martes, 24 de julio de 2012

La princesita

Nunca me han gustado las princesas de los cuentos: cuando era niña, me parecían unos seres frívolos y pusilánimes que no hacían otra cosa que esperar cobardemente a que alguien las salvara en vez de luchar para cambiar su destino; de más mayor, aprendí a sustentar esa impresión con toda una serie de argumentos feministas; de las princesas de carne y hueso mejor no hablo, pues soy republicana hasta la médula.

Dicho esto, en mi casa tengo una princesita y se me cae la baba con ella.
Es una entrada que le debo desde hace mucho, puesto que objetivamente hablo más de su hermano que de ella. Los dos son hijos de mis entrañas, a los dos los crío del mismo modo, pero entre él y ella en ocasiones ha habido una diferencia de enfoque.
Con mi hijo mayor descubrí la maternidad, en algunas cosas pagué la novatada y aunque aprendí a escuchar a mi instinto, en ocasiones casi me sentí culpable por hacer caso omiso de los consejos ajenos que me cantaban las alabanzas del desapego para que no fuera malcriado.
Cuando la tuve a ella, no necesitaba enarbolar banderas, porque ya lo había hecho y todo mi entorno sabía, a esas alturas, de qué pie cojeo. Mi segunda maternidad fue más consciente, menos guerrera y más segura.
Una amiga me dijo una vez que con el segundo hijo no te emocionas tanto como el primero, porque se ha acabado la sorpresa, todo lo que te toca vivir ya lo has vivido con anterioridad.
En realidad, no estoy de acuerdo: cada embarazo es distinto, cada parto es distinto, cada bebé es distinto. Puedes repetir la experiencia varias veces y vivirla de forma diferente, igual que si te enamoras más de una vez a lo largo de tu vida: esas mariposas en el estómago no dejan de ser especiales porque ya las hayas experimentado en otra ocasión; la única diferencia es que a veces, cuando nos enamoramos de una persona adulta podemos equivocarnos, en cambio en el amor que se siente hacia un bebé no hay error posible.
Mi princesita nos tiene irremediablemente encandilados a todos desde el momento en que salió de mí.
Ha nacido rubia en una familia de castaños, y aunque es pronto para asegurarlo, también parece ser la única de la familia que no es zurda.
Como una princesita, es increíblemente coqueta, le encanta ponerse pulseras, collares, sombreros, gafas de sol y cualquier adorno que encuentre en mis cajones o en el armario; se los pone, se los quita y cuando está satisfecha con el resultado sale disparada hacia el espejo, se pavonea, se aplaude y dice ¡bapa! (guapa).
Lo primero que hace por las mañanas (después de ponerse fina de teta, quiero decir) es dirigirme una gran sonrisa y traerme sus zapatillas y una horquilla o goma de pelo para empezar el día arreglada.
Se puede decir que no habla, porque su vocabulario es bastante limitado, pero se hace entender perfectamente. Por lo que a mí respecta, nuestra comunicación es casi telepática: después de estar juntas todo el tiempo desde que nació, a veces nos entendemos sin necesidad de hablar.
Su hermano la adora, le presta sus juguetes, la vigila, la lleva de la mano, le enseña cosas, si le da una rabieta me ayuda a consolarla. Al principio, jugaban en la misma habitación, últimamente juegan juntos, interactúan de verdad.
Ella tiene una caja de juguetes, en parte suyos y en parte heredados, a los que habitualmente presta poca atención: le ha salido la vena imitadora y prefiere jugar con lo que juega su hermano, o ayudarme a mí con las tareas domésticas (limpia el polvo con una toallita, saca las cacerolas del cajón mientras yo cocino, me ayuda a quitar el fregaplatos - se ha cargado un par de platos en el intento, pero la intención es la que cuenta).
Estamos en etapa de rabietas y cuando se enfada llora, grita, chilla y se tira al suelo. Por mi parte, tengo clarísimo que mi hija no es "mala", ni "malcriada", ni es un "bicho". Admito que es extremadamente asertiva, y me alegro por ella, porque está demostrando con su ejemplo ser la némesis de las insípidas princesas de los cuentos.

