martes, 25 de septiembre de 2012

Las caras del mal

Esta entrada surge como reflexión tras la lectura de Cine, madres y psicópatas del fantástico blog lamamacorchea. Por otra parte, aviso que esta entrada es bastante cruda y contiene descripciones explícitas de maltrato infantil; si creéis que os pueda afectar, os ruego que no la leáis, o por lo menos, que lo hagáis con cuidado.

Nunca había pensado que un niño pudiera ser malo hasta que conocí a uno que lo era. Nunca pensé que un niño pudiera odiar de verdad hasta que empecé a odiarle.
A menudo utilizamos el término "malo" referido a un niño para decir inquieto, travieso o desobediente. Sin embargo, este niño no era nada de eso: era malo de verdad, en el sentido de maléfico, cruel, diabólico. En realidad, era un niño maltratado, pero por aquel entonces no lo sabía.
Pertenecía a mi círculo familiar lejano, con lo cual la interacción con él, si bien esporádica, se convertía en obligatoria en fechas señaladas. He sido testigo de primera mano de su maldad, y os puedo asegurar que desde la más tierna infancia este niño pareció disfrutar del sufrimiento ajeno: si se cruzaba con un gatito la emprendía a pedradas, si coincidía con un niño más pequeño le pegaba hasta hacerle llorar, si se encontraba a un animal en la carretera suplicaba a su padre que le atropellara con el coche, si jugaba con más niños su única diversión era intentar unir a los demás en contra de uno. Jamás he conocido a otra persona que se regocijara tanto ante la idea de causar o presenciar el dolor ajeno.
Los adultos solían reaccionar con una mezcla de estupefacción, indignación, irritación y aburrimiento. Algunas veces nos reñían a todos, porque no se atrevían a culpar abiertamente al hijo de otro, en ocasiones no entendían que los demás niños nos negáramos a jugar con semejante monstruo y trataban de presionarnos para que socializáramos.
Su vida, en apariencia, era de lo más normal: hijo único de padres de clase media (padre funcionario, madre ama de casa, típico en aquellos años), vivía en una casita con jardín, donde tenía una habitación no muy amplia pero bastante luminosa, correcta pero impersonal, con libros y juguetes alineados ordenadamente en los estantes.
Nunca vi a su madre levantarle la voz, ni mucho menos la mano. Su padre le gritó en algunas ocasiones (a mi modo de ver por minucias y no por cosas graves), pero aparte de eso, nunca vi nada fuera de lo normal.
Al llegar a la adolescencia, reivindiqué mi derecho a juntarme con quién me daba la gana en las reuniones familiares, o en su defecto a saltármelas directamente, y afortunadamente dejé de tener contacto con él.
Durante muchos años pensé que la maldad era algo innato: sin ir más lejos, yo misma había conocido a un niño auténticamente malo en mi infancia. Sin embargo, cuando ya era adulta, una persona de mi familia empezó a revelar detalles que hicieron que mi convicción, tan firmemente arraigada, se tambalease.
Esta persona abrió la caja de Pandora y me descubrió unos secretos de familia que hasta el momento habían permanecido celosamente guardados.
Por lo que me contó, no fue un niño deseado. En realidad, decir que no fue un niño deseado es un eufemismo. Por aquel entonces, el aborto era ilegal, y sus padres no tenían ni los contactos necesarios ni el dinero suficiente para llevarlo a cabo de forma clandestina, así que su madre intentó acabar con su embarazo de mil maneras posible: se fue a esquiar cuando el médico le mandó reposo, se tiró por las escaleras, se dio golpes en la barriga, pasaba horas tumbada boca abajo. Al que le recriminaba que tuviera tan poco cuidado llevando una vida en su interior, solía contestarle con una sonrisa: mejor perderlo ahora que después.
Cuando nació, mi familiar me contó que la madre experimentó desde el principio un rechazo profundo y visceral hacia él: en cuanto el bebé se ponía a llorar, pedía a gritos que se lo llevaran para no oírlo.
