viernes, 27 de abril de 2012

Enseñar a dormir

Cuando estaba embarazada de mi hijo mayor, una amiga me prestó un famoso libro que pretende "enseñar a dormir" a los niños. Creo que no hace falta aclarar de qué libro se trata, ya que no necesita (ni merece) más publicidad de la que ya se le está haciendo.
Lo leí, e incluso en ese momento, meses antes de que se me cayera la venda de los ojos, lo encontré extremadamente cruel: no solo por el hecho de recomendar dejar llorar a un bebé, que ya de por si es bastante malo, sino por el desprecio con el que trata en todo momento las necesidades del niño.
Lo he vuelto a leer recientemente, después de un debate (un poco acalorado) con una conocida que afirmaba que a lo mejor me había fallado la comprensión lectora, pues según ella el libro no recomienda dejar llorar a los niños, y tampoco desprecia sus necesidades. He podido comprobar de nuevo que no solo recomienda dejar llorar a los bebés, también aconseja que se les deje chillar, gritar, vomitar y pedir ayuda de todas las maneras posibles sin inmutarse; en cuanto al segundo punto, ese desprecio que según mi conocida solo existe en mi imaginación, pues qué queréis que os diga: un libro que sugiere, entre otras lindezas, poner una valla en la habitación de un niño mayorcito para que no pueda salir, y que dice textualmente que da igual que se quede dormido en el suelo, no me parece precisamente un dechado de empatía y respeto.
Lo que más me enerva es que los consejos de este tipo abundan, no solo en ese libro, sino en boca de familiares, amigos, conocidos y hasta profesionales de la salud, en los consultorios de las revistas, en los folletos que se reparten en casi cualquier sitio que tenga relación con el mundo infantil.
A decir verdad, existe otra corriente, una corriente minoritaria pero más sensata y humana, que defiende la teoría de que el sueño es un proceso evolutivo, que a dormir no se enseña ni se aprende, que estos métodos no son científicos como nos quieren hacer creer ni mucho menos inocuos.
A veces pienso en cómo dormían, cómo duermen mis hijos y sonrío. Teóricamente, ambos habrían sido carne de cañón para ser adiestrados, perdón, reeducados, para utilizar la misma expresión que emplea el autor del libro, pero mi sentido ético, mi corazón y mi amor de madre me impiden reeducarles como si fueran presos en una cárcel, encerrarlos en la soledad de sus dormitorios y tirar la llave de sus corazones.
En la actualidad, mi hijo mayor puede conciliar el sueño solo, duerme en su cama y en su habitación, no se despierta por las noches y no nos llama, a su padre o a mí, a no ser que se trate de una emergencia. Nuestro ritual nocturno consiste en contarle un cuento y darle un beso de buenas noches. No nos quedamos a hacerle compañía hasta que se queda dormido porque él nos ha pedido que dejemos de hacerlo, al igual que ha decidido por si mismo dar cada uno de esos pasos hacia la independencia.
A pesar de no haber sido reeducado, no muestra ninguna de las temibles secuelas que, según el autor del libro, presentan los niños que duermen "mal": a lo mejor se ha educado solo, pero he llegado a la conclusión de que, a pesar de todo, le he enseñado a dormir.
Le enseñé a dormir cogiéndole en brazos las veces que lo necesitó, paseándole a pesar del dolor de espalda, contándole un cuento tras otro, haciéndole mimos, dando caza a los monstruos y fantasmas que podían estar al acecho en la oscuridad del dormitorio, haciendo hechizos para espantar las pesadillas, contestando preguntas, repasando el día, abrazándole y respirando el olor de su pelo mientras cerraba los ojos. He conseguido que vea en el momento de ir a la cama algo placentero, relajante, natural y hasta divertido, no un delirio constante de ansiedad y llanto no atendido.
Todavía tengo que terminar de "enseñar" a la peque, sé que con el tiempo lo lograré, aunque de momento le quedan unas lecciones por aprender. Por ahora, me conformo con que se duerma mamando, protegida por el calor de la cama y la fuerza de mi amor. Sé que llegará el día en que no querrá dormirse asi, pero no tengo ninguna prisa, y sobre todo, no tengo el más mínimo interés en forzar la máquina para adelantar acontecimientos. Si esto es enseñar a dormir, no quiero perderme ni una sola clase.

