sábado, 28 de mayo de 2011

Trozos de papel


 

 
Muchos de los recuerdos más felices de mi infancia están ligados a la casa de mi abuela materna. Viuda desde hacía muchos años, vivía a un par de calles de nuestra casa, en un apartamento de una sola habitación, que a mí me parecía un palacio que podía recorrer a lo largo y a lo ancho volando con las alas de mi fantasía.

Mi abuela no tenía juguetes en su casa, pero cuando iba a visitarla, nunca me aburría. Las actividades que realizaba allí estaban prohibidísimas en mi propia casa, y quizás por esa razón se me antojaban tan divertidas: podía entrar en la cocina y jugar con las sobras que me guardaba, molerlas, triturarlas, cocerlas y aplastarlas hasta convertirlas en potingues de nombre imaginativo que mi abuela fingía saborear con infinita paciencia; poner corchos encima del tocadiscos y reírme cuando saltaban al suelo al chocarse con el brazo, revisar el contenido de armarios y cajones o encerrarme en el baño con su estatuita fluorescente de Jesús para hacerla brillar en la oscuridad.

Un día me enseñó a hacer pegamento mezclando harina y agua, y decidí probar el nuevo invento pegando al suelo trozos de revistas viejas que iba recortando. Mi madre vino a recogerme en ese momento, y cuando vio lo que estaba haciendo empezó a regañarme. Mi abuela, que por lo general nunca cuestionaba a mis padres, en esa ocasión la interrumpió: déjala, dijo, la niña se está divirtiendo, y al fin y al cabo, solo son trozos de papel.
Windmill, de Sujin Jetkasettakorn
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Esa simple frase ha marcado un antes y un después en mi visión de la vida. Creo que no tendría más de cinco años, la edad que tiene ahora mi hijo mayor, y me prometí a mí misma que cuando tuviera mi propia casa no impondría prohibiciones absurdas.
Estoy cumpliendo mi promesa, o casi. Evidentemente, no se puede hacer nada que ponga en peligro la integridad física, lo cual limita seriamente el abanico de actividades atractivas y da lugar a algún que otro desencuentro, y después hay que volver a dejarlo todo en orden, que también puede ser motivo de discusión, pero por lo demás, los famosos límites que (supuestamente) tenemos que marcar a los niños son prácticamente inexistentes.
En mi casa está permitido saltar encima de las camas, esconderse debajo de las mesas, construir un castillo con los cojines del sofá, convertir la bañera en un barco pirata, transformar las toallas en capas de superhéroes, ponerse mis botas para disfrazarse de caballeros y utilizar cualquier utensilio de cocina no punzante como si fuera un arma, bastón, antorcha o catalejo.
Cuando era pequeña, las normas y prohibiciones que había en mi casa se podían contar por docenas, y también las veces que me las saltaba a la torera. En cambio, en casa de mi abuela podía hacer lo que quisiera, excepto abrir el cajón de los cuchillos. Nunca desobedecí ni necesité un refuerzo para desistir de intentarlo. Mi abuela no tenía estudios, pero poseía la infinita sabiduría de una generación que sobrevivió a dos guerras, pudo comprobar más veces de lo que le habría gustado que la vida es demasiado dura para complicarla con reglas innecesarias e intentó trasnmitirme su filosofía. Creo que hasta un niño pequeño puede entender que no merece la pena perder el paraíso por comerse una manzana.
Así que aquí estoy, en mi paraíso particular. Últimamente las obras de mi pequeño artista decoran las paredes y las puertas. Por mi parte, le pedí usar celo en vez de chinchetas como en el cole. Mi casa, embellecida con mapas del tesoro, señales de prohibido pasar, dibujos de castillos y caballeros medievales y pinturas abstractas, luce más espectacular que nunca.
Posiblemente no saldría en una revista de decoración, pero no me preocupa. Ya me lo había dicho mi abuela: solo son trozos de papel.