Por las noches, le encerraban en el baño para no oír su llanto; más adelante, aprendieron a hacerle callar añadiendo a la leche del biberón una cucharada sopera de un tranquilizante para adultos.
Sé de buena tinta que dos personas se pusieron en contacto con los servicios sociales en varias ocasiones: hubo una ronda de visitas con pediatras, neurólogos y asistentes sociales, pero la cosa no fue más allá.
Más adelante, cuando tenía rabietas sus padres le encerraban en su habitación, cerraban la llave y podían olvidarse de él durante una tarde entera. Con el tiempo, su habitación se convirtió en su universo, puesto que pasaba allí todo el día, al principio por obligación y luego por costumbre. Contaban que solo salía de allí para ir al colegio y para comer, y pasaba la totalidad de su tiempo libre encerrado entre esas cuatro paredes, sin hacer aparentemente nada, la mente perdida en a saber qué.
Imagino que solo fue cuestión de tiempo para que empezara a vomitar ese odio que le atenazaba las entrañas; debió ser duro ver como su madre se enternecía ante un perrito recién nacido, esa misma madre que le apartaba de su lado porque no le quería, no le había querido nunca. Ese afán por destruir la felicidad ajena encerraba una perversa lógica, buscaría el dolor ajeno tratando de atemperar el propio, intentaría borrar las risas de los demás para olvidarse de su propia infelicidad.
Después de estas revelaciones, ya no estoy tan segura de que la maldad sea algo innato.
Posiblemente, este niño nunca habría sido un dechado de empatía, pero quizás si hubiera nacido en un hogar diferente habría tenido alguna posibilidad.
Hace años que no sé nada de él, ni quiero saberlo, porque hay heridas que tardan en cerrarse. Lo último que me contaron es que trabajaba espóradicamente, seguía viviendo con sus padres, no se le conocían amigos ni pareja y pasaba la mayor parte de su tiempo libre dando paseos por el monte.
Lo más curioso es la lectura que ha hecho mucha gente de este caso: a este niño le han faltado unos azotes. Incluso después de ponerles al corriente acerca del maltrato infantil tan sutil y aún así brutal y continuado al que fue sometido prácticamente desde el día de su nacimiento, los hay que piensan que la vida tenía que haberle maltratado más.
Si lo hubieran hecho, me temo que le habrían convertido en una auténtica bomba de relojería.
El Dr. Spock dijo que unos insultos y humillaciones a diario eran más dañinos que unos azotes de vez en cuando; estoy de acuerdo en el sentido de que debemos cuidar muchísimo el lenguaje cuando hablamos o reprendemos a nuestros hijos para no herirles con unas palabras que en principio iban pensadas para educar. Sin embargo, esa frase ha sido tristemente enarbolada como bandera por una generación entera de padres que la han esgrimido como defensa a la hora de dar cachetes sin cargos de conciencia.
Personalmente, no cambiaría los azotes puntuales que recibí yo por la infranqueable prisión de indiferencia y desprecio en la que este niño se vio encerrado a lo largo de su vida. Sin embargo, de allí a decir que si nos hemos convertido en personas decentes y civilizadas gracias, y no a pesar de, los azotes recibidos durante la niñez, hay un trecho.
Siempre quise a mis padres, reconozco que se mostraron empáticos, dialogantes y cariñosos conmigo la mayor parte del tiempo; sin embargo, esos azotes puntuales los hicieron caer del pedestal, puesto que lo único que me enseñaron es que los adultos pueden permitirse el lujo de perder ese autocontrol que pretenden enseñarles a los niños.
Curiosamente, el niño más maltratado al que conocí jamás nunca recibió un cachete, por lo menos delante mío; sin embargo, eso solo demuestra que el mal tiene muchas caras.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Cumplimos, superamos, seguimos.


