 4 meses, para empezar a darle biberones de cereales. La niña había subido 800 gramos en el último mes, ganancia que él consideraba "muy escasa", y cuando le hice saber que el baremo que fija la AEP para bebés de esa edad era de 100 a 200 gramos por semana, me replicó que aún así, "debería haber engordado más".
Me prometí en su día escribirle una carta cuando mi hija se destete; pero he decidido aprovechar la semana de la lactancia para desquitarme un poco.
Vaya por delante que cuando hablo de mi ex pediatra no pretendo catalogar a todo el gremio ni mucho menos; de hecho, tanto los pediatras como la enfermera de nuestro centro de salud tienen una buena formación al respecto y de ser necesario, remiten a sus pacientes al grupo de apoyo más cercano.
Pero, como se suele decir, en la variedad está el gusto (aunque a veces no puedo evitar pensar que habría más gusto con menos variedad), y en pleno siglo XXI todavía es posible toparse con pediatras que suelten perlitas como las que figuran a continuación:
  • Las propiedades de la leche artificial son exactamente las mismas que las de la leche materna.
  • Si la niña no engorda lo que yo quiero que engorde, vamos a darle biberones.
  • Los bebés tienen que mamar cada 3 horas, y a partir de los 3 meses, cada 4: si piden más a menudo, la leche no alimenta y hay que destetar, si piden menos, les empacha y también hay que destetar.
  • Una ganancia escasa de peso puede deberse a un virus o a otras razones, pero también a la mala calidad de la leche, así que vamos a darle biberones.
  • ¿La niña vomita? (no) ¿Tiene reflujo? (no) ¿Regurgita? (alguna vez). Con el pecho, esto no tiene solución, en cambio, si le dieras biberón, podría recetarte una leche antirreflujo.
  • Es imprescindible iniciar la alimentación complementaria a los 4 meses cuando el bebé está por debajo del percentil 50.
  • No sé por qué te empeñas en seguir con el pecho, a los 6 meses hay que destetar de todas formas para pasar a la leche de continuación.
  • Las asesoras de lactancia son unas fanáticas porque piensan que lo único bueno es la LM, y no es así, hay muchas buenas opciones.
  • La lactancia prolongada (léase más de 6 meses) provoca problemas de crecimiento.
No sabría decir por qué no le he mandado a freír espárragos antes, porque he seguido soportando ese incesante goteo de insensateces en cada visita. En parte, pensé que podía limitarme a seguir sus pautas en lo que a salud se refiere, y que me habría asesorado por mi cuenta en temas de lactancia. Pero al ver que hacía caso omiso de sus recomendaciones, este señor encareció la dosis, y se dedicaba prácticamente a acribillarme a preguntas con el fin de sabotear nuestra lactancia.
Nunca lo admitió abiertamente, pero imagino que tenía algo que ver con la conocida multinacional que le regalaba los calendarios, los bolígrafos y demás cachivaches presentes en la consulta.
Al final me marché, no sin antes recomendarle que se actualizara un poco y tras redactar la reclamación correspondiente. No fue una rabieta, ni un impulso, no se debió a la última discusión que mantuvimos, ni se trató de una cuestión de orgullo, no quise perjudicar su carrera ni dañar su reputación. Simplemente me di cuenta de cuánto daño hacen los profesionales de este calibre.
El problema no radica solo en los consejos desfasados, ni en las recomendaciones peregrinas, ni en las predicciones agoreras, ni en la falta de formación o de ganas de actualizarse: el verdadero problema es que este tipo de médicos nos hacen dudar, ponen en tela de juicio nuestra capacidad a la hora de alimentar a nuestros bebés, a menudo nos amenazan con carencias nutricionales inexistentes y nos hacen ver fantasmas donde no los hay.
Tengo que admitir que mi ex pediatra tenía razón en una cosa: tengo muy mala leche, pero no en el sentido que él pretendía darle. La tengo porque me molesta sobremanera que me infantilicen, que me digan qué tengo que hacer, cómo tengo que alimentar a mis hijos y qué se supone que debo hacer con mis tetas.
El fin de la lactancia lo va a decidir mi hija, que por cierto, lejos de experimentar problemas de crecimiento, se encuentra en la actualidad en un más que respetable percentil 60, a pesar de no haber probado los cereales.