viernes, 20 de julio de 2012

Premios a pares

Reconozco que últimamente tengo el blog un poco descuidado, por falta de tiempo y de inspiración. Sin embargo, acabo de descubrir que me han otorgado no un premio, sino dos, lo cual obviamente me produce doble alegría. Gracias como siempre por considerarme merecedora de ello.
En orden cronológico:

Premio Yo ♥ Portear


Me llega de la mano de Pilar, de Maternidad Continuum, y para recogerlo tengo que explicar por qué amo portear.
Para ser sincera, el porteo es algo que he descubierto en tiempos relativamente recientes. Cuando nació mi hijo mayor desconocía la existencia de una corriente llamada crianza con apego (lo más cercano al porteo que conocía era una mochila no ergonómica) así que, a falta de portabebé, le llevaba a brazo pelado adonde hiciera falta. Como os podéis imaginar, los agoreros de siempre vaticinaron en su día que mi hijo siempre querría ir en brazos, pero (para variar) no fue así. Dejó de "cangurear", como lo llamábamos, cuando estaba embarazada de su hermana, y desde entonces no lo ha vuelto a pedir, desatando en mí la acostumbrada mezcla de orgullo y nostalgia. Por cierto, parece mentira pero en ocasiones echo de menos esa complicidad que se creaba entre nosotros a pesar del dolor de espalda.
Con la peque sí que conocía los distintos portabebés, además había ido a talleres para comparar los diferentes tipos y aprender a utilizarlos. A pesar de ello, confieso que sigo siendo incapaz de anudarme un fular correctamente.
Respondiendo a la pregunta, amo portear porque me fascina la posibilidad de disfrutar de la cercanía de mi bebé y de tener las manos libres al mismo tiempo. El porteo permite cargarse de un plumazo esos consejos, tan bienintencionados como molestos, del estilo tiene que acostumbrarse a estar en la cuna para que tú puedas hacer tus cosas. Gracias al porteo, he podido hacer todas mis cosas sin que mi hija tuviera que pisar la cuna, las hemos hecho juntas desde que nació.
Ahora estamos en huelga de porteo, supongo que ir tan unida a mamá es incompatible con las necesidades de un terremotillo en constante evolución, sin embargo sigue siendo un bonito recuerdo y una herramienta que agradezco porque me facilitó mucho la vida en su momento.
Ha llegado la hora del reparto, y esta vez se lo concedo a:
Entre mimos y juguetes: no sé si al final portea o ha porteado, sé que la intención estaba allí. Pero se lo merece por el apego y el cariño que transmite, y porque si no me equivoco, necesita una inyección de moral.
Creciendo con David: porque no solo es una experta en portabebés, sino que los hace ella misma, y preciosos por lo que he podido comprobar.
Pegaditos crecemos mejor: porque me encanta la sensibilidad con la que expone los temas que trata y creo que merece un reconocimiento.

Premio osito

Me encantan los osos, cuando era pequeña mi peluche favorito era un oso, y curiosamente los peluches favoritos de mis hijos también son osos. Mi madre apodó a mi padre Bubu, como el oso amigo de Yogui, y Osito era el apodo con el que me dirigía a mi marido cuando éramos novios. En fin, los osos siempre han estado presentes en mi vida y ahora también lo serán en mi blog.
Este premio me lo concede Carmen de La gallina pintadita (¡gracias guapa!), y para recogerlo solo tengo que pasar el relevo a otros blogs, así que en esta ocasión agraciaré a los siguientes:
El método Maridill: por hacernos reflexionar a través de la ironía. Empezó como una broma y se ha convertido en mucho más.
Aprendiendo de Adrián y Gael: porque me encanta su sencillez y sensibilidad.
De repente mami: porque su hija y la mía tienen casi la misma edad, y me veo reflejada no solo en muchas de sus vivencias, sino en sus opiniones y sentimientos.