Cumplimos dos años.
Mi polluela cumple dos años; y ella y yo cumplimos dos años de lactancia. A nivel nutricional, estoy cumpliendo las recomendaciones de la OMS, pero a nivel emotivo estoy cumpliendo con ella. A nivel emotivo, estos dos años no tienen precio.
Han pasado dos años, que se dice pronto, y en estos dos años ha habido de todo: al principio problemas y obstáculos de todo tipo, pero al cabo de unos meses dimos comienzo a una experiencia mágica y maravillosa que quedará grabada a fuego en mi corazón durante el resto de mi vida.
Siempre recordaré esa mirada tierna y cómplice que intercambiamos, esa manita traviesa rebuscando en mi escote con nocturnidad y alevosía, esa vocecita que últimamente pide su alimento, algunas veces con timidez (¿teti?), otras con urgencia (¡¡¡TETIIIIII!!!).
Este es solo uno de los muchos senderos del camino de la maternidad que me recuerda lo afortunada que soy; recorredlo conmigo si queréis.

Superamos las dificultades.
Empezamos tan mal que pensé que no llegábamos ni a dos meses. Nuestros comienzos fueron dificilísimos: lactancia diferida, luego mixta; no me voy a extender porque ya lo hice en otro momento. Ahora todo eso ha quedado atrás; ya no me enfado porque me hayan dicho que no lo lograría, ahora solo me queda la feliz tranquilidad de haberlo logrado, y la voluntad de disfrutar de esta experiencia.

Seguimos nadando contra corriente.
Aunque la OMS y demás organismos oficiales coincidan en que se debería dar el pecho hasta los 6 meses de forma exclusiva y combinada con otros alimentos durante 2 años como mínimo, parece que más de uno no se ha enterado. En su día, tuve que luchar contra mi antiguo pediatra, que opinaba que la lactancia artificial tenía "exactamente las mismas propiedades" (textual) que la materna, que relactar era una tontería porque "total, a los 6 meses hay que dejarlo para pasar a la leche de continuación" (textual, de nuevo); me tocó escuchar un sinfín de consejos no solicitados sobre las ventajas del biberón; tranquilizar a los que me preguntaban alarmados si el pediatra (el nuevo, el anterior se fue a la porra cuando trató de forzarme a destetar a los 4 meses para darle biberones de cereales) sabía que la niña seguía mamando "a su edad".
(Por cierto, lo que dijo mi pediatra actual el otro día al enterarse de que la niña seguía mamando "a su edad" fue: eso es lo mejor que puedes darle. También hay pediatras como Dios manda, la pena fue no haber encontrado a uno así desde el principio.)
En realidad, lo nuestro no debería considerarse "contra corriente", debería ser lo normal, en el sentido de habitual. Sin embargo, aunque hay que decir que las cosas están cambiando, sigue siendo la opción minoritaria. Por mi parte, es la opción que hemos escogido las dos, y nos sentimos muy felices con ella.

Cumplimos una promesa.
En los "días malos", cuando todavía luchábamos por instaurar una lactancia que se resistía, me prometí a mí misma que si lo lográbamos no destetaría, que dejaría que fuera mi niña la que decidiera cuándo y cómo dejar la teta, que la dejaría seguir adelante para lo bueno y para lo malo.
Dos años después, sigo preguntándome qué puede ser lo "malo" de nuestra lactancia: quizás algún mordisco, algún desvelo nocturno, algún momento embarazoso al bajarme la camiseta en público... pero son minucias comparadas con la tranquilidad, la felicidad y la paz interior que la lactancia nos aporta.

Superamos las críticas.
Al principio, me consideraban una pobre mamá con problemas para dar de mamar; en el peor de los casos, y teniendo en cuenta mi fracaso anterior, una mujer físicamente incapacitada para dar el pecho.
Más adelante, cuando vieron que no me rendía, dejé de ser una desgraciada digna de compasión y lástima para convertirme en una loca fanática que prefería perjudicar a su hija (esto sí que dolía) antes que pasarse a la leche de bote.
A estas alturas, ya no necesito responder a los ataques: no hace falta que les recuerde que estaban todos equivocados, porque a la vista está que mi niña crece sana y fuerte sin necesidad de enriquecer a las productoras de leche infantil.

Seguimos disfrutando del camino.
El camino que nos queda es un camino de rosas; tuvimos la mala suerte de pincharnos con las espinas al principio, pero desde hace mucho tiempo solo olemos el perfume.
Tengo que decir que después de las dificultades iniciales no he vuelto a tener ningún problema: nunca he tenido dolor, ni mastitis, ni infecciones. Algunas lactancias son como un camino con baches, a cada poco hay un sobresalto. La mía fue como saltar un barranco, pero ahora tengo el camino despejado y disfruto de cada metro recorrido.
Cumplimos un sueño.
Al principio, soñaba con una lactancia prolongada, luego hubo una temporada en la que llegar a los dos años me habría parecido, más que un sueño, un milagro. El año fue todo un hito, pero dos años son un triunfo.