domingo, 22 de abril de 2012

Mi mundo virtual

He vuelto a cambiar la apariencia del blog, y si bien por un lado reconozco que tiene que ser un poco irritante para quien lo visita ver como de repente tiene un aspecto diferente, por el otro tengo que aclarar que no es por capricho. A veces siento la necesidad de cambiarlo de imagen, porque a medida que le doy forma por dentro, al mismo tiempo trato de dársela también "por fuera".
Cuando empecé con este blog, hace casi un año, todavía no tenía muy claro lo que iba a escribir; mi primer fondo fue un cielo con nubes que representaba mi "despegue".
Tiempo después, cambié el cielo por unas hojas, porque mi mundo dejó de ser tan etéreo; luego, las hojas dieron paso a unas estrellas, y finalmente a la imagen de la cima de la montaña.
La cima de la montaña ha sido un tema recurrente en el blog y en mi vida: se convirtió en el paradigma de mi lucha por conseguir mi lactancia; ahora ya la he relatado en todo detalle, de principio a fin, y esa imagen también se ha quedado atrás.
Mi blog es ahora representado por un arco iris, que a su vez es considerado un puente entre el cielo y la tierra.
Bienvenidos a esta nueva era.

lunes, 9 de abril de 2012

Heridas cicatrizadas VI - Epílogo

Continuación de:
Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo
Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición
Heridas cicatrizadas III - Descubriendo la magia
Heridas cicatrizadas IV - El despertar
Heridas cicatrizadas V - Remontando el vuelo

Hemos llegado casi al final de esta larga travesía. En realidad, no queda nada más por contar, pero no voy a darla por finalizada hasta sacar unas conclusiones.
Para empezar, ahora que la he contado me siento liberada. Me he quitado un peso de encima y he descubierto, una vez más, que las penas pesan menos cuando se comparten.
En segundo lugar, no sé qué opinión os merecerá. Sé que es un tema muy delicado, en el que es muy fácil tomar partido y crear bandos, aunque no ha sido esa mi intención. Evidentemente, cualquiera que lea esta historia la filtrará a través de sus vivencias, sus creencias, sus opiniones, su propia experiencia. Otra persona en mi lugar a lo mejor habría tomado una decisión diferente, pero incluso si hubiera hecho lo mismo que yo, las consecuencias le habrían afectado de forma distinta.
Se puede pensar que lo he tenido muy difícil, y puede que sea así, pero no es menos cierto que otras mamás lo han tenido más difícil que yo y han sabido seguir adelante. Se puede pensar que he hecho todo lo posible, o al revés, que podía haberlo hecho mejor. En el momento en que he decidido exponer esta parte tan privada y sensible de mi vida, también me he expuesto a recibir todo tipo de opiniones al respecto, y os prometo que todas ellas son bienvenidas.
En cuanto pueda, contestaré a los comentarios y los correos que he recibido, pero quiero hacerlo sin prisas, y para hacerlo no puedo dejar nada en el tintero.
Como dije al principio, lo que aprendí de mis lactancias ha sido a no juzgar, aunque no es totalmente cierto: si bien he conseguido comprender algunas posturas que antes no entendía, todavía sigo siendo intransigente e intolerante con otras. Quiero pensar que en este aspecto tengo más experiencia de lo habitual porque he estado en todos los bandos, me han criticado por dar teta y por dar biberón, conozco las dos caras de la moneda.
Intento no juzgar porque sé lo que duele que te encasillen sin conocerte, basándose en prejuicios: del mismo modo que ahora me disgusta y me incomoda que cuestionen la conveniencia de dar el pecho a una niña que tiene dientes, ya camina y empieza a hablar, en su día me dolió que me metieran en un saco que no me correspondía; que confundieran adrede el no pude con no quise; que consideraran el no tenía leche una excusa barata: puede que no fuera la verdad o que no fuera toda la verdad, pero durante unos años fue mi verdad.
He decidido escribir esta historia porque reivindico mi derecho a otorgarle la importancia que creo que merece: cada uno es libre de opinar lo que le parezca, pero nadie puede decirme cómo o hasta qué punto puede o debe afectarme.
Lo que más me dolió de mi fracaso inicial fue la escasa importancia que la gente le atribuía. Nadie me preguntó cómo me sentía, se limitaron a decirme que no pasaba nada, a cantarme las alabanzas del biberón y a contarme historias parecidas, haciendo hincapié en lo bien que lo había encajado la madre. Nadie me ayudó a pasar este duelo porque negaron incluso su existencia. Necesité volver a pasar por algo similar, tuve que reabrir la herida para poder sanarla.
La herida se ha ido hace mucho, en su lugar queda una cicatriz. Al principio la llevé con vergüenza, luego con pena y después con orgullo. Ahora he aprendido a llevarla con naturalidad: es algo que está allí, que nunca se irá, pero se ha convertido en parte de mí.