jueves, 26 de mayo de 2011

El juego de los prejuicios




Destination, de anankkml
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Tengo mucha imaginación y desde siempre me gusta hacerla volar. Cuando era niña, uno de mis pasatiempos favoritos consistía en intentar adivinar qué pensaba la gente que veía por la calle con solo mirarles a la cara. Nunca he tenido un talento especial para la telepatía, así que se trataba más bien de inventar. Más adelante, mi juego se volvió más elaborado, y además de la expresión facial empecé a tener en cuenta su aspecto, su forma de caminar. A veces también me entretenía analizando palabras sueltas, retazos de conversaciones que llegaban hasta mis oídos y trataba de imaginarme el contexto en el que habían sido dichas, qué sentía quien las pronunciaba o a quién iban dirigidas.
En ocasiones, lograba que mis amigas participaran en mi juego, y eso lo hacía incluso más divertido, porque la misma persona, la misma escena o las mismas palabras pueden dar lugar a interpretaciones completamente distintas según la percepción de quien esté observando.
Confieso que seguí haciéndolo durante toda la adolescencia y también al llegar a la edad adulta, de hecho no he dejado de hacerlo hasta hace poco, cuando me paré a reflexionar acerca de las auténticas implicaciones de mi pasatiempo. Fue cuando le di nombre y entendí lo que realmente es: es el juego de los prejuicios, la tendencia a atribuirle a una persona toda serie de características basándose únicamente en un aspecto, que bien puede ser accidental.
Siempre había considerado mi juego algo inocente que no hacía daño a nadie, y de hecho así fue, porque los interesados nunca llegaron a enterarse de lo que pensaba de ellos. Pero me di cuenta de que es así como nace el racismo, el odio y (para no ponerme tan filosófica) los cotilleos del entorno que tanto suelen molestar. Simplemente se trata de escoger el detalle más insignificante y construir un mundo imaginario a su aldrededor.
Ya no voy a entrar en ese juego, porque lo han jugado conmigo muchas veces, demasiadas. Desde que tengo memoria me he negado a entrar en el molde que otros tenían preparado para mí, pero el ser fiel a mis principios no ha impedido que se me haya mirado según el rasero de quien me juzgaba, que se me haya metido en un saco que no me pertenecía.
Desde que me he dado cuenta, intento no fijarme en gente que no conozco, no entregarme a deducciones que no llevan a ningún lado, pero sinceramente en ocasiones me cuesta mucho contenerme, porque tengo que admitir que me resulta divertidísimo. Estoy segura de que mucha gente piensa cosas parecidas y lo considera entretenido, aunque no conozco a nadie que lo admita.
Me pregunto si efectivamente nuestros gestos, forma de hablar y atributos varios son igual de elocuentes que nuestras palabras, o si en realidad son un espejismo que se convierte en una realidad ficticia tras pasar por el tamiz de un simple observador. Quizás deberíamos aprender a convertirnos en libros cerrados.