martes, 22 de julio de 2014

Envidia o compasión

Hace unos días tuve ocasión de ver un documental en YouTube que no me ha dejado indiferente. Se titula Amish: a secret life, y es un reportaje de aproximadamente una hora de duración acerca de la vida de una familia perteneciente a dicho grupo religioso. Adjunto el enlace al video por si a alguien le interesa verlo (lo lamento profundamente, pero no he conseguido encontrar una versión traducida y ni siquiera con subtítulos).
Para quien no quiera verlo, el documental analiza, a lo largo de varios meses, la vida diaria de una familia Amish compuesta por los padres y cuatro hijos (el quinto nace al final), además de recoger las opiniones de los padres, David y Miriam Lapp, acerca de su religión y del mundo que les rodea.
Vaya por delante que conocía muy poco acerca de los Amish, más o menos lo que vi en la película Witness, y tengo que admitir que después de ver el documental me siguen quedando muchas incógnitas. Sin embargo, me ha transmitido una serie de ideas, buenas y malas, que no consigo quitarme de la cabeza.
Me ha parecido curiosa la ingenuidad de David a la hora de responder a preguntas sobre planificación familiar (creo que no le acababa de quedar claro el concepto de buscar un bebé), incómoda la tranquilidad con la que Miriam acepta su rol de mujer sumisa y relegada al hogar, estridente el contraste entre los mensajes de paz y amor que pretenden transmitir y la escopeta que el niño mayor traslada a la nueva casa en ocasión de la mudanza.
Sobre todo, me ha parecido inaceptable la respuesta de Miriam cuando le preguntan por su postura acerca de la disciplina: contesta que según los preceptos bíblicos hay que recurrir a la vara y que ha podido observar muy buenos resultados; a continuación, aclara no haberla utilizado al disponer de su propia versión casera, una cuchara de palo en la que ha dibujado una sonrisa y a la que llama Smiley. Se la enseña a su hijo pequeño quien se apresura a agarrarse a su pierna pidiendo que no le pegue.
Dicho esto, la vida de esta familia está llena de detalles que me enternecen: los padres muestran en todo momento una actitud cariñosa y comprensiva hacia sus hijos (supongo que será cuando no los estén aterrorizando con el siniestro Smiley), disfrutan sinceramente del tiempo que pasan en familia, se les ve alegres y felices, conectados entre ellos, convencidos de ser ellos mismos y de su forma de vida.
Desde luego, si tuviera que vivir como ellos, me volvería loca al cabo de unos días. Pasar el resto de mi vida sin nevera o fregaplatos, no poder navegar por internet en los ratos libres, tener que coser mi propia ropa y renunciar a cualquier comodidad moderna para vivir como lo hacían sus fundadores hacia tres siglos se me haría insoportable. Además, no me considero una persona religiosa, las misas y demás servicios religiosos me aburren y cuando necesito respuestas tiendo a buscarlas en Google antes que en la Biblia.