Heridas cicatrizadas V - Remontando el vuelo

Continuación de:
Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo
Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición
Heridas cicatrizadas III - Descubriendo la magia
Heridas cicatrizadas IV - El despertar

A pesar de la gran cantidad de información que había recopilado, el inicio de mi segunda lactancia tampoco fue fácil. No lo voy a contar en detalle porque ya lo hice en esta entrada, así que me limitaré a matizar unos puntos que allí pasé por alto.
Ante todo, mi decisión de dar el pecho a mi hija sorprendió a más de uno: por lo visto, mi anterior fracaso me había otorgado una especie de status de madre incapaz de dar de mamar. Lo normal, lo cabal, lo correcto habría sido no intentarlo siquiera.
Lo intenté, y al encontrarme con dificultades recibí todo tipo de presiones para que abandonara. Volví a toparme con todos los tópicos que habían contribuido a hundir mi primera lactancia, eran como troncos que se interponían en mi camino, imposibles de derribar por mucha información que tuviera en mi mano. No me quedó más remedio que sortearlos, pero me ocasionaron más de un tropiezo. Me rompí los cuernos para que entendieran que lo que me pasó la primera vez no tenía absolutamente nada que ver con lo que me ocurrió la segunda, removí Roma con Santiago para localizar el problema y tratar de ponerle solución. A pesar de todo, sé que para muchos ha sido una forma de complicarme la vida y de hacer sufrir a mi bebé. Trataron de hacerme ver que, después de lo que me había pasado la primera vez, dos meses de lactancia diferida y otros dos de mixta eran todo un logro, me dijeron que no podía aspirar a más, se preguntaron por qué seguía insistiendo.
Lo hice porque ya tenía una cicatriz que surcaba mi alma, y no quería añadirle otra.
Lo hice porque mi hija se lo merecía.
Lo hice porque sabía que se podía.
Lo hice porque eso me permitió, en cierto modo, reparar el daño que mi renuncia le había causado a mi hijo.
En la recta final de mi relactación fui a ver a una consultora IBCLC. Lo que más le agradezco no es la ayuda "técnica", sino el apoyo psicológico que me brindó. Fui a verla pensando que tenía las alas rotas y me ayudó a entender que en realidad hacía rato que había aprendido a volar.
También me ayudó a sanar la herida que tenía con mi hijo mayor, a verla desde otro punto de vista. Conseguí transmitirle a mi hijo la idea de que la lactancia es lo natural, lo normal, lo deseable; le conté una versión resumida de la historia que acabo de relataros y parece haberla comprendido. Sobre todo, he conseguido reunir el valor de pedirle disculpas por mi fracaso, por habernos negado mutuamente una experiencia que podía haber sido maravillosa.
Me he reconciliado por fin con la maternidad y con la lactancia; años después he conseguido que probara mi leche, he logrado ofrecer a mi hijo lo que en su día quise darle y no pude.
Por fin he podido cerrar el círculo.

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Heridas cicatrizadas IV - El despertar

Continuación de:
Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo
Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición
Heridas cicatrizadas III - Descubriendo la magia

