miércoles, 14 de enero de 2015

La maternidad guerrera

Decía mi madre, que solo me había tenido a mí, que una segunda maternidad no puede ilusionarte tanto como la primera, pues cada etapa es una repetición de una ya vivida.
Cuando vi las rayas del positivo en el test de embarazo de mi hija, descubrí lo equivocada que había estado mi madre. Embarazarse y tener hijos es como enamorarse, puede ocurrir varias veces en la vida, pero cada ocasión trae consigo un torbellino de emociones nuevas.
Esos primeros momentos iban unidos a un miedo quizás infundado, pero comprensible (creo): unos meses antes había sufrido una pérdida, y la amenaza de volver a pasar por lo mismo empañó en cierto modo la alegría de saber que una nueva vida anidaba en mi interior.
Acomodar a mi hija recién nacida sobre mi pecho, observarla por primera vez, descubrirla tan parecida a su hermano y al mismo tiempo tan diferente me confirmó que era cierto lo que había oído decir, que el amor de una madre no se divide entre cada hijo que nace, sino que se multiplica.
En mi entrada anterior expliqué que mi hijo había sido mi despertar, me había descubierto un camino que no conocía y me había guiado a través de él; en cambio, mi segunda maternidad me cogía en cierto modo preparada: no solo era puro instinto, había tenido cuatro años para informarme, leer, aprender y saber hacia dónde iba.
Pensé que una segunda maternidad debía otorgar cierto status, el haber vivido ya esa experiencia, el demostrarle al resto del mundo que hasta el momento no lo había hecho tan mal me pondría a salvo de consejos y de opiniones no solicitadas.
Llevo puesto desde hace mucho lo que yo llamo mi traje de foca, es una alusión a mi sobrepeso, pero significa principalmente que todo me resbala. En realidad nunca me ha importado demasiado lo que los demás opinan de mí, desde pequeña he tenido claro que prefiero equivocarme pensando con mi propia cabeza que acertar por hacer caso a los demás. Sin embargo, cuando mi hijo mayor era bebé, lo que me pedía el cuerpo era radicalmente opuesto a lo que me aconsejaban los demás; y si bien prefería ser fiel a mi corazón que traicionar mi sentir, en ocasiones sentí una punzada de culpabilidad mientras me decía a lo mejor tienen razón y le malcrío, pero no lo puedo evitar.
El nacimiento de mi hija (y la información a la que tuve acceso durante ese intervalo) me reconciliaron con esos sentimientos. Con ella, fui consciente desde el primer día que no estaba siendo blanda ni sobreprotectora, que miles de años de evolución me habían llevado hasta ese punto y nada podría cambiarlo. Y sobre todo, estaba mi tribu de Dormir sin llorar, estaban mis autores, mis libros, mis constantes recordatorios de que lo que yo hacía tenía fundamento y base científica.
Sin embargo, a pesar de todo, seguía siendo el bicho raro, por dormir con mi hija igual que había hecho antes con su hermano, por dar teta más allá de lo que el entorno consideraba políticamente correcto (léase un par de meses), por no criar con azotes o castigos, por intentar huir de los chantajes, en resumen por no hacer el más mínimo caso a las presiones que recibía con cierta frecuencia.
Cuando tuve a mi hijo, al principio me limitaba a sonreír, asentir, agradecer, y a continuación seguir confiando en mi instinto; sin embargo, esta estrategia se tiene que haber confundido con una falta de argumentos, así que poco a poco, empecé a dejar claro que los argumentos los tenía, y a desgranarlos implacablemente, uno por uno.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, ya no estoy en guerra contra el mundo. He comprendido que no hay peor ciego que el que no quiere ver, y que no está en mi poder cambiar el mundo. A raíz del libro, hemos tenido la oportunidad de dar charlas al respecto, de conocer a mamás que se sienten inseguras y perdidas, prisioneras en un mundo inhóspito, presionadas y juzgadas, mamás que lo están pasando igual de mal que yo en los primeros tiempos. Cada vez que tiendo la mano a una de ellas, que contesto a una mamá ojerosa porque su bebé no duerme, que se me ocurre una respuesta ingeniosa para el opinólogo de turno, puede que la esté ayudando a ella, pero sobre todo me ayudo a mí misma, me recuerdo que no estoy sola, que en el mundo hay mucha gente que piensa como yo, es la verdadera esencia de la tribu.
Sobre todo, he aprendido a dejar de hacerme tantas preguntas: las respuestas se oyen mejor cuando se está en silencio.