Pero si intento ir más allá de las apariencias, tengo que admitir que he encontrado más aspectos positivos que negativos, y que probablemente son más las cosas que me unen a ellos que las que me separan. Miriam acuna a su hijo pequeño y le canta canciones, igual que he hecho yo con los míos: ella canta himnos religiosos y yo las canciones de mi infancia, pero la idea de fondo es la misma; sus niños ayudan con los preparativos cuando la congregación se reúne en su casa para rezar y los míos lo hacen cuando tenemos invitados a comer; ayudan a sus padres a recoger los huevos del gallinero y los míos colaboran a la hora de poner la lavadora; la niña se agarra a la pierna de su padre y él finge hacer un gran esfuerzo para caminar así, igual que mi marido viene haciendo desde hace años, sus respectivas sonrisas al llegar a casa de trabajar y ver a sus hijos son idénticas.
Lo que más envidia me da de esa familia es que se sienten parte de una comunidad, tienen a su alrededor a un grupo de personas que piensan y actúan de forma parecida. Es un detalle que me ha dejado un regusto amargo y me ha hecho entender hasta qué punto me siento sola a veces.
Echo en falta a una tribu, es algo que experimenté brevemente en ocasión de mi viaje a Italia, pero ha sido tan breve que casi parece un espejismo. Mis niños juegan alegres y despreocupados, corren descalzos igual que los de ellos, pero lo hacen en un pasillo, no en una granja rodeados de animales. No hay vecinos amables que les recuerden que no pueden alejarse solos, no pueden salir a una calle de cuatro carriles para jugar entre el tráfico.
Sobre todo, no hay tribu, no hay congregación, no hay grupo de personas remando en la misma dirección. Tenemos familia, y amigos, pero no somos parte de ninguna comunidad que nos ayude, apoye y aconseje: tenemos la suerte de vernos rodeados de personas que nos quieren, pero cada uno persigue sus propias quimeras, y a veces siento el dolor punzante de sentirme incomprendida, de no ser de ninguna parte, de tener que librar mis batallas en soledad porque mucha gente ni siquiera comprende mi necesidad de luchar.
No hay multitud de fieles que se reúnen en casa de uno o de otro, por turnos; a veces nos vemos con una familia, o dos, pero no siempre, porque tenemos que hacer hueco para todo el mundo y los planes no siempre salen como uno quiere.
Tengo a mi tribu virtual, mis amigas que me sostienen cuando flaqueo, que piensan igual que yo en muchos aspectos, con las que puedo hablar sin tapujos, pero a veces una conexión virtual no reemplaza un día en el zoo con los niños o un café entre risas viéndonos las caras.
Aquí no hay feligreses que entretengan a los niños cantando I'm in the Lord's army, están los que opinan que los niños deberían convertirse en muebles y no molestar, los que los dejan a su aire aunque destrocen la casa, los que se sienten en la obligación de decirles a los demás lo que tienen que hacer en vez de actuar ellos mismos, los que piensan de forma parecida y los que tienen unas ideas totalmente incompatibles con las mías. Somos partículas que se buscan, se encuentran, a veces se atraen y a veces se repelen pero nunca consiguen unirse para dar vida a algo nuevo.
Si habéis leído hasta aquí, os pido que no nos limitéis a leer. No suelo hacerlo, pero en esta ocasión me gustaría pediros que me dejarais vuestra opinión y empezar un debate. ¿Tenéis tribu? ¿Os sentís parte de un grupo? ¿Son paranoias mías o realmente la vida moderna nos hace muy, muy solos?
Estoy harta de pensar en la familia Amish y no saber si debería sentir envidia o compasión.