Dos años después de los acontecimientos que acabo de relatar, mi fracaso en la lactancia se había convertido en una espina en mi corazón que de vez en cuando me molestaba, pero a la que apenas prestaba atención. Mis sentidos estaban centrados en el reto que supone criar a un niño de 2 años: las rabietas, el control de esfínteres, los logros, las dudas ligadas a cada etapa.
De la noche a la mañana, mi hijo empezó a resistirse a la hora de ir a dormir: hasta entonces, su padre y yo nos turnábamos para hacerle mimos hasta que se quedaba dormido, pero a partir de aquel día eso dejó de ser suficiente. Cuando estaba a punto de cerrar los ojos, mi hijo cambiaba de postura, se levantaba, se sentaba en la cama, se ponía de pie, hacía lo que fuera con tal de no dormirse. Nuestro ritual nocturno, que solía durar unos quince minutos aproximadamente, de pronto llegó a alcanzar las dos horas.
El veredicto del entorno fue unánime: la culpa era mía, porque había malacostumbrado a mi hijo y ahora me estaba tomando el pelo. También parecían coincidir en la solución: acompañarle a dormir era malísimo, tenía que dejarle llorar. Lo primero me pareció un disparate y lo segundo una aberración; me dije a mí misma que tenía que haber otra forma de hacerlo, y me lancé a la Red en busca de respuestas.
Así fue como encontré el foro de Dormir sin llorar, y un mundo nuevo se abrió ante mí. No conseguí resolver el "problema" de mi hijo, que remitió espontáneamente con el tiempo, pero me permitió descubrir la crianza con apego. Comprendí que no era blanda ni débil por no dejar llorar a mi hijo o no educarle a base de cachetes, estaba haciendo lo correcto, y sobre todo, pude comprobar que existía gente que pensaba como yo, profesionales cuyas teorías coincidían con mi manera de hacer las cosas. Ese descubrimiento no cambió mi manera de actuar, pero me fortaleció, me dio alas, me ayudó a seguir haciendo con la cabeza bien alta lo que hasta entonces había hecho sintiéndome culpable.
Mi reconciliación con la lactancia se produjo de forma paulatina. Gracias a un mensaje que leí en el foro, me interesé por el libro Mi niño no me come de Carlos González y decidí comprarlo. Encontré en él una simple mención a la lactancia a demanda que derribó por completo la teoría de las tres horas que había dominado mi mente hasta entonces. Decidí seguir ese hilo para ver adónde me llevaba y tuve la oportunidad de contar, aunque demasiado tarde para mi niño, con información correcta, actualizada e imparcial.
Esa información reabrió las viejas heridas y de repente me sentí como si me hubieran amputado una pierna y acabara de descubrir que habría sido suficiente con cambiar de zapatos. Hasta entonces, había atribuido el fracaso de mi lactancia a una especie de mal karma, una combinación de problemas de índole físico y psicológico: la muerte de mi madre que me había cortado la leche, una maldición hereditaria (mi madre apenas pudo darme el pecho), un bebé grandote que necesitaba más leche que la que yo alcanzaba a producir.
A medida que seguía informándome, mis sentimientos cambiaban de rumbo: yo no había dado al traste con mi lactancia, me la habían robado. Ya no me sentía desdichada, sino engañada, estafada.
Si los médicos del hospital no hubieran atiborrado a mi hijo a glucosa, si me hubieran explicado cómo dar el pecho en vez de cómo preparar un biberón, si me hubieran dado apoyo y no un bote de leche, si mi suegra y mi amiga no me hubieran insistido en que yo no podía dar de mamar, si el pediatra me hubiera ayudado a relactar en vez de poner el último clavo en el ataúd de mi lactancia, si hubiera sabido de la existencia de grupos de apoyo, las cosas habrían podido ser muy distintas. Quizás nunca hubiera conseguido prescindir de suplementos, pero con toda seguridad habría conseguido dar el pecho durante más tiempo, habría podido disfrutar de esa experiencia en vez de vivirla como una tortura, un recuerdo constante de mi incapacidad.
Estaba todavía intentando encarrilar la ola de sentimientos que estas nuevas implicaciones generaban en mí cuando me volví a quedar embarazada.

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Heridas cicatrizadas III - Descubriendo la magia

Continuación de:
Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo
Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición

