martes, 16 de diciembre de 2014

La otra carta (y las nuestras)

Confieso que soy fan de Ikea desde hace muchos años. A pesar de las críticas que oigo y leo periódicamente acerca de estas tiendas, tengo que decir que los muebles que he comprado allí se han demostrado extraordinariamente resistentes hasta la fecha (incluso con dos niños), y visualmente tan atractivos como muchos de los que se venden en tiendas de renombre a un precio muy superior. Me encanta el recorrido obligado, el tener que pasearme por toda la tienda aunque solo necesite una alfombrilla para el baño: me apasiona la decoración y no puedo más que disfrutar de esos ambientes tan bien recreados, esos textiles tan sabiamente conjuntados. Me gusta tanto Ikea que casi les perdono tener que memorizar un sinfín de referencias para buscarlas luego en el almacén y cargar palés que pesan una riñonada.
Me gusta aún más desde que hace unos días vi por primera vez su anuncio de Navidad titulado La otra carta: no me considero de lágrima fácil, pero no conseguí verlo sin inmutarme. Es un anuncio sencillo (que no simple), que no nos descubre nada nuevo pero nos redescubre cosas que a menudo pasamos por alto o tratamos de olvidar conscientemente.
Decidí hacer la prueba de la otra carta con mis polluelos, y preguntarles, por separado, qué tienen pensado pedir a Papá Noel (en mi casa lo celebramos todo, Papá Noel, los Reyes Magos y hasta la Befana, pero siento especial cariño por el entrañable gordito de barba blanca, así que él es el que trae los regalos importantes).
Como era de esperar, me enumeraron los juguetes que les gustaría recibir. Y a continuación, quise saber qué nos pedirían a su padre y a mí, mientras me disponía a tomar nota mental de mis fallos y mis limitaciones.
Curiosamente, ninguno de los dos pidió más tiempo, más paciencia o más atención. Mi niña, tras pensárselo un rato, dijo que nos pediría lo mismo que a Papá Noel, y ante mi cara de sorpresa me explicó que así tendría antes sus regalos, sin tener que esperar hasta el día de Navidad.
Mi hijo me dijo que a su padre y a mí nos pediría un gato: no le parecía sensato pedírselo a Papá Noel porque podría caerse del trineo. Unos días más tarde volví a sacar el tema, y me explicó que le gustan mucho los animales, en especial los gatos, y que si tuviéramos uno seríamos todos más felices, tanto nosotros como el gato.
Me quedé enternecida y asombrada por la lucidez de su razonamiento. Mi hijo es de principios firmes, su sentido de la justicia es bastante arraigado, puede llegar a ser cabezón y no se amedrenta cuando tiene claro su propósito. En este sentido me recuerda a mí cuando tenía su edad, y por ese motivo me enorgullece y me preocupa a partes iguales; sin embargo, yo era una rebelde con y sin causa, en perenne lucha contra el resto del mundo, en cambio el posee una paciencia y una sensibilidad que yo desconocía. Estoy totalmente segura de que es completamente capaz de hacer feliz a un gato o a cualquier ser vivo que cruce el umbral de nuestra casa.
En realidad el gato no sería nuestra primera mascota, puesto que ya tenemos a Tiny el caracol.
Como dijo mi niño en su momento, es muy gratificante salvar una vida (aunque se trate de la de un caracol). Tiny se incorporó a nuestra familia en verano, cuando un pescadero lo sacó de una cesta y se lo regaló a mis hijos. Para ser exactos, les regaló dos, uno para cada uno, pero el otro ya estaba muerto, o no sobrevivió el camino a casa, y aunque quede muy mal decirlo, ha sido mejor así teniendo en cuenta que una pareja de caracoles puede llegar a poner hasta un centenar de huevos de una sentada.
Al descubrir que los caracoles son hermafroditas, mi hijo decidió que el nuestro tendría un nombre unisex, y finalmente optó por Tiny, que significa pequeño en inglés. A decir verdad, de pequeño solo tiene el nombre: hemos calculado que cuando está completamente estirado debe medir unos 8 cm de punta a punta, sin ser experta creo que es un tamaño bastante respetable para un caracol. Vive en nuestra cocina, dentro de un tupper que mi marido ha agujereado pacientemente para que pueda respirar; se alimenta de lechuga y manzana; mis niños juegan con él a diario, lo sacan para que "haga deporte", procuran que su comida esté siempre fresca y que no le dé demasiado el sol. Una vez me dijo mi hijo que el destino de Tiny era con toda probabilidad el de acabar en una cazuela, pero ahora puede estar tranquilo y pasar el resto de sus días comiendo lechuga y casi me hizo sentir orgullosa por haberle dado un futuro.
El otro día, cuando hice la prueba de la otra carta, pregunté a mi niño, como en el anuncio, qué opción elegiría si solo pudiera pedir una cosa. Sin dudarlo un instante, eligió el gato.
En cuanto a mí, en mi carta solo pido más años a la vida, para poder estar a su lado y verles cumplir sus sueños.