jueves, 19 de junio de 2014

No os metáis con las infantas, por favor

Con motivo de la coronación del que será conocido a partir de ahora como Felipe VI, las redes sociales están que arden. Igual que hace un par de semanas, cuando abdicó su padre, mi móvil se ha recalentado como una vitrocerámica con motivo de los whatsapp que recibo a tal efecto. Estas ocasiones suelen hacer que la gente saque a relucir su ingenio y en cuestión de minutos produzca una cantidad impresionante de chistes y memes.
No voy a poner la foto que ha dado origen a este desahogo, por
considerarla de mal gusto; me quedo con este otro guiño a
El Resplandor. La encontré en internet así que no sé a quién darle
las gracias.
Los hay graciosos, de esos que te arrancan una carcajada con independencia de tu opinión sobre el modelo de estado más deseable; hay otros que pueden considerarse más o menos logrados, según el gusto del consumidor.
Y finalmente, hay un par de ellos que me parecen francamente inaceptables.
Un ejemplo de estos últimos es el más reciente (por lo menos, el último que he visto y recibido), en el que comparan una foto de las infantas Leonor y Sofía, que asisten a la coronación erguidas y con aire solemne, con un fotograma de la película El resplandor (The Shining para quien prefiera verla en su versión original), en el que las gemelas aparecen en el medio del pasillo.
Como madre, y también como persona capaz (creo) de cierta empatía, me revienta que vayan a degüello contra unas niñas, que al fin y al cabo no tienen ninguna culpa, para atacar a la institución a la que (involuntariamente) están representando. Cada vez que alguien expone a sus hijos se expone, para bien o para mal, a las opiniones del entorno; a pesar de ello, soy consciente de que un día como hoy iba a ser materialmente imposible mantenerlas alejadas de los focos, dicho lo cual, no quedaba más remedio que confiar en el sentido común y el buen gusto del espectador.
Ahora, como republicana, quiero dejar claro que no les deseo absolutamente ningún mal, ni a ellas ni a sus primos ni demás familiares; puestos a pedir, me gustaría que pudieran vivir honradamente como cualquier ciudadano, sin enarbolar privilegios medievales otorgados por derecho de nacimiento.
Porque todo sea dicho, me duele la foto y la comparación con El Resplandor, pero también me duele el sueldo de Leonor, mejor dicho me duele pensar a cuántos niños se podía ayudar con esa cantidad.
Desde que soy madre, no soy capaz de permanecer indiferente ante el sufrimiento de un niño, se trate de las infantitas (dicho sea con cariño) ridiculizadas a causa de su linaje, o de ese más de 20% de niños españoles que viven por debajo del umbral de la pobreza, o de todos aquellos que sufren y mueren por maltrato, o por enfermedades incurables, y muchos otros que forman parte de una infinita cadena de desgracias que sería demasiado larga de enumerar.
También me molesta el servilismo de la prensa, que no pierde ocasión para comentar que qué monas las infantas, con el lazo del pelo a juego con los zapatos, y cubre a los demás con un vergonzoso velo de silencio, sin mencionarlos más que de pasada, liquidando su drama en pocas palabras.
 

martes, 13 de mayo de 2014

Riñones y demás desvaríos

Me he topado con uno de esos artículos que no hay por donde cogerlos. Se puede leer íntegramente a través de este enlace; lo firma un tal Ruperto de Nola, que por lo que he podido averiguar se dedica a la crítica gastronómica: menos mal, la sola idea de que este señor pudiera ser pediatra o psicólogo me ponía los pelos como escarpias.
El artículo, que no tiene desperdicio, es un cúmulo de despropósitos, una mezcla de ignorancia, rencor y resentimiento a partes iguales, que lo hace infumable.
Antes de obsequiarnos con una receta de riñones de ternera a la mostaza, el autor de este esperpento se lanza en una inaguantable tirada sobre varios temas que evidentemente no ha profundizado, a saber: la idea de un destete a los tres o cuatro años que le debe parecer insoportablemente tardío, pasándose así por el arco del triunfo las recomendaciones de la OMS y demás organismos oficiales; el complejo de Edipo, que qué tendrá que ver con lo anterior; la idea de que obligar a un niño a comer "a punta de palmadas" (textual) lo convertirá en un adulto agradecido; el Dr. Spock, al que con toda probabilidad no ha leído, puesto que le atribuye la intención de dejar que los niños hagan lo que les da la gana, y al que culpa nada menos que de la derrota en Vietnam, pasando por la repelente anécdota del niño obligado a comer los famosos riñones a pesar de su negativa inicial a probar eso.