Cuando abandoné la cocina, después de llorar y autocompadecerme durante un buen rato, me prometí a mí misma que dejaría de mirar hacia atrás para empezar a mirar hacia adelante.
En retrospectiva, tengo que admitir que fue sensato abandonar: después de tantos errores, las probabilidades de éxito eran objetivamente muy remotas, e insistir solo nos iba a causar, a mi hijo y a mí, más dolor y sufrimiento.
Además, se dice que no hay mal que por bien no venga, y en este caso también fue así. Mi renuncia a luchar por un sueño que se alejaba cada vez más me hizo descubrir la única, auténtica ventaja del biberón: ese envase de plástico se convirtió en un recordatorio constante de mi fracaso, me hizo entender que le había fallado a mi hijo y me impulsó a querer compensarle de mil maneras.
No había sido capaz de alimentar a mi hijo como quería, pero todavía estaba a tiempo de quererle, de mimarle, de disfrutar de mi maternidad y de su infancia. Por fin se hizo el silencio, aprendí a desoír los consejos y a rebatir a quienes me recomendaban no cogerle en brazos, no atenderle al primer llanto, no sacarle de la cuna a no ser que fuera necesario, y a buscar mi propio camino. Ese vínculo que la lactancia no pudo crear se formó a base de brazos, de besos, de abrazos, de juegos, de mimos, de cosquillas, de noches en vela, de baños de espuma, de cuentos, de canciones, de amor infinito reflejado en todos los instantes del día.
Quizás, si hubiera conseguido darle el pecho, no habría logrado captar la magia de la maternidad.
Con el tiempo, el dolor se atemperó. No lo superé, supongo que nunca conseguiré superarlo del todo; digamos que es una herida que con el tiempo dejó de escocer y acabé por ponerle una tirita para no ver la cicatriz.
A medida que mi hijo crecía, la situación se fue normalizando. Mis familiares, amigos y conocidos no volvieron a mencionar el tema; yo dejé de sentirme incómoda y avergonzada cada vez que iba a comprar leche a la farmacia o le daba el biberón en el parque; ya no veía a madres que me miraban con desdén y a mi hijo con pena.
A la edad de 9 meses, mi niño empezó a rechazar los biberones, el recordatorio de mi fracaso quedó definitivamente desterrado y de esa experiencia solo me quedó un regusto amargo, una mezcla de añoranza y resignación, hasta que mi hijo cumplió 2 años y mi vida cambió para siempre.

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Heridas cicatrizadas II - Lucha y rendición