viernes, 6 de julio de 2012

El fin de una etapa

Llevo cerca de un mes queriendo escribir esta entrada, cerca de un mes rumiando y reflexionando sobre ella y varios días escribiéndola a trompicones por falta de tiempo.
El 22 de junio pasado, mi hijo mayor terminó el ciclo de Educación Infantil; una semana antes, asistí a su actuación de fin de curso y a su graduación.
De entrada, reconozco que no considero necesaria una ceremonia de graduación para niños tan pequeños, pero admito que cuando oí que le llamaban, le vi subir al escenario acompañado por la música de fondo, recibir su diploma y la enhorabuena de su profesora, no pude contener las lágrimas.
La ceremonia finalizó con un lanzamiento colectivo de babys, a falta de birretes, más música y baile, mientras yo asistia hipnotizada, derramando lágrimas saladas que no consiguieron aliviar esa mezcla de orgullo y tristeza que acompaña cada etapa que finaliza en lo que a mis hijos se refiere.
Estaba pensando en todo aquello cuando sobrevino el último día de colegio: por ser el último día, terminaron al mediodía; nos pidieron que les lleváramos con ropa playera, pues iban a celebrar la "fiesta del verano".
Ese día, durante todo el camino, no conseguí desprenderme de una extraña sensación de dejá-vu; por algún motivo, mi mente seguía reviviendo una y otra vez el primer día de colegio de mi niño, a la vez que me recordaba cuántas cosas habían pasado desde entonces, cuánto habíamos cambiado todos desde aquel primer día.
El día que mi niño inició su etapa escolar, recorría ese mismo camino cogido de mi mano, mientras no paraba de preguntarme a mí misma cómo iría todo. Los comentarios no solicitados que había tenido que escuchar durante tiempo revoloteaban a mi alrededor, como una molesta nube negra que no me abandonaba. Mi hijo no había ido a la guardería y esto, según algunos, era razón suficiente para que su adaptación al colegio fuera horrorosa; me perseguían relatos de niños que habían llorado durante meses y de profesoras que arrancaban a los pequeños de los brazos de sus madres.
En realidad, había pasado buena parte de ese verano intentando preparar psicológicamente a mi niño para el colegio. Juntos habíamos elegido su mochila, una mochila roja y negra de Rayo Mc Queen, la ropa que llevaría el primer día, habíamos jugado al colegio con muñecos y playmobils, le había explicado con la mayor objetividad posible en qué consistía el colegio, qué iba a hacer allí.
Aún así, durante el camino nos enfrascamos, los dos, en nuestros pensamientos. Mi niño entró contento, sin embargo, al ver llorar a muchos de sus compañeros, se asustó. Le había contado que algunos niños lloraban porque tenían miedo, pero mi explicación no le preparó para el impacto emocional de presenciarlo con sus propios ojos.
Me abrazó, nos abrazamos. Entré con él en clase, intenté ayudarle a que se familiarizara con el ambiente. Llegó su profesora y empezó a hablar con él, me pidió que me fuera, me explicó que tenía que confiar en ella, me prometió que no iba a dejarle llorar, que le consolaría y le cogería en brazos lo que hiciera falta.
Me fui de allí viendo como mi niño me seguía con la mirada, mientras unas silenciosas lágrimas acariciaban sus mejillas. Confieso que me fui de allí sintiéndome la peor madre del mundo.
Al abandonar el edificio, una especie de sexto sentido me dijo que todo iba bien, y si bien suelo tener cierta confianza en este tipo de cosas, al mismo tiempo necesitaba una confirmación.
Por la tarde, fui a recogerle con el corazón en un puño, mientras barajaba mentalmente todas las posibilidades así como las posibles soluciones.
Salió contento, me explicó que al principio se había asustado un poco pero que luego se había divertido. Le pregunté si quería volver y me dijo que sí.
Tres años y medio después le esperaba en el mismo lugar en el que le había visto salir el primer día; le vi correr y saltar en el patio, jugar con sus amigos, y cuando me vio vino corriendo hacia mí con una sonrisa en los labios. Me despedí de su profesora, mientras las lágrimas (de las dos) expresaban lo que las palabras no alcanzaban a decir.
Mi hijo emprendió el camino de vuelta llevando a su hermana de la mano, igual que tres años y medio antes yo le había llevado a él. Tenía ganas de reír y llorar a partes iguales. Ya en casa, le pedí que se pusiera el baby por última vez y le saqué una foto, recuerdo agridulce que me demuestra lo mayor que se está haciendo mi hijo y se convertirá para siempre en conmemoración del fin de una etapa.