Destaca en especial la hiel que destila cuando habla de niños, a los que califica de "engendros", "petimetres" y "gaznápiros" entre otras lindezas. Prueba irrefutable de que las palmadas a la hora de comer (y en cualquier otro momento del día) dejan secuelas irreversibles, en algunos casos atrofian el cerebro y bloquean cualquier atisbo de pensamiento racional.
Una cosa es una opinión personal vertida en un blog (que para eso está, al fin y al cabo) y otra muy distinta sentar cátedra sin molestarse en informarse mínimamente sobre los temas que se piensa tratar.
Por su propia admisión, este hombre debió arrastrar a sus hijos por la senda de la humillación y el miedo para hacerlos omnívoros. Si no fuera una señora, le llamaría nazi nutricional.
En cuanto a mí, me solidarizo totalmente con el (espero que imaginario) niño de la anécdota. A mí me ponen delante un plato de riñones y también me niego a comer eso; a los de mi generación también trataron de enseñarnos a comer a la fuerza, no necesariamente con "palmadas" pero sí con unas cuantas amenazas y chantajes. Resultado, que a día de hoy muchos de nosotros seguimos batallando contra el sobrepeso, la bulimia o la anorexia, incluso sin llegar a tanto hemos cogido asco a un montón de comidas y cuando nos declaramos agradecidos, no suele ser por la (inexistente) lección aprendida, sino por el alivio de encontrarnos ahora en el otro lado de la barricada.
Estoy firmemente convencida de que una alimentación sana y equilibrada no tiene absolutamente nada que ver con tragarse cualquier mejunje que nos pongan por delante. Se puede estar perfectamente sin necesidad de comer acelgas, vivir cien años sin haber probado el kiwi y tener una salud envidiable sin comer tortilla.
El niño hace una mueca de disgusto ante los dichosos riñones, pero se le sirven igualmente, pues don Ruperto se apresura a hacernos saber que "en nuestra mesa no se admiten excepciones". Fíjate tú, en la mía sí: intentamos ser educados, empáticos y considerados con nuestro prójimo, con lo cual tenemos costumbre de informarnos acerca de las preferencias y manías de nuestros invitados, con el objetivo de prepararles algo que pueda agradarles. Nunca obligaríamos a un amigo vegetariano a comerse un chuletón, somos así de blandos, qué le vamos a hacer.
Cuánto daño hacen estas teorías, esta supuesta de necesidad de mano dura, esta peligrosa tendencia a rasgarse las vestiduras y a considerar una mal entendida permisividad el origen de todos los males del mundo mundial. Me viene a la mente los magistrales paralelismos de Carlos González entre autoritarismo y sumisión, entran ganas de coger un ejemplar de Mi niño no me come, envolverlo para regalo y lanzarlo más allá del océano, hacia el púlpito de Don Ruperto, a ver si le da en la cabeza le proporciona un enfoque algo más equilibrado y respetuoso.
Pero terminamos con un rayo de esperanza: lo mejor de todo, los comentarios a la noticia. 12 de ellos hasta el momento, y todos parecen coincidir en que a este señor le han faltado abrazos y le han sobrado coscorrones; que con más respeto y menos mano dura quizás habría comido menos y comprendido más. Así que al final me he quedado con un sabor agridulce, se me han llevado los demonios ante semejante despliegue de ignorancia y mal gusto, pero me he alegrado sinceramente viendo que también existen personas que creen en otra forma de hacer las cosas, que rechaza ese "destete mental" del que habla don Ruperto, y que parece más bien un destete intelectual y emocional.