Continuación de:
Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo

Sentada en el suelo, con mi hijo plácidamente dormido en mi regazo, reflexionaba acerca de lo ocurrido. Ahora me doy cuenta de que lo que ocurrió en realidad fue que el bebé apenas había tenido ocasión de estimular la producción de leche, porque entre la glucosa, el que le ponía al pecho cada tres horas y el biberón que le acababa de dar le habían quitado las ganas de engancharse a la teta. Sin embargo, la inevitable conclusión a la que llegué gracias a mis (nulos) conocimientos sobre el tema, fue que no tenía leche: tal y como me habían dicho en el hospital, igual que le había pasado a mi madre, a mi suegra, a mi amiga, a un montón de madres que conocía.
Al día siguiente, fui a ver al ginecólogo para la revisión y le dije que no me había subido la leche. Tengo que decir que este señor ha sido el único profesional sanitario que consulté en su momento que no me recomendó olvidarme del tema. Me dijo que eso era prácticamente imposible: ya teníamos comprobado que no tenía ningún problema de tiroides que justificara una posible hipogalactia (y aún así me mandó una analítica para volverlo a descartar); me comentó que un trauma muy fuerte, como había sido la muerte de mi madre, podía afectar seriamente la tasa de prolactina y hacer que la subida fuera menor y más tardía. Me recomendó ponerme al bebé al pecho todo lo posible, comprarme un sacaleches para acelerar la producción y consultar cualquier duda con el pediatra. Los primeros dos consejos fueron muy acertados; el tercero, desastroso.
Al relatarle la historia, el pediatra me dijo textualmente: a estas alturas, ni te lo plantees. Le contesté que aún así, me lo quería plantear, y le pedí que me explicara cómo hacerlo. Me indicó que me pusiera al bebé al pecho, pero no todo lo posible, sino cada tres horas para que fuera asociando la teta con la comida (un consejo que hoy en día me parece una burrada, pero confieso que en su momento lo encontré sensato) y si rechazaba el pecho, que le diera el biberón.
Así que añadí otro despropósito al cúmulo de errores garrafales que ya había cometido, y respeté escrúpulosamente las tres horas de rigor. Entre tomas, probaba con el sacaleches.
A todo esto, creo que mi convicción de que "no me había subido la leche" tenía un fondo de verdad. En condiciones normales, una estimulación tan escasa e inadecuada me habría provocado una mastitis de caballo, en cambio no tuve la más mínima molestia. Puede que el sacaleches fuese malísimo, puede que no supiera utilizarlo correctamente (a veces llegué a hacerme sangre), pero nunca conseguí más de unas pocas gotas. Entonces cogía esa cantidad tan mísera, que apenas alcanzaba a cubrir el fondo del biberón, y mojaba los labios de mi hijo mientras lloraba de impotencia porque era todo lo que podía darle.
No sabría decir cuánto tiempo aguanté así: creo que un mes, más o menos. Evidentemente, después de aquel primer biberón vino un segundo, un tercero y otros más. Tengo que decir en mi defensa que mi error no fue no buscar información, sino buscarla en la dirección equivocada. No tenía ni idea de que existieran grupos de apoyo a la lactancia (ojalá lo hubiera sabido), así que me centré en investigar acerca de la subida de la leche, la forma de incrementarla, cómo tener más leche, toda una serie de disparates que poco tenían que ver con el problema real.
Mi entorno se dedicó a intentar sabotear todos mis esfuerzos, con la mejor intención del mundo, pero dejándome claro que me estaba proponiendo algo imposible, repitiéndome una y otra vez los mismos tópicos: no insistas, si no se puede no se puede, no pasa nada, no importa, no eres peor madre por dar biberón, con el biberón se crían igual de bien, lo importante es que el niño no pase hambre.
Mi marido intentó ayudarme, me ofreció su apoyo, me escuchó (que no es poco), secó mis lágrimas, pero su condición de hombre le impidió llegar hasta las raíces de mi dolor, creo que nunca llegará a comprender la magnitud de mi derrota.
Llegó el día de la rendición. Todavía consigo visualizarlo como si se tratara de una película: es un día como muchos otros, hecho de infructuosos intentos de extraerme una leche que simplemente no quiere salir; me pongo al niño al pecho, y empieza a llorar como un loco. Me digo a mí misma que últimamente empieza a llorar nada más ver la teta, el pobre tiene que asociarla con pasar hambre. Tras lloros y más lloros (suyos y míos), le doy el biberón y al rato se queda dormido. Le dejo en la cama y como un autómata voy a la habitación contigua, cojo el sacaleches y lo llevo a la cocina. Lo arrojo a la basura con todas mis fuerzas mientras maldecía mi destino, mis tetas inútiles y mi ineptitud como madre. Luego abro la ventana, me siento y (Dios me perdone) me enciendo un cigarro. El dolor que me abrasa la garganta me ayuda a olvidar aquel otro, más punzante y profundo, que me atenaza las entrañas.
Contemplo las volutas de humo que bailan por mi cocina y desaparecen lentamente como mis esperanzas, mientras las lágrimas que se deslizan lentamente por mi cara me hacen pensar, una vez más, en lo que pudo ser.

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Heridas cicatrizadas I - Un mal comienzo

En los foros en los que participo he mencionado en ocasiones que mi primera lactancia fue un estrepitoso fracaso. Sin embargo, nunca he contado la historia completa, y por razones de espacio creo que es mejor hacerlo aquí.
Ante todo, quiero dejar claro que no la relato con intención de autojustificarme ni de aleccionar a nadie: lo hago porque creo que es una historia que merece ser contada. La lección más valiosa que he sacado de lo que pasó entonces, y de lo que pasó después, ha sido aprender a no juzgar. Todo es criticable según el prisma bajo el que se mire: la que ha dado teta durante mucho tiempo es una fanática, la que lo ha dejado antes una comodona, la que no ha querido una egoísta y la que no ha podido una inútil. Socialmente, está mal visto darle teta a un niño relativamente mayor, lo mismo que dar un biberón a un bebé de corta edad. Sinceramente, es muy difícil ser tolerante con quien tiene una postura radicalmente distinta a la que defendemos. Por otra parte, pienso que detrás de cada no he podido e incluso detrás de cada no he querido suelen esconderse unas vivencias, unas experiencias y unos recuerdos difíciles de compartir, y a menudo complejos y dolorosos.
Como ya dije, es una historia muy larga que viví por etapas. He decidido contarla del mismo modo, por etapas, para evitar aburrir y extenderme demasiado, y también porque cada parte del relato coincide con el estado de ánimo que dominó aquella época.
Dicho esto, si estáis preparados para zambulliros en las profundidades de mi mente, allá vamos.