martes, 6 de enero de 2015

El despertar

Cuando nació mi hijo mayor, uno de los primeros pensamientos que pasó por mi cabeza fue que en ese momento éramos los padres perfectos, ya que no nos había dado tiempo todavía a cometer ningún error. En realidad, ya habíamos cometido unos cuantos sin darnos cuenta.
Me había pasado los últimos dos meses de embarazo inmersa en una dicotomía emocional, tratando de superar la pérdida de mi madre y de alegrarme al mismo tiempo por mi embarazo. Daba bandazos para conciliar a la vez mi nueva condición de huérfana y la de futura madre, me sentía mal por mi madre cuando me encontraba feliz y mal por mi hijo cuando me echaba a llorar. Solo conseguí aliviar mi dolor anestesiándome emocionalmente, dejé de hacerme preguntas para las que no tenía respuesta y me centré en buscar las respuestas fáciles.
Mi casa se llenó de revistas de bebés que comparaban varios modelos de trona para explicarte cuál era el mejor, que llenaban sus páginas de enlaces patrocinados, atractivos y coloridos, pero huecos al mismo tiempo.
Esa oda al materialismo pareció llenar mi vacío, y me apresuré a comprar hasta el chisme más inútil para que a mi hijo no le faltara de nada. Nunca me paré a pensar que lo único que podía necesitar era yo.
Seguí viviendo en mi nube, con las emociones taponadas por ese frenesí consumista, hasta que llegó el momento del parto. Momento ansiado y temido al mismo tiempo, anticipado y vivido en mi cabeza una infinidad de veces, mientras los relatos de terror de amigas y familiares resonaban en mis oídos.
Sin embargo, el destino me regaló un parto rápido, inesperado, casi animal que me reconcilió con esa naturaleza que parecía haber olvidado.
Una contracción brutal, que me parte en dos, nada más llegar a la habitación. Le sigue otra, y otra más, con una frecuencia y una intensidad alarmantes. Todo el mundo decía que las primeras eran espaciadas y flojas. Camino de un lado a otro, es lo que más alivia el dolor, y después de 45 minutos rompo aguas en medio de la habitación. Aguas claras, límpidas, un manantial que me prepara para dar vida. Me bajan al paritorio, técnicamente para ponerme un antibiótico, pero por lo visto ya estoy dilatada y llega el ginecólogo corriendo. Empujo, me rajan, sale el bebé. No tengo tiempo de verlo porque se lo lleva el pediatra, me cosen y me suben a la habitación.
Estoy a punto de ver a mi hijo por primera vez, me acerco a la cuna en la que una enfermera le ha depositado y me doy cuenta de que en esa estampa hay algo que no encaja: su sitio no es esa cuna, su sitio está entre mis brazos. Nunca he cogido en brazos a un bebé, cuando me visualizaba haciéndolo sentía un miedo atroz a hacerle daño; pero alguna fuerza hasta entonces desconocida guía mis manos. Cojo a mi bebé y le acurruco contra mi pecho. Se acomoda, plácidamente dormido.
Mi instinto, largamente negado, se despierta y empieza a rugir con la fuerza de un león. Soy madre, a partir de ese momento en mi vida hay un antes y un después.
Siempre pienso que el destino ha sido benévolo permitiendo que mi hijo naciese de madrugada: ese pequeño detalle nos regaló unas horas de soledad y de vínculo. En mi ignorancia, pensaba que un nacimiento era una ocasión para celebrar, para llenar la habitación de visitas. Esperar a dar la noticia en horario laboral fue una de las mejores decisiones que pudimos tomar.
Unas horas después, la habitación se llenó de gente deseosa de darme consejos y de explicarme lo mal que lo estaba haciendo; afortunadamente, llegaron demasiado tarde para poder acallar mi instinto.
No sabía nada, no había leído nada digno de mención, conocía al dedillo los distintos modelos de cochecitos y la mejor técnica para bañar a un recién nacido, pero no sabía nada de apego, de los efectos de la separación madre-bebé, no tenía ni idea de lo que era un parto respetado ni de muchas otras cosas. Mi hijo me lo enseñó todo, me descubrió un mundo nuevo, me abrió un camino por el que seguimos avanzando hasta el día de hoy. He tropezado muchas veces y me he vuelto a levantar, he cometido los errores que acabo de describir y unos cuantos más. Pero no he vuelto a silenciar mi instinto: en el momento en que cogí a mi hijo en brazos dejé de oír consejos y empecé a escucharme a mí misma.