lunes, 28 de abril de 2014

Dormir sin llorar - El libro de la web

Una vez leí que para tener una vida plena hay que tener hijos, escribir un libro y plantar un árbol. A partir de ahora, puedo decir con orgullo que solo me queda el árbol.
El próximo 20 de mayo sale a la venta Dormir sin llorar - El libro de la web, del que soy coautora. Me gustaría presentarlo diciendo que es el mejor libro sobre sueño infantil jamás escrito, aunque para hacer honor a la verdad me veo obligada a hacer una serie de puntualizaciones.
He leído unos cuantos libros que tratan en parte o en su totalidad el sueño de los niños, y he hojeado
unos cuantos más; por lo general, hasta donde he podido comprobar, se dividen en dos categorías: unos explican cómo, cuánto y dónde debería dormir un bebé, hacen hincapié en la firmeza de los padres a la hora de conseguir el objetivo que se han planteado, recomiendan dejar llorar al bebé hasta que se acostumbre, no acudir, o no hacerlo hasta pasado un tiempo, si se despierta y así sucesivamente; otros muestran un enfoque más respetuoso, defienden que el sueño es un proceso evolutivo, explican que los despertares son normales, pero tienden a ser parcos en consejos a la hora de capear el temporal.
En Dormir sin llorar defendemos sin dudarlo esta última corriente, consideramos que dejar llorar a un bebé no es ético, ni efectivo, ni saludable; sin embargo, tantos años de experiencia foril, de dar y recibir consejos, nos han enseñado que no se trata simplemente de aguantar hasta que el sueño del niño empiece a parecerse al de un adulto. Es posible mejorar el sueño de todos, del bebé pero también de los padres, sin que nadie se resienta ni tenga que sufrir por ello.
Este libro es la culminación de un proyecto que empezó hace casi cuatro años, aunque por aquel entonces ni se nos pasaba por la cabeza la idea de escribir un libro sobre sueño infantil. Empezamos recopilando artículos para debatirlos, actualizar la Guía Dormir sin Llorar con la información que encontrábamos útil, y poco a poco fue tomando forma la idea de redactar un folleto con consejos respetuosos sobre sueño para irlo repartiendo en las maternidades, consultas de pediatría y grupos de apoyo. Una cosa fue llevando a la otra, y empezamos a barajar la idea de escribir un libro y autoeditarlo, hasta que la editorial Obstare decidió apostar por nosotras y hacerse cargo de la edición.
Esta es la historia "oficial" de nuestro libro, pero al mismo tiempo también es nuestra historia: una historia de noches en vela detrás de una pantalla, de un borrador en Google docs con notas en todos los colores del arco iris (cada una un color, para controlar los cambios), de capítulos escritos a una sola mano y con un bebé a la teta, de conversaciones y debates; es una historia de expectación, de superación, de ganas de hacer algo grande y de contribuir a cambiar el mundo. Es mi historia, es la historia de Rafi, de Mon, de Merche, de Bego, de Cristi y de Rosalina, una historia de madres, foreras y amigas. Gracias a todas por estos años, por lo que las palabras no pueden expresar.
Alea jacta est, y larga vida a Dormir sin llorar.