martes, 24 de mayo de 2011

El olor de la felicidad

Cuando pienso en mi infancia, recuerdo imágenes. Algunos recuerdos son buenos, otros malos, pero curiosamente casi todos van acompañados de un olor. Con el tiempo, he empezado a asociar distintos olores a recuerdos, y sentimientos.
Hacerse mayor huele a café. Hasta la fecha soy incapaz de preparar un café sin haberlo olido. Recuerdo mis primeros desayunos en la guardería, las galletas rectangulares que nunca conseguí encontrar, el tazón de leche tibia y azucarada que nos ponían delante. Luego una auxiliar decía chi desidera caffè alzi la mano (quien quiera café, que levante la mano), siempre la misma frase, y mi mano se levantaba al instante (odiaba la leche sola). Ahora me pregunto si era realmente café o algún tipo de sucedáneo. Supongo que hoy en día los padres pondrían el grito en el cielo si a una guardería pública se le ocurriera servir café a niños en edad preescolar. Pero eran otros tiempos, y en mi país la cultura del café es muy arraigada. De hecho, tengo recuerdos aún más tempranos ligados al café: mi madre y mi abuela sentadas en la cocina charlando y echando unas gotas de descafeinado a mi vaso de leche para que me lo tomara; mi otra abuela que compraba el café en grano y al peso, me dejaba molerlo con su molinillo y después lo preparaba.
Todavía recuerdo con añoranza esos momentos, el líquido tibio deslizándose por mi garganta mientras me sentía parte del mundo adulto al que quería pertenecer.
La libertad huele a hierba recién cortada. Mis abuelos paternos tenían una casita en un pequeño pueblo de montaña, delante de un prado y a un centenar de metros de un bosque. Por aquel entonces, yo veía los dibujos de Heidi y me empeñé en caminar descalza sobre la hierba. No fue el agradable paseo que yo imaginaba, la hierba pincha, en especial si los pies están acostumbrados a la ciudad y a unos zapatos cómodos. Pero decidí seguir por cabezonería a pesar del frío y de la incomodidad, y recorrí ese prado a lo largo y a lo ancho, para después tenderme sobre aquel lecho de hierba y empaparme de rocío.
El cariño huele a gasolina, y que conste que me encanta. Cada vez que me encuentro en una gasolinera, no puedo resistir la tentación de ponerme a "esnifar". Me recuerda tiempos pasados, los paseos en coche con mi padre los domingos. Mi padre tenía dos trabajos y prácticamente nada de tiempo libre, pero todos los domingos olvidaba el cansancio, el estrés, la necesidad de disciplina y las teorías pedagógicas que amargaron parte de mi infancia y me llevaba a echar gasolina. Ibamos a repostar a Eslovenia, por aquel entonces Yugoslavia, porque estaba cerca y la gasolina era mucho más barata que en Italia. El recorrido duraba media hora entre ida y vuelta, a veces algo más porque mi padre lo alargaba aposta, y escuchábamos la radio, polkas y mazurkas de las que nos reíamos pero que nos metían la alegría en el cuerpo, emitidas por cadenas cuyos nombres ya he olvidado y que probablemente han dejado de existir hace mucho.
La complicidad huele a chocolate, como los helados del bar donde me reunía con mi mejor amiga de entonces después de las clases. Allí probamos nuestra primera cerveza, que sorprendentemente nos sirvieron sin rechistar. No me gustó absolutamente nada, creo que a ella tampoco, nuestros paladares acostumbrados a zumos y refrescos rechazaban ese sabor tan fuerte. Pero fue nuestro rito de iniciación, nuestro ingreso temprano en la edad del pavo.
Sky blue flower, de Tina Phillips
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Hay olores que no asocio a ningún sentimiento en particular, pero prácticamente todos mis sentimientos y mis vivencias más sentidas van asociadas a un olor: la amistad huele a protector labial, la rebeldía huele a tabaco, el amor huele a rosas, la pasión huele a canela, el miedo huele a bilis, la soledad huele a albaricoque, la introspección huele a incienso, la muerte huele a alcánfor, la esperanza huele a cera.
Hasta hace relativamente poco, no habría sabido decir a qué huele la felicidad. Soy muy afortunada, porque soy y he sido feliz en muchas ocasiones, en muchos lugares y con muchas personas. He conseguido atrapar muchos momentos en mi recuerdo, no pude detener el tiempo pero consigo invocarlos cuando necesito ánimos en horas bajas.
Por fin un día conseguí ponerle aroma al sentimiento, y sentimiento al aroma. La felicidad huele igual que el pelo de un bebé, una mezcla de sudor y champú infantil que se fusiona con el perfume de su cuerpo y el de las personas que le quieren. Es el olor de los mimos, de las caricias, del amor más puro e incondicional que existe.
Me considero doblemente privilegiada, porque he conseguido experimentar la felicidad, y también olerla.

lunes, 23 de mayo de 2011

La Madre Tierra

Hoy me he puesto a dieta, y espero que esta vez sirva para algo (aparte de para ponerme de mala leche). Hasta el momento presente, he tratado de autojustificarme diciendo que la lactancia ayuda a adelgazar (me apresuro a puntualizar que se tarda un poco porque después de 8 meses todavía no he visto los resultados),  y antes, cuando estaba embarazada, explicaba que tenía que comer por dos (como teoría ha sido desacreditada hace mucho tiempo, pero como excusa es una maravilla). Antes de eso, recurrí a otros pretextos que ahora ya no recuerdo, pero ya me ha llegado el momento de enfrentarme a la realidad.