No siempre fui una talibana de la teta.
Suelo decir que la maternidad me mostró mi lugar en el mundo, en cambio los primeros dos tercios de mi embarazo fueron relativamente normales: peregrinaba de médico en médico para los controles rutinarios y de tienda en tienda para comprar lo (in)necesario para el bebé. Sin embargo, entre todos los trastos inútiles que se amontonaban en mi casa a medida que aumentaba el volumen de mi barriga no se podía encontrar ni un solo biberón, puesto que mi intención era dar el pecho.
Para ser sincera, mi intención era intentarlo, probar a ver qué tal y seguir adelante si la experiencia me gustaba. Para escandalizar a la familia, solía decir que me planteaba llegar a los 6 meses de lactancia, para horror de mi madre y de mi suegra que me aseguraban que con 3 tenían más que suficiente. En realidad, ni siquiera se me pasó por la cabeza la idea de una lactancia prolongada: es más, la idea de dar el pecho durante años me parecía físicamente imposible. Nadie a mi alrededor había llegado más allá de un par de meses, y pensaba que a todas las madres les llegaba un día en que la leche simplemente se retiraba, o por lo menos eso me aseguraban todas.
Admito que no había leído Un regalo para toda la vida porque ni siquiera sabía que existía. El único libro sobre crianza que leí durante mi embarazo fue el monstruoso Duérmete niño (cortesía de una amiga), y con eso se me quitaron las ganas de seguir leyendo.
La muerte de mi madre, cuando me encontraba en la semana 30, me hundió anímicamente y pasé el último tercio de mi preñez intentando superar la pérdida y sobreponerme a la sensación de vacío.
Mi hijo vino al mundo poco después de las 3 de la madrugada y llenó mi vida de luz y color. Al poco de nacer, se lo llevaron para darle un "refuerzo" de glucosa, explicándome que de no hacerlo podía sufrir una hipoglucemia. Gracias al refuerzo, se pasó prácticamente todo el día adormilado en mis brazos. Recuerdo que intenté engancharle a la teta, incluso se enganchó en alguna ocasión, pero sin ganas.
Unas horas más tarde, la habitación se había llenado de visitas: mi padre, mi suegra, mi mejor amiga de entonces, mis cuñados, mis sobrinos, el pediatra de guardia, todos a la vez. Mi suegra y mi amiga intentaron explicarme cómo debía dar el pecho, a base de manosearme las tetas y tratando de acercar al bebé casi a la fuerza, recordándome que tenía que hacer eso cada tres horas, ni más ni menos, mientras los hombres apartaban discretamente la mirada, las otras mujeres se relataban mutuamente anécdotas de partos y lactancias y el pediatra nos recomendaba alegremente una marca de leche de inicio, "una excelente opción cuando la lactancia no es posible" (textual), mientras yo rezaba en silencio para que ese momento acabase pronto, para que se fuera todo el mundo y me dejasen a solas con la familia que acababa de formar. Habría sido cómico si no me hubiera sentido tan humillada.
Al darme el alta, el personal sanitario me regaló un bote de leche para que lo utilizara si yo no tenía. De vuelta a casa mi hijo empezó a llorar a pleno pulmón y mi amiga, que había insistido en acompañarme, me lo quitó de los brazos, indicándoles a mi padre y a mi marido que fueran corriendo a comprar un biberón porque el niño se estaba deshidratando y se iba a morir; a mí, me ordenó que me fuera a descansar. Esa orden despertó a la tigresa que dormía en mi interior, le sugerí que se fuera a descansar ella misma, pues la notaba un poco alterada e incapaz de entender que de mi hijo me ocupaba yo, y cogí al bebé de sus brazos para no volverlo a soltar.
A esas alturas, mi hijo seguía llorando sin que hubiera forma de calmarle, intentaba tranquilizarle ofreciéndole el pecho sin éxito, mientras un torbellino de sentimientos negativos se arremolinaba en mi interior: desesperación, impotencia, sensación de inutilidad. Era mi hijo y ni siquiera podía hacer que parara de llorar.
Fue el principio del fin: con la siniestra maldición de mi amiga resonando en mi mente, le di el biberón. Lo hice llorando, consciente del humillante fracaso que eso suponía. No tengo excusas, ni justificaciones. Si pudiera volver atrás, lo haría, pero por desgracia no puedo. Afortunadamente, tengo el resto de mi vida para compensar a mi hijo por el error que cometí.