Contenido

Prólogo de Carlos González

CAPÍTULO 1- INFORMACIÓN GENERAL SOBRE EL SUEÑO DE LOS BEBÉS - El sueño normal del bebé y el bebé que duerme mal - ¿Por qué se despiertan los bebés? 
CAPÍTULO 2- ESTRATEGIAS BÁSICAS Y NECESARIAS PARA MEJORAR EL SUEÑO - El ambiente del sueño- Plan de siesta - Guardería - Viajes - La rutina de buenas noches
CAPÍTULO 3- BEBÉS DE 0 A 3 MESES - ¿Cómo duermen los recién nacidos? - ¿Qué el bebé se duerma sin ayuda?- Estrategias para dormir a un bebé de 0 a 3 meses - El colecho, una opción a tener en cuenta - El Síndrome de la Muerte Súbita del Lactante y el colecho - Otros problemas y otras soluciones - El bebé con cólicos - Técnica para envolver al bebé - El cólico y la falta de siestas - El cólico en bebés amamantados - Masajear al bebé - El descanso de la madre en el post-parto - Estadísticas - Plan de acción.
CAPÍTULO 4- BEBÉS DE 4 A 7 MESES- ¿Cómo duermen los bebés de 4 a 7 meses? - Crisis de crecimiento en bebés amamantados - Consejos básicos para el sueño - Identifica las señales de sueño del bebé - Dormirse en brazos - Dormirse con el chupete - Dormirse comiendo y despertarse para comer - ¿Cereales para dormir más y mejor? - Regreso al trabajo y cuidado por el papá u otras personas - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 5- BEBÉS DE 8 A 12 MESES- ¿Cómo duermen los bebés de 8 a 12 meses? - La angustia de separación y el apego - ¿Cómo ayudar-(nos) a superarlas ?-  La salida de los dientes - La alimentación complementaria y su relación con el sueño - Nuevos hitos: aprender a sentarse, ponerse de pie y gatear - Sacarlo de la habitación de los padres - Descansar durante el día - Identifica las señales de sueño del bebé - Palabras mágicas - Dormirse en brazos - Dormirse con el chupete - Plan cambia-rutinas, dormirse comiendo o siendo mecido, etc. - Plan padre - Estrategias para madres que dan el pecho - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 6- BEBÉS DE 1 A 2 AÑOS- ¿Cómo duermen los bebés de 1 a 2 años? - La angustia de separación - Salida de más dientes - Nuevos hitos: caminar, correr, hablar.. .- Las rabietas. - Consejos básicos para el sueño.- Alimentos que favorecen el sueño- Otros problemas, otras soluciones- Dormirse en brazos- Plan cambia-rutinas, dormirse comiendo o siendo mecido, etc -  Plan padre - Biberones nocturnos - Estrategias para madres que dan el pecho - Cambiarlo de habitación - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 7- NIÑOS DE 2 A 3 AÑOS- ¿Cómo duermen los niños de 2 a 3 años? - Rabietas, los terribles dos- Miedos - Dejar los pañales - La siesta - Alimentos que favorecen el sueño - ¿Pesadillas o terrores nocturnos? - Plan padre - Biberones nocturnos - Estrategias para madres que dan el pecho - Dormir en su habitación y permanecer en ella - Estadísticas - Plan de acción
CAPÍTULO 8- NIÑOS DE MÁS DE 3 AÑOS- ¿Cómo duermen los niños de más de 3 años? - Miedos - El inicio del colegio - Consejos básicos para el sueño - Cenas para dormir - Malos sueños - Mojar la cama, enuresis nocturna - Celos de hermanos - Dormir en su habitación toda la noche - Dejar el chupete - Conclusiones - Plan de acción
CAPÍTULO 9- DORMIR A DOS O MÁS- Hermanos de diferente edad - Mellizos o gemelos
CAPÍTULO 10- MOLESTIAS QUE QUITAN EL SUEÑO- Gases y cólicos- Reflujo gastroesofágico - Parásitos intestinales.- Catarros, tos, mocos - Salida de los dientes - Dematitis atópica - Alergias alimentarias o intolerancias a alimentos - Apnea del sueño y ronquidos - Pesadillas y Terrores nocturnos.- Sonambulismo - Adormecimiento brusco.   
CAPÍTULO 11- FÁRMACOS Y OTRAS SUSTANCIAS- Suplementos de melatonina - Antihistamínicos - Homeopatía- Flores de Bach - Plantas medicinales.
CAPÍTULO 12- MITOS SOBRE EL SUEÑO DE LOS BEBÉS-¿No pasa nada porque llore? - ¿A partir de los 3 meses debería dormir del tirón? - ¿Es raro que no sepa dormirse solo?- ¿El colecho hace a los niños dependientes? - ¿Dormirá mejor si se cansa mucho durante el día? - ¿El sueño se recupera? - ¿El mal dormir se hereda?
CAPÍTULO 13- ¿POR QUÉ SIN LLORAR?- ¿Qué son los métodos de extinción?- ¿Cómo funcionan realmente los métodos de extinción? - ¿Por qué sin llorar? Porque Dormir Sin Llorar, funciona.


El libro ha sido publicado por la editorial Obstare, con ISBN 978-84-941016-7-0 y se puede comprar en la tienda online de Dormir sin llorar, en Casa del libro, FNAC y en tu librería favorita.
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