Así que esta mañana tomé un opíparo desayuno compuesto por un café (a eso no renuncio), un yogur con cereales integrales y una pieza de fruta, y ahora mismo estoy mirando el reloj con impaciencia y calculando cuanto falta todavía para comer.
Earth with clouds, de idea go
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Llevo poniéndome a dieta desde que tengo memoria, o casi. Empecé en la primera adolescencia, alternando rachas en las que intentaba sobrevivir a base de lechuga (más por presión social que por convicción propia) con otras en las que engullía hamburguesas a pares. A pesar de todos mis esfuerzos, nunca he conseguido identificarme con las chicas de la tele que se entusiasman delante de un bol de copos de trigo integral o se comen una manzana con la misma fruición con la que yo ataco la comida de Navidad. Existe un grupo en facebook llamado "Abofetearía con panceta a las lerdas del anuncio de Special K". Por lo que a mí respecta, se salvan porque no tengo feis.
Mis personajes favoritos son más bien del estilo de la protagonista de Como agua para chocolate, que utilizaba la comida para canalizar sus sentimientos. En mi caso particular los resultados no son tan espectaculares, pero reconozco cierto efecto terapéutico al hecho de sentarme en el sofá con un bote de helado.
Y claro, estas cosas han acabado por pasarme factura. He tenido épocas en las que estaba moderadamente delgada y otras de sobrepeso, pero admito que la actual bate todos los records.
Curiosamente, ahora que es cuando peor estoy es cuando más a gusto me siento con mi cuerpo. Tengo cierto parecido con la Venus de Willendorf, me he convertido en la encarnación de la Madre Tierra, mis lorzas y mis estrías no son otra cosa que el recuerdo de mis batallas, la celebración de la perpetuación de la vida. Por desgracia, las tiendas de ropa no suelen entender la poética relación entre mi físico de matrona romana venida a menos y la energía positiva que gobierna todas las facetas de mi existencia, y me exigen que consiga embutirme en una talla 42 sin que revienten las costuras, o que me compre ropa de señora mayor, sin forma, de estampado decadente y de precio más elevado.
Casi que me quedo con la lechuga.

Por qué Kim

Kim ha sido mi nombre online durante más de una década. Antes de eso, fue uno de mis apodos favoritos. Mi madre solía inventar todo tipo de motes para mí: algunos me gustaban mucho, otros los odiaba, y ahora que ella ya no está y no los he vuelto a oír, los echo todos de menos.
Man Around Puzzles, de Renjith Krishnan
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Mi nombre real, el que figura en los documentos, es relativamente común en Italia, donde nací y viví la primera mitad de mi vida, pero aquí suena francamente raro. No es impronunciable, pero es uno de esos nombres que hacen que la gente me mire con suspicacia y me diga: tú no eres de aquí, ¿verdad? Nunca me ha entusiasmado, pero con el tiempo he acabado por cogerle manía: con cierta frecuencia la gente lo escribe mal, lo pronuncia mal, lo confunde con nombres más castizos que suenan de forma parecida y me toca rectificar, corregir, explicar.
Por esta y otras razones, cuando empecé a cogerle el gusto a internet, a participar en foros y a escribir opiniones, decidí prescindir de mi nombre verdadero y buscarme un nick. Quería que fuera el mismo para no tener que apuntarlo, que fuera fácil de recordar y que me permitiera encariñarme con él para no tener que cambiarlo. No recuerdo cómo se me ocurrió, ni siquiera recuerdo si yo elegí ser Kim o Kim me eligió a mí. Pero, como se suele decir, el resto es historia.
Desde hace muchos años, en la red soy Kim, desde hace muchos años ha dejado de ser un nick para convertirse en un tatuaje: lo llevo grabado, está unido a mí, pero solo es apariencia, una maniobra de distracción, debajo sigo estando yo.
Cuando no estoy delante del ordenador, vuelvo a ser yo. Nadie de mi entorno me llama Kim, se dirigen a mí por mi nombre de pila. Pero hay que decir que la manía de dar apodos se ha convertido en una especie de tradicion familiar que perdura en el tiempo: mi marido y mis hijos ya cuentan con varios.
Volviendo al tema que nos ocupa, cuando decidí crear un blog (todavía no sé por qué he decidido crearlo, supongo para organizar los pensamientos que se entremezclan en mi mente, o por ese extraño exhibicionismo virtual que nos hace desnudar nuestra alma ante un público imaginario) no tuve duda en cuanto al nombre.
Así que aquí estamos, este es mi mundo, y espero que os encontréis a gusto en él.