Superamos el miedo.
El miedo nos acompañó durante buena parte de este viaje: miedo a dejarla con hambre, a fracasar, a no ser capaz, a tirar la toalla. Ahora ya no hay miedo: para vencerlo, ha sido fundamental el apoyo presencial y virtual que he recibido a lo largo de estos dos años (que quede claro que no todo son críticas), y recuperar la confianza en mí misma y en mi capacidad de alimentar a mi hija.

Seguimos cumpliendo.
Hemos llegado hasta aquí, ahora el límite es el cielo.
Soy consciente de que cada paso que damos nos acerca inevitablemente al destete: no sé si ocurrirá dentro de dos meses o de tres años, por mi parte no le pongo fecha, dejaré que la decida ella. Y cuando eso ocurra, podré decirme de verdad que he cumplido con la lactancia.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Maestros

Mi hijo ha vuelto al cole el lunes pasado. En este caso, la vuelta ha implicado muchos cambios: cambio de ciclo (empezamos primaria), de centro, de compañeros, de profesores.
Me he decidido a escribir esta entrada porque la vuelta al cole es un tema bastante popular por estas fechas; algunas experiencias son buenas, pero otras por desgracia son todo lo contrario. Me han contado, y he leído, historias que me han puesto los pelos como escarpias: niños que lloran desconsolados mientras la maestra los arranca de los brazos de sus madres, que se encuentran perdidos en un ambiente extraño sin que los consuelen (ya se sabe, "hacen teatro"), obligados a permanecer sentados durante horas, a hacer ejercicios que no comprenden ni les gustan. Son auténticas historias de terror, que dicen mucho acerca de nuestro sistema escolar y también acerca de muchos educadores; historias en ocasiones (las menos, todo hay que decirlo) contadas con inexplicable orgullo por unos padres que se vanaglorian de la oportunidad que tiene su retoño de "fortalecerse" a base de llantos; la mayoría de las veces, historias llenas de lágrimas, las de los hijos y las de unos padres que se torturan por dentro, que se debaten entre la obligación de llevar a sus niños a un sitio donde no son felices y la imposibilidad de cambiarlos de entorno.
Mi propia etapa escolar no ha sido demasiado exitosa que digamos: en el mismo momento en que pisé un aula, me etiquetaron de "problema de actitud", y el resto es historia.
Sin embargo, desde que mi niño está escolarizado he podido comprobar que existen excepciones, sigue habiendo personas que sienten auténtica pasión por lo que hacen, y que me devuelven la fe en la posibilidad de cambio.
El lunes pasado, mientras esperaba con mi niño a que le llamaran para subir a clase y me seguía preguntando si la decisión de cambiarle de colegio se demostraría acertada, vi a una maestra pasando lista para agrupar a cada niño con la clase que le correspondía. De repente, la maestra levantó la vista y se percató de que una niña estaba llorando: dejó a un lado la lista, se acercó a la niña, la abrazó, la consoló y habló con ella hasta que consiguió tranquilizarla, y después, con la niña de la mano, retomó la lista donde la había dejado.
Mi hijo llegó tarde a clase el primer día, pero hizo su entrada de la mano de esa maestra; supe que estaba en buenas manos.
Volví a ver a esa maestra el mismo día, a la salida; en esa ocasión, se le acercaron dos chicos que acababan de terminar su primer día en el instituto: habían ido a buscarla para contarle qué tal les había ido.
Ese mismo día conocí también a la maestra de mi hijo. No pude hablar mucho con ella, pues había muchos padres esperando con impaciencia el parte del día, pero la conversación que mantuvimos me impresionó, y para bien. Me explicó que a pesar de que solo mantendrán el horario reducido la primera semana, calculan que el período de adaptación durará alrededor de un mes; durante ese tiempo, lo que les interesa es que los niños se vayan familiarizando con el ambiente, que se conozcan entre si y hagan amistad, que se acostumbren a sus maestros y a sus nuevas asignaturas, en otras palabras que se sientan a gusto.
Hoy mi niño me presentó a su profesor de historia. Ayer volvió fascinado de su primera clase de dicha asignatura, maravillado por la explicación del maestro acerca de la evolución del tiempo. Le pregunté por curiosidad cómo era el maestro, y me contestó que es viejo, y le falta un diente.
Sentí cierta curiosidad (y una ligera señal de alarma por si ese "anciano" resultaba ser un señor de mi generación) hacia ese preceptor desdentado, y hoy pude satisfacerla.
Mi autoestima está a salvo, porque el maestro es mayor; yo no le definiría viejo, es más joven que mi padre, aunque tiene claramente unos cuantos años más que yo. También es cierto que le falta un diente, aunque hay que mirar con detenimiento para darse cuenta (mi hijo es muy observador en lo que a piezas dentales se refiere). Tiene un nombre curioso, de esos que ya casi no se oyen, y cuando le vi me recordó a un abuelo: pero no a uno de esos abuelos modernos que se blanquean los dientes y se broncean en viajes al Caribe organizados por el Imserso para vivir una segunda (o tercera) juventud, sino a un abuelo de antaño, de los que olían a tabaco de pipa y se afeitaban con brocha y cuchilla, abuelos que nos dejaban sorber la espuma de la cerveza, nos contaban historias de tiempos pasados, nunca nos levantaban la voz, abuelos a los que solíamos hacer caso porque les teníamos cariño, y no miedo.
Ese abuelo de nombre peculiar, que hacía gala de esa elegancia trasnochada que las personas de su generación consideran una forma de cortesía, me explicó lo que iban a hacer a lo largo del año, me comentó que a los niños de esa edad no se les puede ni debe pedir que estudien, pero se les puede pedir que aprendan, y por ese motivo el aprendizaje tiene que resultarles interesante y divertido. Mientras me hablaba, desprendía un optimismo contagioso que me hizo entender la fascinación que debió sentir mi hijo en su clase.
De camino a casa, le pregunté a mi niño qué había hecho hoy, y me contestó que habían jugado al juego de los globos: cada niño escribió su nombre en un globo y luego lo soltó en el patio. Pensé en esos globos levantándose en el aire impulsados por el viento: uno de ellos lleva el nombre de mi hijo, sus esperanzas e ilusiones. Ese globo estará volando por el cielo, buscando su camino; mi niño, prisionero de un sistema caduco, anacrónico y a menudo decepcionante, tendrá que plantearse muchas preguntas y encontrar las respuestas; pero las personas que le flanquean me están demostrando que creen en lo que hacen, y eso alivia un poco la congoja que siento ahora mismo.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Lentejita