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sábado, 7 de abril de 2012

El mío, más

Person On Winning Podium, de digitalart
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Vengo de pasar unos días en una casa rural con motivo de las fiestas. El sábado pasado, justo hace una semana, organizamos una fiesta para los niños y coincidimos con amigos, conocidos y familiares con sus respectivos retoños, así que he tenido la oportunidad de conocer a personas nuevas, y volver a coincidir con otras a las que hacía tiempo que no veía. En muchos casos las conversaciones giraron en torno a las últimas proezas y anécdotas de nuestros hijos, y pude comprobar nuevamente el afán con el que algunos padres parecen querer embarcarse en una especie de competición para ver quién tiene el "mejor" hijo: si a uno se le ocuure decir, por ejemplo, que su hijo empezó a hablar muy pronto, otro comentará que el suyo lo ha hecho más pronto todavía.
Mientras son bebés, los temas estrella suelen ser el sueño (dormir solos y del tirón), la alimentación (comer de todo desde la más tierna infancia, de forma autónoma y sin rechistar), el control de esfínteres (dejar el pañal antes de los 2 años y sin escapes) y las rabietas (no tener absolutamente ninguna); a medida que van creciendo, cobran protagonismo los logros académicos (aprender a leer y a escribir muy pronto, preferentemente antes de los 4 años), deportivos (dominar un deporte concreto), la autonomía (vestirse y comer solos) y la obediencia (parece ser que los niños que con 2 años no tenían rabietas, con 7 no cuestionan las órdenes de sus padres).
Es una competición en la que se puede hacer trampa para ganar (el bebé que supuestamente comía chuletones desde los 6 meses no probó más que un par de cucharadas de puré y yogur en todo el día; el niño que se viste solo desde los 3 años necesitó ayuda para ponerse el abrigo y así sucesivamente).
Finalmente, es una competición en la que no me interesa entrar.
Vaya por delante que me siento orgullosísima de mis hijos, y hasta el más mínimo logro me parece digno de alabanza. Sin embargo, tengo clarísimo que son sus logros, no míos, y por tanto no me corresponde a mí presumir de ellos.


Tanto afán por presumir parece responder a una necesidad de brillar de luz reflejada: mi hijo es listo, inteligente o simpático porque mi forma de criarle es la más adecuada. Es un concepto que detesto, porque me trae recuerdos de infancia: cuando era niña y decía "por favor" o "gracias", más de uno se maravilló y se deshizo en alabanzas, dirigidas no a mí, sino a mis padres, que me estaban educando tan bien. Esas alabanzas me quitaban las ganas de ser amable con el prójimo.
Además, estoy criando a mis dos hijos de la misma manera, reciben los mismos estímulos, viven en el mismo ambiente y aún así, las fechas claves de su desarrollo son diferentes: cada uno ha empezado a gatear, a comer un determinado alimento, a saludar, a hacer pedorretas a una edad diferente; sus intereses son distintos así como su forma de relacionarse con el mundo que les rodea, su personalidad, sus reacciones.
Una flor no es bonita porque la hayamos regado: es bonita por naturaleza; evidentemente, proporcionarle agua la ayudará a crecer e impedirá que se marchite. Sobre todo, las flores son bonitas allá donde crecen, no expuestas en una maceta.
Estoy segura de que mi hijo entenderá mejor lo orgullosa que me siento del dibujo que me ha hecho si me tomo el tiempo que haga falta para agradecérselo y comentarlo con él que si le obligo a enseñárselo a un montón de (des)conocidos. Del mismo modo, mi hija aprenderá a disfrutar del contacto con otros niños cuando le llegue la edad de hacerlo, no conseguiré adelantar ese momento por mucho que me empeñe en que socialice. Lo que consigan a lo largo de sus vidas, ya sea pronto o tarde, jamás será gracias a mí; podrá ser con mi ayuda, pero el mérito será exclusivamente suyo. No quiero cargar a mis hijos con el peso de mi éxito social.
Mientras los padres debatíamos acerca de los logros (suyos y nuestros) o la conveniencia de convertir la crianza en una carrera de méritos, ellos, los niños, los verdaderos protagonistas de nuestros discursos y de nuestras vidas, se dedicaban a ser niños: jugaban, reían, se perseguían, se columpiaban, trepaban por los árboles, inflaban globos, corrían, exploraban y vivían.