jueves, 30 de abril de 2015

El día de mañana

Detesto las opiniones no solicitadas. Mi padre suele decir que tenemos la obligación de escuchar un consejo y el derecho a tenerlo en cuenta o a hacer lo que nos da la gana, sin embargo el hecho de tener un bebé parece dar carta blanca al entorno en general a la hora de opinar y en especial, de explicarte lo mal que estás haciendo esto o lo otro.
Todo el mundo parece ser experto en bebés, ya sea porque ha estudiado algo relacionado con la infancia, porque ha tenido hijos antes que tú, o ha tenido más, o cree que los está criando mejor que tú, o ha leído más libros sobre el tema, o simplemente se siente con derecho a opinar.
Al principio, mi estrategia consistía básicamente en sonreír, asentir, dar las gracias y una vez sola y tranquila, decidir si el consejo era válido y sensato o si merecía acabar en mi papelera mental. Con el tiempo, me di cuenta de que eso equivalía a colgarme un cartel que dijera "tengo un bebé, vía libre para opinar", y que algunos se tomaban mi silencio como una falta de argumentos y una invitación a criticar mi manera de ejercer la maternidad.
Así que poco a poco empecé a rebatir, por un sinfín de razones: porque descubrí el foro, y con él la capacidad de poner nombre a lo que estaba haciendo, porque empecé a empoderarme el día en que reparé por primera vez en que era nada más que una mamá, pero al mismo tiempo nada menos que su mamá, porque me harté de las ganas de aleccionar de algunos, porque decidí poner fin a las críticas y dejar claro que hacía lo que hacía porque estaba convencida de que era lo mejor, porque sabía que existía información y bibliografía al respecto, que a mi entender superaba con creces esa pedagogía basada en siempre se ha hecho así.
Nunca me interesó entrar en el famoso debate del malamadrismo, me parece una pérdida de tiempo. No tengo alma de gurú y no me interesa arrastrar a nadie por el camino de la rectitud, digamos que me limito a marcar los límites de mi territorio y a repeler las interferencias.
Si hay una cosa que me ha enseñado la etapa maternal, es que el tiempo pasa y no vuelve. Con todos mis respetos para quienes defiendan ese enfoque, he llegado a la conclusión de que es una soberana tontería ese afán de independizarlos antes de tiempo. Aborrezco todos esos artículos que nos alertan en contra de los peligros del exceso de cariño, huyo de todos esos expertos que nos aleccionan acerca de la importancia de no ceder nunca a las demandas del bebé, o a la necesidad de ponerles una rutina desde el primer día de vida para que esté acostumbrado a ella cuando llegue a la adolescencia.  A la gente le gusta mucho alarmar acerca de las terribles consecuencias del apego, te cuentan que como le metas en tu cama nunca le sacarás de ella, que si no le ignoras cuando tiene una rabieta se convertirá en un tirano, que si no le das un azote cuando es pequeño ya te lo dará él cuando sea mayor, que si no le obligas a comer nunca se acostumbrará a comer de todo, que si no le destetas le provocarás un complejo de Edipo como una catedral y tendrá que ir de cabeza al psicólogo. En resumen, que si no haces lo que te dice el experto de turno, y no lo que te dice el instinto, atraerás sobre tu cabeza, y la de tus hijos, las mayores calamidades.
A estas alturas, ya tengo claro que el camino está hecho de etapas. Y en contra de todo lo que suelen decir, los niños tienen suficiente capacidad para madurar y llegar al siguiente punto si les acompañamos hasta que estén listos para dar ese paso.
Mis niños ya no son bebés, y en cierto modo ahora me encuentro al otro lado, corro el riesgo de asumir el papel de opinóloga, de convertirme en esa madre experimentada con el deber moral de hacer ver la luz a las primerizas. En realidad, el único consejo que doy a las embarazadas y a las madres recientes es no hacer caso a los consejos. A ninguno: pararse a escuchar a una misma y tratar de conectar con el bebé vale por miles de opiniones de expertos.
Al mismo tiempo, no consigo librarme del todo de esa actitud paternalista, porque miro a una mamá primeriza, angustiada y preocupada por las opiniones que está escuchando por doquier, y me recuerdo a mí misma, una leona que rugía para proteger a sus cachorros de ese batiburrillo de información discordante.
Así que en realidad sí que hay moraleja, sí que hay lección aprendida. Y si se me permite dar una opinión no solicitada, por si beneficia a alguien, le diría: no tengas prisa en llegar a la meta, disfruta del camino. Tarde o temprano, el día de mañana llegará.
De repente llega un día en que descubres que necesita que estés cerca pero ya no hace falta que le pasees en brazos para dormir; poco a poco deja de engancharse a la teta como si no hubiera un mañana para limitarse a un chupito rápido antes de darse la vuelta; de repente deja de tener rabietas porque entiende que hay mejores maneras de expresar una necesidad que tirándose al suelo; queda atrás la angustia de separación y el dormitorio se llena de monstruos al acecho a los que hay que dar caza para que pueda descansar; de un día para otro, decide probar un bocado de ese plato que siempre se había negado a oler siquiera; te das cuenta de que hasta hace no mucho no podías ni ir al baño sin compañía, y ahora no puedes entrar en el baño cuando está dentro;  recuerdas tus dudas acerca de la socialización mientras le ves jugar y divertirse con sus amigos sin casi mirarte; llega el día en que te dice que ya no quiere más cuentos, que son para niños pequeños, o que ya no quiere dormir en tu cama porque como es mayor prefiere la suya... y te encuentras recorriendo el pasillo como hacías antaño, recordando lo mucho que te comías la cabeza, pensando en lo rápido que ha pasado todo. Entonces es cuando se te empañan los ojos por la nostalgia, y sientes esa punzada de orgullo porque has conseguido esa independencia que según los demás no llegaría nunca... y te encantaría volver a tener esas ojeras y ese dolor de espalda aunque solo fuera un minuto. Porque nunca le hiciste tanta falta como cuando te avasallaban a consejos y tu bebé solo necesitaba estar en tus brazos.