Lentejita vino a habitar mi cuerpo por estas fechas, hace tres años.
En mi mente y en mi corazón siempre será Lentejita, pues no se quedó con nosotros lo suficiente para que pudiéramos buscarle un nombre más adecuado.
Vino por sorpresa: por aquel entonces, yo estaba decidida a ampliar la familia, pero mi marido no lo tenía tan claro, así que ante la duda seguíamos con anticonceptivos mientras hablábamos (y a veces discutíamos) acerca de la conveniencia de tener un segundo hijo.
Pero una de esas casualidades de la vida hizo que algo fallara, y Lentejita anidó en mi interior. Lo supe desde el principio, debido a las náuseas y mareos que empecé a tener de la noche a la mañana. Me dije que iba a ser una niña, por aquella absurda superstición según la cual los embarazos de niños van como la seda y los de niñas son muy molestos (todo sea dicho, en el embarazo de mi hijo no tuve ni una sola náusea, y en el de mi hija vomité hasta bien entrado el tercer trimestre); ahora en cambio mi intuición me dice que habría sido un niño.
No lo sé, y en realidad nunca lo sabré, pero cada vez que pienso en Lentejita lo hago en masculino, y así me voy a referir a él a lo largo de esta entrada.
Cuando vi el positivo en el test, tuve que sentarme por la fuerza de las emociones: miedo, sorpresa, alegría, incertidumbre, expectación, impaciencia, anticipación, esperanza.
Mi hijo estaba encantado ante la idea de tener un hermanito, empecé a hablarle del bebé, de cómo serían nuestras vidas dentro de unos pocos meses.

