viernes, 10 de junio de 2016

Echando a volar

Hace mucho tiempo, casi en otra vida, me decían que era muy blanda.
Lo era porque no dejaba llorar a mis hijos, porque lamenté haber fracasado en la lactancia de mi hijo mayor, porque luché contra viento y marea para establecer la de la segunda, porque no les mandé a guardería, porque pedí una excedencia, porque me reduje la jornada, porque trataba de reconducir las rabietas en vez de ignorarlas, porque no creía (ni creo) en la obediencia ciega ni en la disciplina militar.
Me decían que era muy blanda, que iba a lo fácil, que criaría niños miedosos y sobreprotegidos que dormirían en mi cama hasta la mayoría de edad, que tenía que despegarles de mí lo antes posible para que volaran rápido.
A estas alturas, soy consciente de que todavía me queda mucho camino por recorrer, pero tras una década de maternidad creo poder hacer un poco de balance. Sinceramente, no sé si lo que he hecho ha sido lo fácil, o lo difícil. He intentado seguir mi instinto porque creo que es simplemente la manera más correcta de tratar a un niño, y si en algún momento he visto algún resultado, he intentado celebrarlo con asombro en vez de echarme flores. 
Hemos recorrido mucho camino, hemos dado un paso tras otro, alguno hacia adelante, y alguno hacia atrás, para qué negarlo. Hemos corrido con la rapidez del guepardo, avanzado a paso de tortuga, arrastrado como las serpientes, saltado como los canguros, y colgado de los árboles como los monos.
Y de repente, cuando menos te lo esperas, llega el día en que dejan de decir que eres blanda, porque se dan cuenta de que lo has hecho igual de bien, o igual de mal, que los que han optado por seguir la corriente mayoritaria.
Ha habido días en los que me sentía fuerte como una leona y otros en los que me derrumbaba y me sentía incapaz. He hecho tribu, he conocido a un montón de gente estupenda que me acompaña y me sostiene cuando tropiezo, he dicho las frases que juraría que no diría jamás (¡a que voy yo y lo encuentro! ¡En esta casa hay que seguir unas normas! ¡Porque es así, y punto!).
Y llega el momento en que los niños mimados, consentidos y sobreprotegidos a los que yo no dejaba crecer salen del cascarón y empiezan a explorar el mundo.
Así que sinceramente, no sé si lo que hice fue lo fácil. Ni lo sé, ni me importa, porque me doy cuenta de que lo realmente difícil llega ahora.
Imagen: Yggdrasil, autor desconocido
Ya no tengo bebés, ahora prefieren jugar con sus amigos, o juntos, que conmigo. Y ahora que puedo ir al baño sola y disfrutar de ese tan cacareado tiempo para mí, hay veces que no sé qué hacer con él.
Me despierto más tarde, pero con menos alegría, porque nadie se pone a saltar en la cama a deshoras.
Había conseguido aprenderme el nombre de todos sus personajes favoritos de los dibujos animados y ahora tengo que aprenderme el de los youtubers.
Sobre todo, ya no vivimos en un mundo donde las pupas se curan con un besito, por las noches no esperamos al mago de los sueños que nos llevará a su castillo mágico donde todo lo que imaginemos se convertirá en realidad y si hay regalos debajo del árbol sabemos que los han comprado mamá y papá.
Lo realmente difícil es decir pásalo bien en vez de ten cuidado.
No conocía esto en vez de me siento vieja.
Qué mayor te has hecho en vez de dónde está mi bebé.
Lo difícil es dejar atrás el cálido refugio de la infancia y embarcarte en nuevas etapas, sabiendo que ya no volverá.
De verdad, no sé si lo que he hecho ha sido lo fácil o lo difícil. Ni siquiera sé si ha sido lo mejor o lo peor.
Me dijeron que tenía que despegarles de mí para que volaran rápido. Les he dejado crecer y ahora vuelan alto.