Pero luego llegó el amanecer de los sueños rotos y me desperté con un sangrado que no prometía nada bueno. En urgencias, sentada en la sala de espera esperando a que me atendieran le pedía a Lentejita que intentara aguantar, prometiéndole que si conseguía resistir unos minutos más iba a protegerle durante el resto de mi vida. Me acariciaba la tripa intentando llegar hasta él mientras rezaba a mis muertos y a todos los dioses para que nos ayudaran, y no nos separaran antes de tiempo.
Entré, y me topé con una ginecóloga totalmente falta de tacto que mientras me hacía una ecografía me soltó a bocajarro: acabas de abortar, con la misma indiferencia que si se tratara de una muela picada.
Después, los recuerdos se desdibujan y se confunden entre sí. Todavía conservo en mi memoria la imagen de mi marido abrazándome, mientras intentábamos consolarnos mutuamente por el dolor de una pérdida que ya no tenía remedio; y como no, las frases supuestamente de ánimo del entorno, sobre todo el comentario estrella podrás tener más hijos, al cual contestaba sí, pero ya no podré tener a este.
Dicen que todo en la vida ocurre por algún motivo, y posiblemente se pueda aplicar también a la pérdida de Lentejita. Me parece muy cruel pensar que pueda haber alguna razón, algún motivo detrás de una experiencia tan desgarradora, pero puede que así sea.
Mi marido, que hasta entonces se había mostrado reacio ante la idea de ampliar la familia, descubrió lo feliz que se sentía al pensar que íbamos a ser cuatro, y se animó a intentarlo. A mí en cambio me ocurrió lo contrario, no quería tener otro bebé, me aterraba volver a pasar por lo mismo.
Tres meses después me quedé embarazada de mi niña. Soy consciente de que si Lentejita hubiera vivido mi hija no existiría, y si bien me es imposible alegrarme por haber perdido a un hijo, cada vez que miro a mi niña doy gracias al cielo por haberla tenido, y me digo que igual es cierto que todo ocurre por una razón.
Sin embargo, pienso en Lentejita a menudo, especialmente en estas fechas que coinciden con su breve estancia entre nosotros. Espero que no haya sufrido, que haya vuelto a la inmensidad del universo sin darse cuenta de nada y que dondequiera que esté, sepa que habría sido muy querido y que su llegada nos habría llenado de alegría y de ilusión.
Espero que cuando llegue mi hora Lentejita esté allí para acogerme, junto con mi madre, mi abuela y todos los que me precedieron, y que entre todos me ayuden a emprender el camino que olvidé al nacer. Quizás en ese momento consiga entender por qué nos tuvimos que separar, por qué cada uno de ellos tuvo que dejar mi corazón marcado a fuego.
Mientras tanto, me conformo con mirar al cielo y mandarle un silencioso beso de despedida.
Hasta siempre, Lentejita.

Dedicado a Lentejita, y a todas las lentejitas que abandonaron este mundo demasiado pronto, eternos bebés que ahora juegan juntos entre las estrellas y flotan en la luz infinita, igual que en su día flotaron en nuestro interior.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Dos premios más

Dos premios más vienen a alegrarme la vuelta y a aliviarme un poco el síndrome postvacacional.
El primero, Liebster blog, me llega de la mano de Carmen, de La gallina pintadita; recogido queda, y perdón por el retraso, pero es lo que tiene estar de vacaciones.
Ahora lo tengo que repartir, y otorgar a mi vez a 5 blogs que tengan menos de 200 seguidores. Esta vez los agraciados son:


El siguiente premio viene de Lo que nadie me dijo, un blog al que por cierto no conocía (lo encontré al curiosear por las estadísticas del mío) y que me alegro de haber descubierto, porque me ha encantado.
Además del blog que me lo concede, me gusta también el premio: no sé si antepongo la diversión a la competitividad, la verdad es que cuando empecé el blog escribía más bien para mí, pero con el tiempo me empezó a hacer ilusión ver cómo va creciendo, descubrir que hay personas que aprecian y se interesan por lo que escribo.
Este premio también hay que repartirlo a blogs que tengan menos de 200 seguidores, esta vez a 10 (en algunos casos no he conseguido ver el número de seguidores, así que lo siento si he patinado), y en esta ocasión se lo "reboto" a los siguientes blogs:


Un deseo (in)confesable: me encantaría crear un premio Kim, aunque teniendo en cuenta que últimamente ando fatal de tiempo y que el diseño gráfico no es lo mío es probable que la cosa se haga esperar... pero todo se andará.
Un beso.